Opinión

Realpolitik y contenciosos diplomáticos

Los balances que al menos anualmente vengo haciendo sobre nuestros contenciosos diplomáticos, tras medio siglo de dedicación, quizá permitan y obliguen a constatar su creciente déficit, que en el caso del Sáhara, al cumplirse ahora su cuarenta y cinco aniversario, en letras y en números, resulta antológico al pretender, en la dialéctica principios e intereses, atenuar la indeclinable responsabilidad histórica en base a la creación de “un colchón de intereses mutuos”, acertada formulación de los teóricos socialistas en los 80, ante la envergadura de la problemática de la siempre deseable buena vecindad con Marruecos, pero que tropieza con la segunda parte de la proposición, “la política de Estado”, su inmutabilidad, entre otros argumentos, porque ningún estado y menos Espana, que figura a justo título, quizá al mejor, la introducción del humanismo en el derecho de gentes, entre las fundadoras del derecho internacional, debería de intentar cubrirse, puesto que lo verdaderamente intocable, si se quiere que las relaciones internacionales sean totales y armónicas, son los principios.

El cuadro de situación es muy claro, con la ONU hoy, tras no se sabe cuántos meses, sin representante del secretario general. Frente a la RASD, reconocida por 80 estados; miembro de la UA y observador en Naciones Unidas, es decir, constituyendo una realidad incuestionable e inextinguible pero sin fuerza suficiente para forzar una solución militar, el reino Alauita, controlador efectivo del territorio, con el blessing del Grupo de Amigos, y sólo contestado desde instancias inoperantes aunque sí populares, en otra situación corregible, como he estudiado en Las relaciones internacionales parciales y el mito de la democracia internacional, incluido en mi clásico Diplomacia y relaciones Internacionales, que a finales de los sesenta debió de parecer demasiado precursor en la universidad de Salamanca, cuna inmarcesible de la Escuela espanola de derecho internacional.

La conclusión, partiendo de esas coordenadas, y no de otras, y desde el recurso a la única instancia que se antoja operativa, la realpolitik, que al excluir la pertinencia de cualquier maximalismo, salta a la vista en su grafismo: “ni vencedores ni vencidos”, acuñado, quién sabe, por Hassan II bajo los palmerales de Marrakech, en su único encuentro con los polisarios. He visto bastantes veces a los principales, y a los secundarios, protagonistas del drama. Desde Franco a Hassan, pasando por don Juan, Mohammed Abdelaziz o Juan Carlos. Y la verdad es que yo nunca le oí decir la célebre frase al soberano alauita pero eso resulta irrelevante, ya que amén de que Palacio nunca la desmintió, existe un amplio consenso en aceptarla. El único disenso, cierto que no menor, radicaría en su interpretación, que cubriría desde un federalismo asimétrico hasta la más deseable, en base a los principios de igualdad y certeza competencial, partición.

En Ceuta y Melilla, hipotecadas por la hipostenia de la posición y el animus hispánicos en frase que he reiterado tanto que casi podría decirse que la he patentado, la siempre en punto álgido vertiente migratoria, donde por supuesto que en la zona hacen falta más policías, lo que resulta perfectamente factible en el país que más efectivos tiene per cápita en Europa con la excepción simbólica de Chipre, cuanto menor presencia institucional de uniformes, en su sinfonía polícroma además, más nos aproximaremos a los cánones occidentales, como naturalmente hay que incrementar las medidas de protección del territorio nacional, con Canarias ahora de manera especial, cuando la llegada de inmigrantes se está desbocando, como hace tiempo más de uno veníamos alertando, ahí están mis libros, por fácilmente pronosticable, y resulta aplaudible que “las vallas vayan a ser más altas que las de Trump en México”, de la misma manera que hay que eliminar ya las incivilizadas concertinas, que nunca debieron de ponerse y menos de aprobarse por los irresponsables de turno.

