A partir de la consolidación de los grandes imperios mesopotámicos, las ciudades se conciben como una réplica del orden celestial, en el que el centro lo ocupa el rey y el templo, cuyos lados y puertas se orientan a los cuatro puntos cardinales.
Toda la ciudad quedaba delimitada por una muralla con la misma orientación y disposición del templo-torre. Este modelo ideal de ciudad mesocosmica, es decir, situada entre el macrocosmos del universo y el microcosmos individual, lo vamos a encontrar en todas las civilizaciones y durante buena parte de la historia de la humanidad (Campbell, 2019a: 195). Fue el derribo de las murallas de las ciudades medievales durante la modernidad el que marca la ruptura definitiva del orden cósmico y la aceleración de la desorientación generalizada del ser humano, la desacralización de la naturaleza y la desmitificación del cosmos.
El olvido de los mitos y ritos, acompañado por el arrasamiento del mesocosmos organizado en torno al círculo sagrado o mandala, ha provocado la desvinculación del individuo con el macrocosmos del universo. El centro ya no lo ocupa un rey con poderes ilimitados concedidos por las divinidades celestial. Incluso el dios patriarcal y omnipotente de las religiones del libro que gobernaba los asuntos mundanos sentado en su trono celestial ha sido derrocado.
La muerte de Dios es un fenómeno imparable el hombre actual. Y es posible que fuera un paso necesario e imprescindible para el nacimiento de un nuevo ser humano y una nueva espiritualidad. Para recuperar la orientación que ha supuesto la ruptura del círculo y el derribo del Axis Mundi, debemos irnos más atrás en el tiempo, según nos propuso J.Campbell (2019a), y recuperar el arquetipo de chamán.
Frente al arquetipo del sacerdote, que encarna la figura de un intermediario entre la divinidad y los fieles, el chamán es un ser independiente y dotado del poder de volar como un pájaro al mundo superior o descender como un reno, un toro o un oso al mundo inferior. El chamán, mediante el trance, es capaz de volar entre dos pensamientos o, dicho de otra manera, de separar los dos mares, como hizo Gilgamesh, para alcanzar la flor de la inmortalidad.
Esta flor de oro, según el tratado alquímico chino, del “Secreto de la Flor de Oro”, se encuentra en el centro del ser, de nuestro mandala interior, y podemos hacerla crecer mediante una técnica de meditación. Esto se consigue movilizando el círculo de energía que protege y delimita la flor de oro o luz interior. Con la suficiente perseverancia es posible incrementar el poder de nuestra luz y controlar a nuestra voluntad la potencia del círculo protector para permitir la expansión de la luz y así bucear sin peligro en el reino intermedio o imaginal.
Joseph Campbell explicó de la siguiente manera el proceso que debemos seguir una vez roto el círculo mítico: “cuando se está disolviendo hasta el mismo mandala y sus custodios, lo que se requiere de nosotros, tanto espiritual como corporalmente, está más ligado a la autosuficiencia intrépida del nuestro legado chamánico que a la piedad timorata del sacerdote neolítico.
Quienes jamás osaron ser titanes, sino que se contentaron con ser niños obedientes y seguir fielmente los dictados de Zeus, Yahvé o el Estado, descubren ahora que estos dictados no son inmutables y se transforman con el tiempo. El círculo –el mandala de la verdad-se ha roto, la puerta se ha abierto y podemos zambullirnos en un océano más amplio que el de Colón” (Campbell, 2019a: 239).
Resulta inútil, y hasta producente, intentar reconstruir el círculo según el modelo sacerdotal. En nuestro tiempo cobra más sentido el principio contenido en “El libro de los veinticuatro filósofos” que define a Dios como “un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. El centro ha dejado de ser algo inmutable y exclusivo de un lugar, para regresar al interior de todos y cada uno de los seres humanos. Carl Gustav Jung reconoció que los mandalas no son figuras exclusivas de ordenación del mesocosmos o el macrocosmos, sino que también ordenan y rige la psique humana.
El templo, como han defendido todas las formas de gnosis, es una construcción que ocupa el centro de nuestro mundo de adentro para alojar a la sabiduría o Sophia Aternae. Con su regreso el agua de la vida resurge y la energía del centro vivifica nuestro cuerpo, nuestra alma y el mundo exterior. Esta energía está a la vez afuera y adentro, no hay templo sin contemplación, como escribió Henry Corbin (2003).
El Anima Mundi, otra forma de referirnos a la Sophia Aeterna, envuelve y penetra todas las cosas y es capaz de encontrar su morada en nuestro interior si nuestro corazón está despejado de obstáculos, principalmente los que pone a su paso el miedo y el deseo. Recuperada la centralidad y reinstalado el Axis Mundi, que pasa a apoyarse en nuestro centro interior, podemos redibujar el círculo sagrado y reorientarnos en el espacio circundante. Cuando esto sucede el paisaje vuelve a ser sagrado y cargado de símbolos. Toda recobra un significado perdido que permite vivir en el ansiado mundo intermedio o imaginal.
Fue para mi una gran sorpresa descubrir la perfecta correspondencia del significado esotérico de los cuatro puntos cardinales y del centro con este mágico y mítico paisaje en el que confluyen dos mares y se miran frente a frente dos continentes
En mi anterior obra, “El espíritu de Ceuta”, planteé un primer acercamiento a la descripción del renovado círculo sagrado del Estrecho de Gibraltar y Ceuta (Pérez Rivera, 2019). Fue para mí una gran sorpresa descubrir la perfecta correspondencia del significado esotérico de los cuatro puntos cardinales y del centro con este mágico y mítico paisaje en el que confluyen dos mares y se miran frente a frente dos continentes.
