Ya no queda ninguna duda al respecto. Todo el mundo tiene la plena convicción de que Ceuta es sólo una colonia anacrónica cuyo destino inexorable es su anexión futura al Reino de Marruecos. En un plazo (largo) indeterminado, acaso medido en décadas. En condiciones aún (lógicamente) desconocidas. Pero indefectiblemente. Los hechos y (sobre todo) las omisiones registradas desde la traumática convulsión sufrida en mayo del dos mil veintiuno, han evidenciado descarnadamente lo que ya, en realidad y a fuerza de ser sinceros, era un secreto a voces. Callábamos avergonzados, con el orgullo maltrecho y el amor propio herido. Pero bajábamos la mirada muy elocuentemente acompañándola de un inquietante murmullo delator. España ha desistido definitivamente.
No importa mucho cuanto queramos disimular ahora haciendo aspavientos patrióticos, refugiados en una indignación fingida, que no puede ocultar tan impúdico abatimiento. Ya hemos aprendido que los argumentos históricos, jurídicos y políticos, carecen de fuerza frente a la lógica de la geopolítica que rige las dinámicas de poder en el mundo actual. La razón nunca prevalece frente al poder. Nosotros no íbamos a ser la excepción a esta regla histórica inmutable (si queremos ver un ejemplo cercano, miremos la suerte que ha corrido el Sáhara, o, algo más allá, podemos comprobar el expolio consentido que ha sufrido pueblo palestino).
No obstante, desde la desesperanza y el desánimo de quien se siente vencido, siguen surgiendo preguntas contumaces que golpean las conciencias exhaustas y atormentadas. Pero ya no se hacen para impulsar nuevas acciones, sino para encontrar explicaciones pretéritas: ¿Era absolutamente inevitable? ¿Hicimos todo lo que pudimos? ¿Se podían haber hecho las cosas de otra manera? ¿Cuál ha sido el grado de responsabilidad de cada cual en este fatal desenlace? Quizá, algún día, la distancia nos permitirá ver con claridad lo que no fuimos capaces de interpretar correctamente durante el complejo desarrollo de los hechos acontecidos en Ceuta, en España y en el mundo en el último medio siglo.
"La razón nunca prevalece frente al poder. Nosotros no íbamos a ser la excepción a esta regla histórica inmutable"
Mientras tanto, intentamos escrutar nuestra perplejidad presente desde otro interrogante ¿Qué hacer hasta que llegue ese momento? El periodo transitorio consistirá en mantener formalmente el estatus quo vigente (lo que equivale a no modificar ninguno de los elementos esenciales que configuran su estrafalaria arquitectura política) y, por la vía de los hechos consumados, ir cristalizando en una colonia (con una leve capa de barniz de falsa normalidad) cada vez más dependiente de la metrópoli (el estado español), hasta que la retrocesión sea asumida por la opinión como una consecuencia natural y hasta deseable. En este proceso nos encontramos en este momento. Aquí conviene, a modo de ilustración de este anómalo escenario caracterizado por el inmovilismo político y el disimulo ciudadano, abrir un breve paréntesis para valorar el fútil debate sobre la aduana comercial que se mantiene tímidamente abierto en la Ciudad. Hemos terminado por convertir la ingenuidad en una categoría política. Siendo conscientes de que somos absolutamente incapaces de protagonizar la más mínima expresión de reivindicación colectiva, deberíamos dejar de hacer declaraciones llamadas a engrosar el deshonroso universo de lo ridículo.
Marruecos no ha invertido miles de millones de euros en desarrollar la zona colindante con Ceuta para, ahora, abrir una “vía de escape” de flujos económicos por un territorio que llama “ocupado”, que no reconoce, y al que asfixia sin pudor alguno como medio de presión al servicio de sus tesis anexionistas.
El lenguaje diplomático tiene su propio código, y si no lo hemos comprendido aún es que somos ciertamente unos zotes. Las declaraciones son una cosa y los hechos otra absolutamente distinta (los conflictos de soberanía se resuelven mediante guerras o mediante pactos secretos, no hay términos medios). En el hipotético caso de que las circunstancias aconsejaran u obligaran a Marruecos a cumplir el ya famoso acuerdo de “normalización del tránsito fronterizo”, sería en unas condiciones tales que convertirían la aduana comercial en una pantomima irrelevante económicamente (por ejemplo, permitiendo sólo el tránsito de mercancías fabricadas en Ceuta, como ya han insinuado algunos funcionarios de alto nivel). No pasa nada, tenemos que asumirlo con naturalidad; no en vano llevamos cuarenta años sumando derrotas de este tipo.
