En esta ocasión me refiero a aquella afirmación que, de manera categórica, repetía mi profesor de Filosofía, José María Barreiros: “La cara no es el espejo del alma, es… el alma”. Entonces era comprensible que, a algunos de sus alumnos, esta frase les sonara como una ingeniosa manera de sorprendernos o, incluso, como una atrevida tesis materialista. En mi opinión, sin embargo, explica, de manera profunda y clara, la belleza que ilumina los rostros cuando refleja la luz que nace en lo más profundo de nuestras entrañas corporales y espirituales, cuando es la manifestación de una semilla que nuestros padres y abuelos sembraron antes de que hubiéramos nacido, cuando florecen esos gérmenes donde están localizados los tesoros humanos -los más valiosos- que no pueden ser devaluados por el desgaste de la rutina, por el deterioro de las enfermedades ni, siquiera, por la decadencia de la senectud.
Es ahí, en la hondura de nuestras conciencias, donde cultivamos los imprescindibles cambios, nuestras “reconversiones” en nuestras maneras de sentir, de pensar, de amar y de relacionarnos con los demás. Es ahí donde, labradas pacientemente, crecen silenciosamente, lastradas con un sol secreto, nuestras aspiraciones más valiosas. Es ahí donde reside, efectivamente, esa belleza que, a cualquier edad, está construida de paciencia, de confianza, de humilde servicio y de esas vivencias que transfiguran las arrugas que, en vez de señales de declive o de muerte, son expresiones de una crisálida que se abre: son larvas que, aparentemente inactivas, siguen iluminando nuestras vidas.
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