Llegué a la conclusión, por distintos caminos y confirmado por mis hallazgos arqueológicos, que el centro del círculo sagrado que constituye mi paisaje natal y vital lo ocupó un santuario consagrado a Sophia Aeterna. En estos momentos, el templo interior y el exterior están sincronizados, pues en ambas dimensiones siento la presencia de la Virgen del Mundo. En estos días de confinamiento obligado por la pandemia del coronavirus (este texto se escribió en abril de 2020) he experimentado importantes avances en mi proceso de individuación. He comprendido el simbolismo del talismán que encontré en el “centro del Ceuta”.
La diosa no estaba saliendo de un templo, como había lo había interpretado hasta hace unas semanas, sino entrando en mi corazón para alojarse en él de manera definitiva. He comprendido que la fuente del agua de la vida está asociado a mi templo interior y que Sophia Aeterna es su guardiana. Sé también ahora que mi destino está unido a ella y que me reencontraré con su figura en el mundo celestial.
Este mundo es el que estoy construyendo con mi imaginación ahora, aquí en la tierra. El círculo ha pasado a ser una esfera, como la misma tierra, al incluir el cielo y el inframundo. Pienso que la construcción de mi templo y el resurgimiento de la fuente del agua de la vida que contengo puede contribuir a nutrir la tierra y los corazones de las personas más próximas. Gracias a Sophia Aeterna, a la sabiduría que ella me otorga y a su capacidad vivificante, estoy revitilizando a mí mismo y al lugar en el que nací y vivo. Desempeño el papel que el esoterismo islámico atribuye a al-Khidr. Lo que soy es gracias a Sophia. Todo esto lo digo tomando las debidas precauciones para no caer en una perniciosa inflamación egoica. Nada de lo que escribo es mérito mío.
Tengo muy presente lo que escribió Jung en su obra “El Libro Rojo”, que he leído en estos días de confinamiento: “vanidoso es quien cree que sus sentimientos y pensamientos son obra suya”. Sophia (esto lo digo yo) es “la que llena las almas vacías, sólo si éstas quieren extenderse, pero ellas no lo quieren. No sabía que yo soy tu cuenco, vacío sin ti, más desbordante contigo” (Jung, 2019: 235). Cuando Sophia llena el cuenco interior “tu alma se pone verde y su campo produce un fruto maravilloso”.
La palabra es capaz de la renovación de la vida y la fertilización de la naturaleza. “Si dices que el lugar no existe, entonces no existe. Sin embargo, si dices que existe, entonces existe. Nota lo que los antiguos dijeron en la imagen: la palabra es acto de creación. Los antiguos dijeron: al principio fue la palabra.
Contempla esto y reflexiona sobre ello” (Jung, 2019: 235). Los antiguos, según Jung, “vivían sus símbolos, pues el mundo no se les había vuelto real. Por eso iban a la soledad del desierto, para enseñarnos que el lugar del alma es el desierto solitario” (Jung, 2019: 234). Moisés, Gilgamesh, Ulises, Heracles y Alejandro Magno emprendieron el viaje de Oriente a Occidente en búsqueda de la inmortalidad. Gilgamesh ocupa un lugar importante en el “Libro Rojo” de Jung. Ambos coincidieron a mitad de camino, “en el límite que separa la mañana y la noche”, es decir, en la confluencia de los dos mares.
Mientras que Jung se dirigía a Oriente para encontrar lo que le faltaba, Gilgamesh (Izdubar en el relato de Jung), “es un ciego e inmortal que camina añorante hacia el sol del ocaso, que quiere dividir el océano hasta el fondo para descender a la fuente de la vida” (Jung, 2019: 234). Este propósito de Gilgamesh recuerda mucho a la apertura de Moisés de las aguas para que el pueblo elegido pudiera escapar de Egipto. Su bastón fue el responsable del surgimiento de las doce fuentes al cruzar el Jordán. Occidente es un espacio geográfico real y simbólico.
Es un lugar de muerte y de tinieblas, pero también es el sitio en el que se sitúa los frutos o las aguas milagrosas que permiten la resurrección del sol y con él de la vida. El gran sueño del ser humano ha consistido en lograr la inmortalidad y algunos creían que la ciencia y la tecnología iban a lograrlo en un futuro no muy lejano, pero la crisis ambiental, económica y social, y ahora sanitaria, provocada por la fe ciega del “Homo tecnologicus”, con aspiraciones a “Homo Deus”, ha frustrado este sueño. Ni la ingenuidad de Gilgamesh ni la ciencia que representa el propio Jung en el “Libro Rojo” han conseguido su propósito inicial. Los dos se sientan ante un fuego para calentarse y llegan a la conclusión de que “tú (el yo de Jung) tienes que hacer solo la mitad del camino.
La otra mitad la hace él (Gilgamesh). Si vas más allá de él, caes en la ceguera. Si él va más allá de ti, cae en la parálisis”. Las palabras de Jung que hacen ver a Gilgamesh que la inmortalidad es una quimera pueden compararse a la cabeza de Medusa que convierten en piedra al titán Atlante. De hecho, si observamos la figura de “Libro Rojo” que ilustra el encuentro de Jung y Gilgamesh, se asemeja al Estrecho de Gibraltar y la imagen del héroe oriental tumbado es muy parecida al Yebel Musa. Incluso la posición de sus pies indica que el cuerpo de Gilgamesh antes ocupaba el espacio que la columna que sostiene el cielo. Un indicio más de que el mítico encuentro entre Jung y Gilgamesh aconteció en el Estrecho de Gibraltar.
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