Justo en estos momentos, cuando la UE presenta su Plan Migratorio, hay que jugar con mayor acierto del que se viene haciendo nuestras bazas, que son de primer nivel y pueden ser incisivas, a fin de conseguir más solidaridad, medios incluidos, es decir, superior implicación de los miembros europeos. No parece necesario explicitar más la situación general, por muy visible y denunciada desde aquellos pagos, que bien conozco por mi condición de miembro senior del Instituto de Estudios Ceutíes, donde siempre es de agradecer la competencia de José María Campos, salvo, si se quiere, precisar el fondo del asunto.

En este punto, el fondo del asunto, me escribe otro buen amigo, el general de división Gutiérrez Díaz de Otezu, diputado por Melilla, donde fue gobernador militar, y es experto en la cuestión, que él siempre ha tenido claro que “el papel hegemónico y coordinador debería corresponder al ministerio de Asuntos Exteriores, con la creación de un comité interministerial”, corrigiendo así un error conceptual en el que se semiparapetan nuestros estrategas en relación con la ubicación en la res publica de esa particular problemática y de su cobertura, lo que explicaría el escaso relieve con la que aparece en el Panorama de Seguridad Nacional, de la Presidencia del gobierno.

Ceuta y Melilla, y esa sería aquí la inmediata, y obvia, recapitulación, constituyen la controversia más delicada y poliédrica que tiene Madrid, y que requiere, también obviamente, salvando lo salvable y casi lo insalvable, las consecuentes dosis de realpolitik.

Por último, en esta apretada síntesis, Gibraltar. Acostumbro a citar a Gondomar, el embajador más positivamente activo que hemos tenido ante la corte de San Jaime, en la que “compartía botella con Jacobo I”, para encabezar la línea dura: “A Ynglaterra metralla que pueda descalabrarles” y eso que Albión, que todavía no había sido tildada de Pérfida, no había tomado el Peñón en otra de sus poco ortodoxas maniobras. Recuerdo que en los setenta muy pocos en Santa Cruz y no digamos en otros sínodos administrativos, la polisinodia de la que hablaba García de Enterría, sabían a ciencia cierta quién era don Diego Sarmiento de Acuña, I conde de Gondomar, y mucho menos sus logros y no digamos su espléndida biblioteca, pero eso sí, en la mesa de tresillo del despacho del secretario general técnico de Asuntos Exteriores, reposaba una biografía, aunque visiblemente “cubierta de polvo”, como el arpa de Bécquer. La línea dura después de distintas alternativas llegó a su culmen con el cierre de la Verja por Franco, que sin la correspondiente inversión en el Campo de Gibraltar, terminó, como era de temer, por casi todos menos por aquellos tácticos, más entusiastas que documentados, de mala manera.

Serían también en Gibraltar los teóricos socialistas los innovadores, introduciendo la línea conciliadora cuando a finales del 82, recién inaugurada su administración, que iba a durar casi década y media, la que más, Fernando Morán, aquel ministro de Exteriores sobre el que caería una cascada de chistes, “generalmente de origen infantil”, en la opinión de Ricardo de la Cierva, y al que se quitó de en medio Felipe González antes de lo previsto, afirmaría que “aunque me ofrecieran en bandeja Gibraltar, si fuera contra la opinión de sus habitantes, no la aceptaría”. Cinco lustros después, Miguel Angel Moratinos, sólido profesional, con quien tanto he departido sobre nuestros contenciosos, y con un buen equipo encabezado por Bernardino León, promocionaría sustancialmente la línea conciliadora con los acuerdos de Córdoba del 2006, simbolizada en la hasta entonces inédita foto tripartita del mirador de Gibraltar. Un lustro más tarde, luego de un conferencia en la universidad de Cádiz, en la sede de Algeciras, decliné una invitación del recién elegido ministro principal, en solidaridad con nuestro ministro de Exteriores a causa de un desencuentro verbal entre ambos, que cambié por un cordial paseo a lo largo de Main Street con Peter Caruana, quien terminaba de retirarse tras perder las elecciones por la mínima, del que salió lo que he denominado “ la doctrina Caruana”: “los gibraltarenos no somos anti espanoles sino contarios a la pretensión espanola de tomar Gibraltar contra nuestra voluntad”.

