A veces, se abre una pequeña rendija en el muro de densa niebla que nos distancia del futuro, y se cuela un rayo de esperanza. Débil. Imposible saber si efímero. Pero sumamente gratificante, porque auspicia la reconciliación con algunas convicciones que parecían haberse instalado definitivamente en la utopía.
No es fácil resistir psicológicamente frente a la persistente y contumaz decepción. La frustración es un monstruo sibilino, pero implacable, capaz de aniquilar la voluntad por fuerte que ésta sea. Este sentimiento embarga con frecuencia a quienes estamos implicados y comprometidos en la lucha por la construcción de la Ceuta de este siglo. Absolutamente convencidos de que sólo será posible desde la interculturalidad. Los continuos reveses, en infinidad de multiformes hechos cotidianos, insisten en dar cuerpo a la terrible idea exterminadora: “es imposible”. Por eso, cualquier hecho que suponga un reforzamiento cierto de que “si, se puede”, es percibido con enorme entusiasmo como una impagable renovación de energía positiva. Este es el caso de la decisión adoptada por la Asamblea de luchar para que las familias musulmanas, que así lo estimen conveniente, puedan recuperar sus apellidos originales.
No existe unanimidad sobre la causa de esta aberración. Unos (los más benévolos) apuntan a razones de tipo técnico. Otros, a una directriz política que pretendía marcar diferencias con la procedencia marroquí de muchos musulmanes ceutíes. Lo cierto es que el proceso de regularización administrativa que se llevó a cabo en los años ochenta, por el que se reconocieron los derechos políticos a ciudadanos ceutíes de origen musulmán, conllevó la renuncia a sus apellidos, que fueron sustituidos por los nombres propios de sus ascendientes paternos. De esta manera se estaba mutilando una de las señas de identidad más significativas de una persona: el reconocerse como miembro de una familia concebida desde su dimensión intergeneracional. Un duro golpe (bajo) a la autoestima de los afectados. Además de algo bastante absurdo. Son miles de personas las que tienen como apellidos nombres propios. Más estridente es, aún, en el caso de las mujeres cuyo apellido es un nombre propio masculino. Y así hemos crecido. Sin que nadie se cuestionara esta circunstancia, más allá del manido tópico de que “todos los musulmanes de llaman igual”. La fuerza de la costumbre. Resulta sorprendente que nadie haya pensado hasta ahora en la necesidad de reparar esta brutal injusticia colectiva, como requisito indispensable para avanzar en la cohesión social que tanto se propugna. Esta es otra de las muchas razones que explican el tributo que esta Ciudad rendirá en el futuro a Mohamed Alí por su decisivo papel histórico. A él corresponde la autoría de esta iniciativa.
No resultará fácil porque la solución definitiva está en el ámbito competencial del Gobierno de la Nación (debe modificar un reglamento vigente desde mil novecientos cincuenta y ocho); pero el acuerdo unánime del Pleno de la Asamblea, y el compromiso que ello supone, es un paso de vital importancia. La incuestionable justicia de esta causa debe ser argumento más que suficiente para persuadir al Gobierno de turno (sea el que fuere).
Pero lo más valioso de este acuerdo no es la unanimidad entre los partidos políticos, que es relativamente fácil de conseguir por aquello del cinismo institucionalizado bajo el epígrafe de “lo políticamente correcto”. Lo realmente importante es su excelente acogida social. Dejando al margen a los irredentos “racistas de guardia”, que no desperdician la menor oportunidad de exhibir su odio enfermizo y su proverbial ignorancia, una mayoría muy amplia de la opinión se ha mostrado muy favorable a secundar esta legítima lucha. Cuando estas cosas pasan, nos emocionamos.
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