Comienzo este artículo con las palabras que escribiera el poeta Antonio Machado «Todo pasa, todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar…». Nunca mejor aplicado este texto al recuerdo de un sacerdote, a la obra de un “cura” como familiarmente les conocemos, donde “lo suyo es pasar” de un lado a otro, cambiando constantemente de destino, con las maletas “siempre prestas, siempre acuestas”, porque su opción en la vida ha sido la de “servir” a Dios, y al hombre, a nosotros, y como decía la Madre Teresa de Calcuta: «el que no vive para servir no sirve para vivir».
Algunos sacerdotes que pasaron por las parroquias de nuestra ciudad son recordados con mucho cariño. Fueron auténticos misioneros de Cristo Resucitado, blancos mensajeros de la PAZ que han marcado un antes y un después en nuestro legado cristiano. No es necesario que diga los nombres de todos ellos, porque anidan en nuestras mentes y sobre todo en nuestros corazones. Son como aquellas golondrinas de Becquer que ocuparon nuestros nidos, y tocaron nuestras almas con sus alas al pasar, son aquellas que marcharon para siempre, con parte de nuestra vida al recordar, son aquellas que aprendieron nuestros nombres... Pero esas… ¡Nunca volverán!
Escribo con la pluma varada en la melancolía de los recuerdos y en unas grises hojas del otoño caídas del árbol de una irreversible resignación. Son las dos metáforas más apropiadas para evocar las huellas indelebles que un sacerdote dejó en nuestra ciudad. Por tanto, estas palabras solo son un sincero, discreto y justo homenaje a una de esas golondrinas que marcharon de Ceuta, una de esas blancas palomas portadoras del Espíritu Santo, uno de esos buenos labradores que cuidaron y sembraron al caminar su mejor grano, su especial semilla de amor y caridad en nuestros huertos bañados por el mar. Se fueron esos grandes heraldos de la bondad de la palabra de Dios que trabajaron con sus propias manos no sólo en nuestros fértiles valles, sino en todos los terrenos espirituales de nuestra ciudad. Sus principales herramientas de labranza fueron, su bondad, simpatía, cordialidad, humildad, empatía, su saber estar, y sobre todo su sincero cariño y amor al prójimo. Con el paso del tiempo estas preciadas semillas de trigo crecieron con fuerza dando hermosas espigas verdes, que luego soleadas por la luz celestial, nacieron hermosos frutos dorados que ellos recogen con cariño y esmero cada vez que visitan nuestra ciudad.
El pasado sábado 5 de noviembre, tuvo lugar la entrañable e inolvidable ceremonia de toma de posesión sacerdotal de mi amigo Pedro Durán en la parroquia de Nuestra Señora de la Luz en Algeciras. Me impresionó esa misa multitudinaria de bienvenida, cuando muchos feligreses, cristianos obreros, y unas almas adolescentes ansiosas de verdades, de amor y coherencia con el medio ambiente, estudiantes del grupo Movimiento Scout Católico IMPEESA, le daban el pañuelo, símbolo de su grupo. La nueva comunidad parroquial lo decía todo, desde su más profundo silencio hasta su comunión gozosa resplandeciente, pasando por el más sentido aplauso. ¡Qué emoción cuando el obispo le hizo entrega de las llaves de la iglesia y de su sagrario! ¡Qué palabras de Pedro tan sentidas, emotivas, y sinceras exaltando su compromiso con la nueva parroquia! ¡Qué alegría oír de nuevo su voz desde el altar! ¡Qué detalle cuando agradeció públicamente la presencia de Ceuta, citando nuestros nombres uno a uno! ¡Qué recuerdos saltaron de mi memoria! A Pedro le queda ahora una nueva tarea pastoral en un joven barrio obrero cristiano con signos proféticos testimoniales y de fiel compromiso. Pedro iluminará con su luz evangelizadora las modernas aulas y salones de las instalaciones parroquiales anexas a la iglesia. Pedro mostrará el entusiasmo compartido de sus proyectos pastorales con su compañero, el Padre Paco, su antecesor parroquial. Evolucionará y madurará su labor sacerdotal en libertad y responsabilidad en una parroquia sencilla, comprometida y desprendida como es Nuestra Señora de la Luz. Y siempre llevará en la memoria y en el corazón a todos sus amigos, entre los cuales me considero. El pasado sábado Pedro comenzó un nuevo curso parroquial, y hoy le digo desde aquí, al otro lado del estrecho, pero más cerca que nunca, la frase de San Juan de la Cruz: «Al final de la vida nos examinarán del amor». Así es y así lo ha demostrado y lo sigue demostrando en todos sus destinos, siempre entre nosotros, con matrícula de honor. El Señor sigue siendo grande con él, y a pesar de la añoranza, todos estamos contentos. Su fidelidad y entrega como sacerdote ha crecido en los últimos años, aún todavía más, ante los ojos empañados de lágrimas en su reciente despedida de Tarifa, donde también le echaran de menos.