Se nos está quedando una colonia preciosa. Coqueta y muy arregladita. El cierre de la frontera está causando el efecto previsible. Fue una decisión impuesta unilateralmente por Marruecos en dos mil dieciocho. En esa fecha (con el cierre de la aduna comercial de Melilla como hito), el régimen alauita entendió que había llegado el momento de dar un impulso significativo a su plan anexionista.
El aislamiento económico de las dos ciudades pretende visibilizar la condición de “enclaves anacrónicos sostenidos artificialmente” y, por tanto, fortalecer sus tesis en los foros internacionales de que estamos ante figuras anacrónicas insostenibles entre países hermanos. Esta operación tenía un coste social interno derivado de la pérdida del medio de vida de miles de compatriotas al otro lado de la frontera. Por suerte para ellos, la pandemia propició una coartada inmejorable. La jugada les salió redonda.
"Marruecos no ha invertido miles de millones de euros en desarrollar la zona colindante con Ceuta para, ahora, abrir una 'vía de escape' de flujos económicos por un territorio que llama 'ocupado', que no reconoce, y al que asfixia sin pudor alguno como medio de presión al servicio de sus tesis anexionistas"
Mientras esto sucedía, el Estado español secundaba de manera sumisa y entusiasta, como siempre, las decisiones de Marruecos en relación con nuestra Ciudad. Tampoco era nada extraño. Ya hemos recopilado infinitas pruebas durante las últimas décadas de que, en el tablero de la negociación permanente de intereses (y conflictos) entre España y Marruecos, Ceuta ocupa una posición absolutamente irrelevante (“Ceuta y Melilla no merecen un conflicto”, frase lapidaria de la diplomacia española). En esta época, es completamente imposible equilibrar el peso de las infinitas operaciones económicas bilaterales más la cooperación en materia de control de la inmigración, con la mera apelación al sentimiento patriótico de la integridad de la nación española. Recalco que hablamos de Estado y no de Gobierno español. Las diferencias entre partidos en este asunto se reducen a intrascendentes detalles estéticos que tienen más que ver con intereses electorales puntuales que con el fondo de la cuestión.
Por su parte, el conjunto de la ciudadanía ceutí, que ya había dado inequívocas muestras de agotamiento, de manera irresponsable y bobalicona, terminó por coincidir con Marruecos en su objetivo estratégico. Anestesiados por una mezcla explosiva de miedo y egoísmo, nos indujeron a aceptar una falsa dicotomía que reducía el futuro de Ceuta a elegir entre dos únicas opciones: riqueza o islamización (una ciudad pobre, segura y tranquila con menor presencia musulmana; o una Ciudad más rica, pero tumultuosa y plagada de “potenciales delincuentes que nos hacen la vida imposible”). Hemos elegido la perversa comodidad de vivir en una colonia.
Y así, con unánime complacencia, plasmada en una insólita unidad de propósito, hemos conseguido convertir la Ciudad en un plomizo yermo. Aquí ya no vienen ni los pájaros. La actividad económica natural se ha ralentizado hasta rozar el límite mínimo de la “subsistencia”. La gente, dividida en dos grandes bloques, reserva su capacidad de compra para sus lugares de “residencia económica efectiva”, en un caso Marruecos y en otro, Andalucía. El potente e influyente segmento funcionarial, cada vez en mayor medida, ha asumido la fórmula de la “residencia compartida” en sus diversas modalidades (un pie aquí, para obtener la renta; y el otro allí, para gastarla). Otro claro ejemplo de esta irrefrenable tendencia.
El denominado “nuevo sector económico” nace ya con esa misma vocación. El empleo generado está dado de alta en la seguridad social aquí en los términos exigidos por la ley (residencia de, al menos, el cincuenta por ciento de la plantilla); pero la realidad es que la residencia efectiva, y la mayor parte del trabajo, se hace fuera de una Ceuta, lamentablemente, utilizada como un simple mecanismo de evasión de impuestos.
