La democracia está en fase de descomposición. Será un proceso lento, pero inexorable. Los principios sobre los que se sostiene teóricamente están devaluados, desprestigiaos o, sencillamente, sepultados.
Ya conocemos síntomas inequívocos que, a pesar de su evidencia, nos empeñamos en ocultar o minimizar ante el vértigo que supone carecer de una alternativa mejor, al menos a corto plazo. Los índices de participación (cada vez menores), la vacuidad por de los programas electorales (unánimemente considerados innecesarios, de hecho nadie los lee); y la consentida (e incluso festejada) incoherencia de los partidos políticos; desnaturalizan por completo la razón de ser última del sistema democrático.
Sin conciencia política, un régimen basado en la participación de los ciudadanos en la vida pública es una falacia de colosales proporciones. Ahora se asemeja más a un “casting” en el que se vota con idénticos resortes psicológicos que se elige al “personaje del año” o fruslerías parecidas.
A pesar de todo, sigue siendo útil al poder económico (mantiene su dictadura, pero camuflada de “soberanía popular”). Una de las víctimas del ocaso de la democracia, acaso la más importante, es la pérdida de valor de la palabra. Dicho de otro modo, la mentira ha pasado a formar parte del “sentido común de la política”.
Por aberrante que parezca, la inmensa mayoría de los ciudadanos tienen asumido que mentir forma parte de manera intrínseca de la política. En consecuencia, la mentira no se castiga. No se puede sancionar aquello que es “normal”. De este modo, la democracia, que se basa precisamente en el debate de ideas expresadas a través de las palaras, queda corrompida desde su propia raíz.
Sólo en este contexto se puede entender la hipocresía superlativa con la que se conducen los más genuinos exterminadores de la democracia. Pondremos un ejemplo sencillo que por su proximidad nos puede iluminar con suma claridad.
Los agentes sociales de Ceuta (empresarios y sindicatos) iniciaron una recogida de firmas para solicitar “Una frontera fluida y segura”. El PP, y todos sus cargos representativos, incluido el Presidente de la Ciudad, se negaron a firmar aduciendo, públicamente, que aún compartiendo la reivindicación (es imposible discrepar), “una recogida de firmas no sirve para nada”, sino que existen otros cauces y procedimientos para gestionar las reivindicaciones políticas.
Es una opinión respetable. Más que discutible; pero rigurosa desde un punto de vista dialéctico. Sin embargo, lo que resulta una incoherencia intolerable es que las mismas personas que nos aleccionaban sobre la inutilidad de este tipo de iniciativas, sin el menor pudor, se han puesto a recoger firmas a “favor de la cadena perpetua” (denominada con un eufemismo enrevesado para defender su encaje constitucional).
Mienten de manera descarnada y descarada porque son conscientes de que la ciudadanía no les sancionará por ello. Evidentemente, no firmaron para solucionar el conflicto de la frontera porque ellos defienden a “su Gobierno” (que se puede ver comprometió por su pasividad ante este problema) no a Ceuta; pero como se avergüenzan de su comportamiento, eligen la mentira.
Saben perfectamente que en la decadencia de la democracia la mentira es un valor positivo. El que logre engañar a más votantes, gobierna.
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