A Pedro le toca ahora continuar en su camino de esperanza, sembrando esas semillas de amor que ha dejado y sigue dejando entre nosotros y en sus nuevos surcos de labranza. Nunca quiso protagonismos estériles, ni vanas alabanzas, sólo esperaba de su trabajo incondicional lo que describe San Pablo en su carta a los Corintios: «Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento» (I Corintios 3:7). Esta constante opción de lealtad y compromiso con el Evangelio de Jesús le ha convertido en un cristiano responsable con las "cosas de Dios" y en un sacerdote profundamente humano con "las cosas del hombre". En él no existen dualismos dogmáticos, ni apetencias jerárquicas, amando a todo ser humano sin distinciones ideológicas, sociales o religiosas. Cuando estuvo en Ceuta, la comunión de su sacerdocio fue igual para todos. ¡Qué hermosa lección de tolerancia cristiana nos dio en esos años! ¡Qué ejemplo de espiritualidad sacerdotal en su aceptación plena y gozosa de los destinos del Señor! ¡¿Cuántos sacerdotes como él necesita el mundo de hoy y la Iglesia del mañana?! Se fue, pero ahora lo volvemos a tener muy cerca, en Algeciras, para quien lo quiera encontrar. Su laboreo en Ceuta hace tiempo que terminó, pero las semillas que sembrará en el antiguo cortijo Vides de Algeciras, con la fuerza del Altísimo, crecerán frondosas como en las huertas de la luz de Tarifa, como en los valles de Ceuta, y darán sin duda los frutos deseados.
Efectivamente, durante los 12 años que estuvo en nuestra ciudad, Pedro fue un párroco casi omnipresente, que tuvo la virtud de poder llegar a “estar en misa y repicando”, es decir, predicando la palabra de Dios y dando al mismo tiempo el pan al necesitado. Fue un valiente pastor, que preocupado siempre por el rebaño, fue capaz de dejarlo todo para buscar a esa oveja perdida que necesitaba puntualmente su ayuda. Sin menoscabo de su ministerio sacerdotal, cuidó de su amigo Fernando, maltratado por la vida que él recogió y cuidó hasta su muerte, con el amor de Dios, como un hijo cuida a un padre, un auténtico ejemplo vivo de caridad y misericordia. Fue un auténtico misionero que evitó la reducción del cristianismo a la abstracción de un sistema doctrinal autárquico, de carácter contemplativo, y apostó por potenciar la vida cristiana como una forma activa, singular, genuina y profética de habitar en el mundo como auténtico testigo y mensajero de la fe en Cristo resucitado. Pedro supo trasmitir la importancia de la fe a creyentes y no creyentes, a practicantes y no practicantes, pero no como dogma, doctrina irrefutable o decreto ley, sino como estilo, sentido y conducta de vida en el seguimiento de Cristo, basado siempre en los valores evangélicos de la bondad, la caridad, la misericordia, la esperanza, la ternura y el perdón. Facilitó esa fe, sin controlarla ni fiscalizarla.
En Ceuta no tenía apenas tiempo para él, pues dedicaba toda su energía a los fieles, sin caer en la burocracia de la institución. Como sacerdote cuidaba, mimaba y abrazaba a los más necesitados, con los que compartía su inmensa riqueza espiritual, les hablaba con el corazón en la mano, y siempre a la altura espacial y temporal del pueblo llano. Tenía la cualidad de saber predicar mientras hablaba, y hablar mientras predicaba. Pedro nos miraba siempre a la cara, a la altura de los ojos, nos saludaba con naturalidad, esbozando siempre esa sonrisa tierna, afable, sincera y contagiosa. Fue siempre amigo de sus amigos, y me consta que conserva aún en su agenda los teléfonos de sus antiguos feligreses, aunque algunos de ellos lo hayan “olvidado”.
Pedro dedicaba su tiempo libre a visitar a los enfermos e impedidos, a combatir la miseria humana, y con su actitud y estilo de vida, sentía y pregonaba la ternura de Dios, su misericordia, su esperanza y su infinito amor. Pedro era en Ceuta un cura cercano al pueblo, sin rígidas fronteras existenciales y dogmáticas, que nunca cayó en la fácil rutina de la placentera vida burguesa contemplativa, del cómodo funcionariado, y del “vuelva usted mañana”. Como Juan XXIII, Pedro era un sencillo cura de pueblo, que nos conocía perfectamente a todos, potenciando nuestras virtudes y comprendiendo nuestros defectos. Era capaz de compartir con toda su comunidad parroquial sus alegrías, sus tristezas, sus miedos, sus incertidumbres, sus proyectos y esperanzas, y sobre todo sus decisiones, con frecuencia consensuadas con sus feligreses. Como director espiritual de las cofradías de su parroquia, Pedro supo comprender sus necesidades, integrándolas como miembros anatómicos y fisiológicos del cuerpo humano de la Iglesia de Ceuta. Nunca fueron tratadas con desprecio, menoscabo, y mucho menos como simples instrumentos inertes, fáciles de manipular y dirigir a su antojo y forma. Aunque a veces impetuoso, Pedro fue siempre comedido y respetuoso al cuidar tanto las formas como el fondo de sus palabras y de sus actos.