La vida en una colonia (como casi todo) se rige por sus claves particulares. Tiene inconvenientes; pero también tiene sus ventajas. Entre estas últimas destaca, por encima de todas, que despierta un sentimiento generalizado de remordimiento institucional. Se tiene la percepción de que los habitantes de las colonias, de alguna manera, son los damnificados directos de una situación política indeseada de la que no existen culpables o responsables bien definidos. La incomodidad se compensa con dinero. Normalmente no existen reparos en que la nación nodriza asuma sus obligaciones constitucionales con sus desubicados súbditos en forma de transfusiones económicas. Esta idea sirve para regar generosamente con fondos públicos la colonia y permitir que todos los ciudadanos allí residentes tengan cubiertas sus necesidades materiales (respetando, eso sí, los niveles y categorías prestablecidos, y guardando las debidas apariencias).
"La indignación, como cualidad innata del ser humano que hace reaccionar instintivamente frente a la injusticia, ha sido sustituida por una laxitud vital que nos ha transformado en una comunidad carente de vigor, amorfa, insensible y despreocupada"
Pero también tiene un enorme inconveniente. Se diluye la vida en comunidad quedando sustituida por una red de pequeños entornos burbuja, aislados unos de otros, en cuyo interior cada cual acomoda su vida privada y establece su particular entramado de conexiones internas y externas. Se teje la vida con retales de nostalgia combinados con intermitentes destellos de fervor patrio para eludir la sensación de estar colgados en el vacío. Es un modo de vida extraño, no muy gratificante en el plano espiritual y con inevitables dosis de claustrofobia y depresión; pero no deja de ser llevadero. En nuestro caso, además, se da la circunstancia de que la proximidad, y el bajo coste del transporte, facilitan los vínculos con los territorios adyacentes, y eso ayuda bastante a soportar la orfandad social.
Cada vez somos menos y más aburridos. La gente joven vive como fieras enjauladas, babeando por salir corriendo en cuanto tenga la más mínima oportunidad. Pero no todo es negativo. Al menos, y de momento, aunque no nos importamos, tampoco nos estorbamos (mucho). Somos (o parecemos) felices. Ganamos unos sueldos desorbitados y estamos contentos viendo cómo crecen nuestras cuentas corrientes, y haciendo planes de todo lo que haremos con ellas cuando podamos salir de Ceuta (puntual, transitoria o definitivamente).
Esta situación nos reporta una ventaja adicional. Nos permite disfrutar de un remedo de paz interior auspiciada por un sentimiento generalizado de indiferencia llevado al extremo. Se ha evaporado de la vida pública todo vestigio de interés por lo colectivo. La indignación, como cualidad innata del ser humano que hace reaccionar instintivamente frente a la injusticia, ha sido sustituida por una laxitud vital que nos ha transformado en una comunidad carente de vigor, amorfa, insensible y despreocupada. Ha desaparecido la política. Sólo queda su envoltorio. Sucio, raído y corrompido. Y eso está muy bien. Porque nos ahorramos muchos disgustos. Nada nos conmueve. Apenas nos inquieta, por ejemplo, vivir recontando cadáveres esparcidos diariamente por doquier. Nada que provoque dolor ajeno (ya sea en forma de paro, pobreza, fracaso escolar, humillación, discriminación o desigualdad) es objeto de nuestra incumbencia.
Ningún hecho o acción por reprobable que sea desde el punto de vista ético, o incluso legal, merece un mínimo reproche social. Nos hemos instalado en una especie de nirvana que nos exonera de cualquier sobresalto emocional. En este sentido hemos alcanzado un admirable estado de uniformidad psicológica en el que se han fundido todas las ideologías. A todos, independientemente de lo que piense cada cual, nos importa exactamente un rábano todo lo que sucede en Ceuta. Como al conjunto de los españoles. Así que lo mejor es aprovechar el Día de Ceuta para reclamar que nos suban el plus de residencia y aumenten las bonificaciones fiscales, que la vida en Cádiz, Málaga y otros lugares cercanos, se está poniendo por las nubes.
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