Opinión

Reconstruyendo el mito

eber ser la edad, pero uno empieza a estar harto de luchar contra molinos de viento. Las administraciones se han convertido en estamentos insensibles, carentes de ideas y con una nula capacidad de iniciativa. Se supone que las instituciones democráticas tendrían que ser las principales valedoras de la ética y de la defensa de los bienes comunes. Sin embargo, llevamos mucho tiempo siendo testigos de un divorcio irreconciliable entre la ética y la política. Muchos nos sentimos impotentes ante la usurpación por unos pocos de nuestro bien común: la tierra. El individualismo y el egoísmo son la antítesis del amor al patrimonio natural y cultural heredado. Los grandes grupos de poder desoyen las voces de los científicos y ciudadanos que reclaman un cambio de orientación de la economía. Lo hemos comprobado en la última cumbre del Clima celebrada en Madrid. El ambiente general tras la clausura del encuentro fue de decepción y desesperanza. Poco les importa el futuro del planeta a aquellos cuyo único propósito es el enriquecimiento y la acaparación de dinero y poder.
Si la sensación que nos deja la política en el paladar es amarga no es menos desagradable el sabor de la ciencia y la cultura. La dispersión del conocimiento y la excesiva especialización hace imposible acercarse a una verdad integrada y sintética. La causa principal de ambos fenómenos la encontramos en el actual enfoque de la educación primaria, secundaria y universitaria. Ya no se trata de formar personas virtuosas, equilibradas y plenas, sino de suministrar piezas sustituibles a la maquinaría económica. El diseño de esta máquina se ha ido mejorando con el único fin de hacerlo más eficiente, lo que se traduce en una progresiva desaparición del trabajo. Los únicos puestos laborales que se mantienen son los que interesan al complejo del poder, es decir, aquellos que nos hacen más dependientes de la megamáquina tecnoburocrática. Cada vez hay más personas que son consideradas inservibles para el pentágono del poder y que pasan a engrosar el incontable grupo de los marginados sociales. Si el sistema formara a ciudadanos capaces de pensar y actuar de manera independiente haría mucho tiempo que el vigente modelo económico y social habría saltado por los aires.
Comentaba Lewis Mumford en la introducción de su libro “la condición del hombre”, que la función principal del trabajo es proveer al ser humano de un medio de vida, no con el fin de ampliar su capacidad de consumo, sino de liberar su capacidad de crear. Para ello contamos los humanos con grandes invenciones: los símbolos y el lenguaje. Gracias a ambos, nuestra especie ha avanzado en su proceso de humanización. Esta evolución no hubiera sido posible sin la capacidad que tenemos de transformar la experiencia en símbolos y los símbolos en experiencias vitales. Toda nuestra mitología, nuestra poesía, nuestro arte, nuestra cultura y nuestras creencias religiosas han sido creadas a partir de símbolos comunes que han dado significado y valor a la existencia humana. Por desgracia, vivimos en un tiempo en el que se ha impuesto la ignorancia, la insensibilidad y la falta de dominio del lenguaje de los símbolos significativos de la propia cultura.
Es verdad que no podemos huir de lo que Carl Gustav denominó, en su misteriosa obra “El Libro Rojo”, el espíritu de nuestro tiempo, pero ello no debería impedirnos atrevernos a escuchar la voz del espíritu de la profundidad. Si bien la sociedad nos da el calor que necesitamos para no sentirnos desamparados ante las incertidumbres inherentes a la existencia, debemos equilibrar la innata tendencia a disolvernos en el grupo con un continuado esfuerzo en el autoconocimiento y el autodesarrollo personal. El camino que lleva al reencuentro con el alma comienza con la toma de conciencia sobre la compleja geografía del mundo interior. Por suerte, los que vivimos en Ceuta podemos entender con más facilidad el mapa de la psique gracias a la sorprendente analogía entre la geografía del alma y la del Estrecho de Gibraltar. Además de ser un punto de encuentro entre dos mares y dos continentes, podemos reconocer, en nuestro entorno geográfico, una perfecta metáfora del mundo imaginal o intermedio.
