Opinión

Regadíos en tiempos de sequía

Acabo de leer un magnífico artículo de Antonio Muñoz Molina en el País titulado “La corrupción tranquila”. Aunque se refiere al clientelismo y a las zonas de sombra administrativa que le son tan propicias, comienza relatando las cosas urgentes que hay actualmente como las guerras de Gaza y Ucrania, o las negociaciones para la investidura, que no nos dejan tiempo para reflexionar sobre el cambio climático y los récords escalofriantes de temperaturas que produce, lluvias torrenciales o las continuas inversiones en combustibles fósiles por parte de aquellos países que teóricamente se han comprometido a ponerles un límite.
Kate Marvel, científica del clima en la Universidad de Columbia y en la NASA, en un artículo titulado “Sequías e inundaciones”, nos explica que, en general, la Tierra no fabrica su propia agua, pues simplemente administra y transforma la gran cantidad que le llegó procedente del espacio, cuando se formó. Es decir, el agua, ni se crea ni se destruye, simplemente cambia de estado, hasta que el equilibrio hace cambiar todo. Cuando aumenta la temperatura, el mundo suda más, nos explica. El aire exige agua de la superficie, que cede su humedad al sediento cielo. Los océanos pueden gestionar sin problemas el aumento de la demanda. Pero en la tierra, el agua se almacena en el suelo como en una esponja. En un planeta más cálido, cuando llueve, cae un aguacero, sufrirá sequías, pero también inundaciones. Son la señal de la injerencia humana.
Pequeñas cantidades de dióxido de carbono (CO2) y de vapor de agua, o trazas de ozono, metano, óxido nitroso, hidrocarburos clorofluorados y otros gases de la troposfera “juegan un papel importante en la determinación de las temperaturas medias de la Tierra y de sus climas”. Estos gases, conocidos como gases de efecto invernadero actúan igual que los paneles de cristal de un invernadero, dejando pasar a través de la troposfera la luz, la radiación infrarroja y parte de la radiación ultravioleta del sol. Esto es el efecto invernadero. De todos, el dióxido de carbono (CO2) es el gas de efecto invernadero más importante producido por las actividades humanas, al ser el responsable del 50-60% del calentamiento global.
La organización ecologista Greenpeace publicó meses atrás un magnífico trabajo titulado “No hay agua para tanto regadío”. Nos dicen que el estrés hídrico que se padece en muchas zonas de España es consecuencia del cambio climático, pero también de los regadíos descontrolados, los pozos ilegales o el urbanismo desmedido. Hasta el 75% del territorio español está en peligro de desertificación.
Según este estudio, la procedencia del agua utilizada en España es de aguas superficiales en un 71,5% y de aguas subterráneas en un 12,1%. El resto procede de agua de trasvases (2,5%); aguas desalinizadas (1,7%) y aguas de reutilización (1,1%). Respecto a su uso, un 78% es agropecuario; un 17% para abastecimiento; un 4% para uso industrial y un 1% para otros usos.
Continúan explicando que pese a que dos terceras partes de nuestro territorio se encuentra en zonas áridas, semiáridas y subhúmedas, no dejamos de ampliar los regadíos intensivos e industriales. De hecho, la mayoría de nuestros campos se dedican a la agricultura intensiva, que es un modelo poco sostenible, mucho menos en un contexto de emergencia climática. En los últimos 17 años, la superficie de regadío se ha incrementado en un 14%. Nuevos tipos de cultivo, como frutas tropicales donde antes había frutales no cítricos, o plantaciones de olivos apiñados, con una producción mayor por el uso del agua, en sustitución de olivares de secano; son algunas de las causas de lo anterior.
Aunque en 2022 se ha aprobado por el Ministerio de Transición Ecológica la Estrategia Nacional de Lucha contra la Desertificación (ENLD), la solución, a juicio de esta organización va mas allá y piden una gestión más responsable del agua, para garantizar el abastecimiento a las poblaciones, los caudales ecológicos y otros usos prioritarios. Y esto implica reducir la superficie de regadíos y no solo su modernización, pues está demostrado que las nuevas tecnologías en la agricultura consiguen reducir el consumo de agua en los regadíos, pero, paradójicamente, también implica un incremento de la demanda de agua. Es lo que se llama la paradoja de Jevons, pues a medida que se incrementa la eficiencia en el uso del agua, también aumenta su consumo dado que la percepción generalizada es que hay abundancia.
Ante esta situación, es urgente que nos pongamos todos manos a la obra y hagamos un uso racional del agua, pues su escasez atraerá nuestros más profundos sentimientos atávicos y provocará innecesarios enfrentamientos entre personas. Para ello nada más útil que escuchar las voces de aquellos agricultores comprometidos, que apuestan por la agroecología, por cambiar los hábitos de consumo, por gestionar los excedentes y por fomentar la agricultura local, cultivando variedades tradicionales, mejor adaptadas a las tierras secas. Este es el camino.

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