Como todos los mortales, Pedro no era perfecto, pero no ocultaba sus errores ni los justificaba. No actuaba nunca con maldad, y no tuvo reparo ni miedo de confesar públicamente sus pecados. Sabía pedir perdón a tiempo con sinceridad y arrepentimiento. Como decía Richardson: «La marca de un santo no es la perfección, sino la consagración. Un santo no es un hombre sin faltas, es un hombre que se ha dado sin reservas a Dios». Pedro fue un cura en Ceuta que consagró su vida a Dios solo por vocación y llamada divina, y no por conveniencia propia. Nunca utilizó a la Iglesia como plataforma de ascenso jerárquico, magnificencia social ni como medio asegurado de supervivencia económica. Pedro utilizó siempre la palabra y los hechos como instrumentos para llegar al corazón de sus feligreses. Hombre de trato fácil y asequible, de diálogo cómodo, fraterno, bidireccional, sin condiciones y, sobre todo, sin imposiciones ni restricciones.
Nunca tuvo escrúpulos para mezclarse con la gente humilde, o de otras religiones, que lo adoraban. Nunca predicó desde el vértigo del púlpito, siempre bajó del recinto sacro y se mezcló con sus ovejas, hablando con ellas y como ellas, interesándose por sus problemas cotidianos; abrazando y dejándose abrazar por sus feligreses, interactuando dinámicamente con todos ellos en cuerpo y alma, sin distinciones ni clasismos sociales, morales o espirituales. En efecto, algunos podrían definir a Pedro como un cura de corazón alegre y “alma de niño”, que supo atraer y mantener a la juventud en su parroquia, inyectando “savia nueva” en las añejas y vetustas maderas que crujen en el vacío del silencio de los bancos de la iglesia. Como decía el Papa Francisco: «No quiero sacerdotes tristes y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, que terminan por ser un intermediario o un gestor y que no se juegan la piel ni el corazón, busco pastores con olor a ovejas, pastores que estén en medio de su rebaño, y auténticos pescadores de hombres, curas que salgan a la periferia, donde hay sufrimiento, sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones».
El templo espiritual del Padre Pedro en Ceuta se sostenía por dos recias columnas: la humildad y la bondad. Pero una humildad que no solo se predicaba, sino que además se enseñaba y se contagiaba. Una bondad que no se crea ni se destruye, tan solo se transmitía de una persona a otra. Porque, como decía Mark Twain, «la bondad es el idioma que el sordo oye y el ciego ve». Pedro practicó en nuestra ciudad una caridad tan desbordante que rebosaba siempre por encima de su sotana, esa caridad humana sin límite con la que creó un clima de cariño, serenidad, cordialidad y confianza entre sus feligreses. Pedro instauró un nuevo estilo canónico parroquial, el suyo propio, con una oferta pastoral que confortó y consoló a todos los fieles, haciéndolos sentir como auténticas piedras vivas paulinas de nuestro templo, animando siempre a participar en la edificación continua de nuestra Iglesia, haciéndonos sentir a todos los cristianos orgullosos de serlo.
Dicen que «el hábito no hace al monje, tan sólo lo distingue y le da personalidad». A pesar de ser canónigo, Pedro no necesitaba del roquete de mangas estrechas, ni del fúlgido resplandor de las casullas bordadas para hacerse respetar. No fue en Ceuta un cura al estilo antiguo, de permanentes uniformes oficiales, de perennes alzacuellos blancos y sotanas negras de carácter disuasorio o intimidatorio, sino un paterno, sincero y atractivo magisterio de la caridad y de la empatía, catedrático de la semántica popular y de la retórica esencial cristiana y humana que todo el mundo percibía, entendía, compartía y aplaudía.
En definitiva, Pedro Durán, fue en Ceuta, un sencillo y humilde cura de pueblo, un auténtico heraldo rural de la palabra de Dios, pero sobre todo una gran persona, con un alma terrenal que desbordaba humanidad por los cuatro costados. Que Dios le bendiga y le siga ayudando en su nuevo destino parroquial en la ciudad hermana de Algeciras, como ya lo hizo en Tarifa. Que Dios acompañe siempre a Pedro y a otros sacerdotes que quedaron atrás en nuestro camino, a aquellos que siempre cuidaron con humildad, cariño y lealtad, las semillas de su trigo parroquial. «Bienaventurados los humildes de corazón porque solo ellos heredaran la tierra» (Mt 5:5), incluidos nuestros montes y sobre todo nuestros fértiles valles. Y adaptando los versos de aquel que fue como yo su testigo, de aquellas golondrinas que nunca volverán, y como le dijo la rosa al trigo, os digo para terminar:
«Volverán del amor en nuestros oídos / sus palabras ardientes a sonar; / nuestro corazón abierto en vilo, / de su profundo sueño tal vez despertará; / pero mudo, absorto y de rodillas, / como se adora a Dios ante su altar, / como yo ellos nos quisieron; / desengáñate amigo, / nadie nos amará…».
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