Llegué a Granada y el estrecho me pareció una alfombra de agua inmóvil que te invitaba a andar sobre la superficie. Me di cuenta que había llegado a Algeciras al percatarme que a mi alrededor no habían pasajeros aunque los gritos jaleados por un grupo de ciclistas y las charlas de voces sin rostro de amigos que comenzaban sus vacaciones, no interrumpieron mi mirada al inmenso azul. Las voces de los viajeros estaban adornadas con la euforia por el comienzo de las vacaciones.
Al llegar a la estación marítima el café de la península me despertó a la realidad. El camarero me terminó de espabilar: ¿Sacarina o café?
Salí del puerto con caminata lenta. Había quedado con el conductor en la estatua de Paco de Lucía; era un lugar de encuentro habitual de los usuarios de Blabla car.
Mi destino era Manolo Aranda: Manolo Aranda compañero, Manolo Aranda amigo, el Manolo Aranda que me llevó a su casa cuando una depresión sin precedentes me descendió a los infiernos para hablar con mis diablos. No pude convencerles de que fueran buenos y me encerraron en el abismo más profundo, en una nada viscosa. Soñaba que estaba soñando para liberarme de mí mismo, para que las parcas vinieran a desatarme. El conductor era un joven policía nacional destinado en Ceuta y mantuvimos una conversación sobre su trabajo y sus proyectos. Esta forma de viajar compartiendo coche abre la brecha de mostrarse cómo es cada uno pues sería mucha casualidad volver a coincidir en otro viaje
Un taxi, mirando su GPS, finalizó mi trayecto en la Zubia, calleCanario. Allí estaban. Enriqueta, su cuidadora, era de Santo Domingo pero su castellano, tan diferente al nuestro, provocaba que me entendiera a trompicones.
Es uno oficio duro y mal pagado el de cuidar ancianos, especialmente a ancianos con problemas referentes a la enfermedades cognitivas.
Allí estaba a la altura del nombre de su casa “Axila”, un pueblo del Marruecos que conoció para llevarlo por siempre en sus entrañas. Había trabajado allí como profesor de Inglés, sus hijos también nacieron en Marruecos.
El carácter jovial y bonachón del señor Aranda, que así se apellidaba, tenía una habilidad perfecta para relacionarse con cualquier tipo de seres humanos. Lo saludaban por la medina, en los zocos, bakalitos, el Sastre, la barbería, la panadería. Su bondad era tal que solía ayudar a personas que vivían la pobreza con una dignidad que costaba entender con la mentalidad occidental.
Estando en Granada en un tribunal de selectividad , me comunicaron que Manolo había sufrido un accidente cerebrovascular, un ictus.
Me cuesta digerir este tipo de hechos; paso de la rabia al dolor y del dolor a ponerme manos a la obra intentando racionalizar el nuevo camino.
Fueron meses de incertidumbre: hospitales, traslados, terapias y el no saber cómo acabaría su salud golpeada por rayo incesante.
Mi compañero va perdiendo la memoria, viaja sin mapas o inventándolos, se rodea de familiares ya enterrados, de hijos imaginados, de lugares que fueron su hogar
Su tristeza, su alegría y su miedo se dibujan en unas pupilas que no logran prestar atención.
Paseamos las calles de Granada y, en compañía de unos churros con chocolate, le enseño fotos de Ceuta, colegas de profesión, el Cristo del Puente al que rezaba desde una creencia convencida. Nuestro perro, Niebla, ya no aparecía en sus recuerdos.
Difuminar el yo, la conciencia, no reconocer tu rostro en un espejo ni saber de quién es esa mano que te acaricia o esos labios que te hablan y besan. Marcharse en la niebla, evaporarse en el viento, sumergirse en la noche más oscura, evaporarse...
Y ahí, abocados a la resignación, se irán haciendo invisibles aunque los rodearemos con nuestros brazos para regresarlos.
Estarán, serán y, aunque no estén ni sean, vivirán en nosotros.