Ceuta, 31 de julio de 2020. Hoy se celebra en Ceuta la fiesta del Sacrificio y, por tanto, es festivo en nuestra ciudad. Regresé el domingo a Ceuta para reincorporarme a mi puesto de trabajo después de pasar dos semanas de vacaciones en Granada. He aprovechado este tiempo para leer y descansar, así como para disfrutar de la compañía de la familia.
En estos primeros días de la semana he estado algo liado, lo que me ha impedido venir al valle sagrado. Antes de llegar hasta aquí me he acercado al mirador de Benzú para contemplar el paisaje del Estrecho de Gibraltar hoy completamente encapotado. Las nubes, por un instante, han imitado la silueta de las costas andaluzas. Deben estar aburridas ante la falta de viento que las mueva en dirección al inmenso océano Atlántico.
En la entrada del santuario me he encontrado a mi amigo Pedro que acarreaba garrafas de agua destinadas a regar los árboles frutales del huerto. Entre los dos hemos llevado el agua hasta la zona de cultivo. Tras varias semanas sin venir al santuario he apreciado algunos cambios en el valle sagrado. Todo está mucho más seco. El avance del verano con su manto ardiente ha quemado los acantos y muchas hojas de árboles y arbustos han tornado su tonalidad del verde al amarillo. Se empieza a formar un mullido manto de hojas secas sobre los caminos que prepara la llegada del otoño. Espero que la próxima estación traiga el agua que revitalice este lugar.
Escribo estas observaciones sentado sobre el tronco en el que estuvo al-Khidr. Uno de los cuidadores del santuario ha cortado la adelfa que ocultaba el tronco y ahora es visible. Me siento bien escribiendo en el mismo lugar en el que se sentó al-Khidr. Su espíritu me acompaña. Entonces pienso que yo ahora ocupo su puesto en este valle sagrado. Él es mi guía interior que me marca el camino que debo seguir y me deja pistas para que no me desoriente y me aleje sin querer de la senda. Cuando pienso en ello mi corazón se alegra y me siento afortunado.
El sonido de las chicharas es intenso y constante. No dan tregua a los oídos. La ausencia de viento mantiene concentrado este chirriante sonido en el entorno del manantial. Hay que afinar el oído para percibir el canto de las aves, entre ellos el de los mirlos.
Sentado aquí me llega a intervalos el olor de los eucaliptos y el de las hojas secas. Inspiro con fuerza el aire que me rodea y procuro activar al máximo mis glándulas olfativas para catar la extraordinaria mezcla de fragancias que desprende el valle sagrado. Los árboles me observan y parece que extienden sus ramas hasta donde me encuentro para abrazarme. Se comunican entre ellos a través de la red fúngica para cambiar impresiones sobre el tiempo, las novedades en el valle y mi visita.
Están preocupados por la sequedad de los montes. Saben que con la falta de agua y las alturas temperaturas se incrementa el riesgo de lo que más temen: un incendio forestal. Me cuentan que hace unos años sufrieron un importante incendio en el valle sagrado. Algunos de sus congéneres murieron y ellos se salvaron gracias a la intersección milagrosa de la Gran Diosa. Tal y como me contó Adolfo, aquel día una intensa luz en forma de manto cubrió esta parte del valle y desvió las llamas. Los árboles recuerdan con espanto aquella dramática jornada de verano del año 1993. No obstante, se sienten protegidos por la Gran Diosa y por el sabio al-Khidr. Sus pasos se oyen por el valle sagrado, aunque no siempre es posible ver su figura. La presencia de la Gran Diosa y del hombre verde se palpa en el ambiente. Todos los seres vivos de este valle les honran y adoran.
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