No debería de extrañarnos que Dante citara a Ceuta cuando se dirigía al comienzo de su peregrinación por los círculos de los infiernos y su posterior ascenso al purgatorio y al paraíso. No muy lejos de nuestra ciudad localizaban en la antigüedad las puertas del Hades, que se abrían cada noche para recibir el carro solar conducido por Apolo. Todo ascenso espiritual tiene que venir precedido por un descenso a la profundidad de nuestro ser. Si bien Dante contó con la compañía de Virgilio en su viaje al infierno, en la mayoría de las ocasiones nos enfrentamos a la soledad del desierto. En este tiempo de introspección estamos llamados a asumir todos aquellos aspectos de nuestra personalidad que más nos cuesta asumir y reconocer como propios. Tanto el bien como el mal, tanto la verdad como la mentira, tanto la belleza como la fealdad, son intrínsecas al ser humano. Somos seres ambiguos que debemos aspirar a la conjunción o integración de los opuestos. Y aquí, una vez más, podemos reconocer, en la confluencia de los dos mares que se mezclan en las aguas del Estrecho, una metáfora del “Mysterium Coniunctionis”.
Reconociéndonos una combinación del arquetipo del diablo y del santo tenemos que ir más allá para reconciliar la espiritualidad de Oriente con la materialidad y la ciencia de Occidente. Entre tanto, hemos de abrirnos a la realidad de lo numinoso y de la magia. En el contexto de la historia espiritual de Occidente, la magia acoge en su seno una parte importante del paganismo no asumido en nuestro ámbito cultural. Si queremos avanzar hacia una consciencia más integral y holística no queda más remedio que asumir y reconocer las aportaciones de las estructuras de consciencia arcaica, mágica, mítica y mental.
Ceuta es tierra de magia y de mitos. Hasta aquí llegaron muchos héroes buscando las aguas o los frutos capaces de otorgar la inmortalidad o la eterna juventud. Gilgamesh, Ulises, Moisés o Alejandro Magno, todos ellos encarnaciones míticas del arquetipo del héroe, vinieron hasta el extremo de Occidente para lograr la anhelada inmortalidad. Todos ellos fallaron en su propósito último, pero ninguno se fue con las manos vacías de este lugar. Aprendieron el valor de la tenacidad y la paciencia. La vida no deja de ser una peregrinación por un camino más o menos complejo en el que tienes que sortear obstáculos y asumir que nada se obtiene si no va precedido de esfuerzo, decisión y valentía. Quizás la mayor muestra de valor sea enfrentamos a nuestro lado oscuro y asumir que tanto el bien como el mal forman parte de la condición humana. Esta comprensión de lo que somos no tiene porqué hundirnos en la desesperanza o la melancolía. Por el contrario, debe animarnos a integrar las parejas de contrarios que pugnan en nuestro interior buscando un plano más elevado en el que pueden convivir sin anularse. De esta labor pueden surgir expresiones artísticas profundas y al mismo elevadas.
Enlazando estas últimas reflexiones con el comienzo de este artículo, el cansancio acumulado por tantos años de luchar contra molinos de viento es inversamente proporcional a la ilusión por seguir conversando con el espíritu de las profundidades. Mi autodescubrimiento corre paralelo al desvelamiento del espíritu de Ceuta, o al menos a mi particular visión de la realidad de este lugar. Con mayor o menor acierto, estoy recuperando mi propio mito y escribiendo mi propia historia simbólica. Sigo circunvalando en espiral la geografía ceutí para acercarme poco a poco a su centro, que coincide con el mío. Cada uno de nosotros contamos con nuestro propio centro o sí mismo y el camino que nos lleva a él es diferente para cada uno. He dejado de pretender cambiar lo que me rodea, para concentrarme en lo único que tengo posibilidades reales de cambiar: yo mismo. Igual de esta forma contribuyo a cambiar el mundo.

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