Y ahora, en el 2020, tras la estela del Brexit, que ha abierto una profunda vía de agua en el portaaviones gibraltareno, símil más aproximado de lo que parece en cuanto la última palabra de la metrópoli la tendría el Almirantazgo, como ocurrió en julio del 2002, cuando el acuerdo AznarBlair iba a cerrarse “antes del verano”, y que ha llevado en nuestro país a manifestaciones como aquellas del “pondré la bandera antes de cuatro meses”, con la nueva titular de Santa Cruz el salto ha sido tan cualitativo, “creación de una zona de prosperidad compartida”, que amén de entrevistarse con el ministro principal, por primera vez se ha plasmado en el papel más oficial que existe en el campo internacional, el tratado, cosignado asimismo por Fabián Picardo, más irreductible desde que el anterior ministro de Exteriores se entrevistó con él en secreto, al estilo de Castlereagh, el tercero, sólo por detrás de Metternich y de Talleyrand, de la triada de maestros clásica del Congreso de Viena, que era tan secretista que el célebre tratado de Chaumont, como recuerda Rojas Paz, lo redactó de su puño y letra.

Hoy también cuando la negociación parece volver a tropezar técnicamente, ahora con la realidad post brexit que dificulta el encaje en grado bastante (la posibilidad de incorporación de Gibraltar al espacio Shengen de libre circulación, del que por ahora sólo forman parte estados y no territorios, y el consiguiente control fronterizo por Madrid, que Gibraltar pide se ejerza por Frontex, están enconando la negociación, destaca Lucía Abellán), la apelación a la realpolitik vertebraría posiblemente lo siguiente, al menos hasta cierto punto, en el que determinar su alcance, su scope, amigos llanitos, constituiría la cuestión previa, el quid de la cuestión: parece innegable que potenciar the Rock, facilitar las cosas en Gibraltar, va resultando incompatible con recuperar la soberanía. Sería lo que el periodista que más ha seguido el contencioso desde hace décadas y trato epistolarmente, José María Carrascal, califica de “persistencia en el error”.

La oposición, el Partido Popular con Valentina Martínez Ferro y Vox con Agustín Rosety, ha criticado fuertemente a la ministra de Exteriores: “renuncia a los derechos históricos de Espana; supone una ruptura del consenso histórico en nuestra política exterior; error histórico; traspaso de la línea roja vital de nuestra diplomacia…” Un grupo de expertos, entre los que conozco a los profesores Orella y Rocafort y a los generales Fontenla (“La guerra de Marruecos”) y Chicharro, termina de presentar un requerimiento a la ministra manteniendo que “llevar a cabo una negociación que busque no la descolonización de este territorio sino la creación de un nuevo status para que la colonia se perpetúe en la UE, además de incompetencia política y dejación de funciones, podría encajar dentro de una serie de ilícitos penales, como traición, ultraje a la nación o prevaricación”. Y mientras el último ministro de Exteriores del PP anuncia un libro con el expresivo título de La segunda rendición de Gibraltar, yo mismo, desde el elemental comedimiento profesional, he apuntado que algunos de los movimientos de la ministra, que el diplomático José Antonio Yturriaga atribuye a su inexperiencia, nos habían descolocado en cierta manera, al tiempo de reiterarme a disposición de la Oficina de Gibraltar, cuyo jefe, el buen profesional y amigo Antonio García Ferrer, acaba de fallecer prematuramente.

Dejamos el caso ahí, aunque no sin recalcar que el iter más directo hacia la deseable cosoberanía, previa durante un tiempo razonable desde la mentalidad del tercer milenio, a la soberanía española, dada la persistente, manifiesta y más que pronosticable actitud evasiva de Londres y vista en su caso y en los puntos potenciales la normativa europea, pasaría por la firmeza, en los principios y en los hechos, en la ejecutoria. Y entonces lo más funcional, lo básico, sería el cumplimiento, hasta donde proceda, hasta donde se pueda, del tratado de Utrecht, y claro está, el simultáneo, ya impostergable, por mil veces prometido, desarrollo del Campo de Gibraltar.

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