Opinión

Yo quiero seguir llorando

Desde Granada una llamada de teléfono me comunicó que Manolo Aranda había fallecido. Hoy, mi amigo, mi compañero, mi padre, el ángel que te mandan los dioses para protegerte, el ser humano que te abraza con tus brazos y con los suyos para que no dejes de quererte, para que no te rindas, para que respires el aire que no puedes respirar desde el dolor diseminado.

Hoy me quedo más solo, recorriendo los años que compartimos, las charlas eternas, las risas, los planes, los proyectos, los gestos, las palabras y las noches de tormenta.

Manolo me rescató del abismo cuando mi vida estaba a la deriva, sujeta a dos maderos navegando sin rumbo.

Conocí con él la bondad, tuve la oportunidad de saber el sentido de la entrega, el compromiso con las personas, la bandera de la dignidad, la calma, la alegría y el silencio que te invita a mirar hacia ti mismo.

Pensé en dejar de vivir, arrojé todo el equipaje, saltar al vacío. Me encerré en el terror, en la angustia y en el amanecer sin amaneceres. Manolo me daba de comer, me duchaba, dormía a mi lado, me aferraba con fuerza las manos e intentaba conquistar una esperanza entreteniendo al monstruo que que me perseguía 24 horas.

Recorrimos Ceuta de punta a punta, andamos el Parque de Santa Catalina rodeado de espuma y viento con el aroma de la sal esparcida en el aire.

Rezaba en el Cristo del puente por mí. Recuerdo que en los jardines de la Argentina le dije: " este sauce llorón será nuestro árbol" Así nuestra complicidad echaría raíces profundas en la tierra.

Todos lo queríamo : alumnos, compañeros, vecinos. Se paraba con cualquiera que tuviera algo que preguntarle.

Era auténtico, como diría Antonio Machado, en el buen sentido de la palabra bueno.

Marruecos era su otra pátria, la patria de sus hijos, de su infancia, de la nostalgia. Se escapaba cuando podía a Tetuán, Tanger, Castillejos. Allí era uno más pues se sentía de esa tierra que vio nacer a sus hijos.

Fue maestro en la Zubia, ejerció en un instituto español en Tánger, Jacinto Benavente. Cuando volvió a Ceuta, enseño en el JOB formando parte de un grupo de profesores que consideraba familia.

Ya en el Siete Colinas fue profesor de Inglés. Allí desde el primer día hasta el día de su jubilación nunca volvimos a separarnos. Los viernes había cus cus en su casa y ahí que íbamos a zamparnos el plato marroquí que hacía Fatija, una señora que trabajaba en casa de Manolo y que venía de Tetuán. Estuvo muchos años con él, impregnaba el calor de hogar en lo que hacía.

A su casa de la Zubia en la calle Canario le puso el nombre de Arzilha, en memoria de su otra parte del alma, aunque Manolo tenía almas para todo y para todos.

Dice Belén, otra compañera de batalla que "somos contenedores de toneladas de cariño forjadas, capa a capa, por toda la gente a la que queremos y hemos querido".

Estaré contigo en el sauce, en el Cristo del puente, en el parque de Santa Catalina, en la casa de la Zubia, en la gente que me pregunta cada vez por ti con la esperanza de recuperarte.

Va por tí este CAÑONAZO, este estruendo de lluvia que suena en una de las tardes más tristes. Nos queda Miguel, el poeta de mi tierra, que vuelvo a leer para regresarte:

Yo quiero ser llorando el hortelano

de la tierra que ocupas

compañero del alma.

Tanto dolor se agrupa en mi costado,

que por doler me duele hasta el aliento.

No hay extensión más grande que mi herida,

En el naranjo de tu huerto

te requiero, preñado de naranjas con un olor intenso a azahar . Qué orgulloso estabas.

Que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

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