Adalberto leía la prensa a diario. Antes de comer se empapaba con las noticias del telediario e incluso, por la noche, dormía después de informarse en las tertulias de cómo iba el país. Quizás por eso estaba siempre preocupado, sin fiarse de bancos, cajas, compañías de seguros o fondos de inversión. Hasta que su amigo Julián le recomendó no leer o ver la televisión y, en todo caso, estar solo pendiente de las noticias locales que podrían resultar más suaves.
Pero esas noticias de andar por casa eran igualmente preocupantes porque la crisis se desparramaba por todas partes y el Ayuntamiento, siempre con superávit, estaba ahora endeudado hasta las cejas, mientras el empleo público había desbordado todas las previsiones. En la disyuntiva de promocionar la actividad empresarial que estaba marginada durante años y a medio gas o subir los impuestos, los políticos se inclinaron por aumentar la presión impositiva, con lo que la economía se ralentizó inmediatamente, creció el paro y los ciudadanos sintieron que la crisis había alcanzado por fin de lleno a la pequeña ciudad.
Adalberto decidió hablar de nuevo con su amigo Julián a ver si le infundía ánimos, al no entender como un gobierno de derechas tomaba decisiones que a él le parecían de izquierdas, aplazando las importantes. Con mayoría absoluta holgada y una oposición dividida entre un partido en crisis y otro minoritario, no se entendía aquella situación. Julián caminaba sonriendo y charlando, mientras Adalberto escuchaba las explicaciones de su amigo.
Eran siempre opiniones, al parecer descabelladas, que dejaban asombrado a un Adalberto cada vez más pensativo. Cuando confió al amigo su visión de la realidad local, éste le dijo que la clave estaba en saber quién mandaba en la ciudad realmente o, al menos, quién influía tanto en las decisiones que se tomaban. Adalberto abrió los ojos completamente como demostrando incredulidad y su interlocutor se le acercó al oído y le musitó un nombre. Adalberto, después de gritar ¡imposible, eso es masoquismo!, se sentó en un banco de los que jalonaban la calle y con la cabeza entre las manos, desesperado, preguntó a Julián si siempre había sido así.
“-No, siempre no. Antes mandaba otro”, dijo el amigo. Y acercándose al oído de Adalberto le musitó otro nombre que dejó aturdido al pobre hombre. ¡Pero bueno! –exclamó- ¿es que nunca ha mandado quién tiene que mandar realmente?. Su amigo le explicó que las apariencias se cubrían perfectamente, pero las influencias eran decisivas en los asuntos trascendentales, quizás por comodidad o, simplemente, por miedo.
Adalberto terminó enviando al amigo a hacer puñetas y regresó a su casa a toda prisa. Había quedado con él para tranquilizarse y se marchaba más preocupado que cuando llegó. Lo que había sabido encajaba con el cabreo de los empresarios locales y los ácidos comentarios de gentes de derechas de toda la vida, pero las confidencias de Julián le parecieron tan verosímiles como peligrosas.
Adalberto no pudo dormir aquella noche. Antes le preocupaba la deuda, las acciones y sus hipotecas y ahora no paraba de darle vueltas a lo que estaba ocurriendo en su pequeña comunidad. Terminó poniéndose el auricular en el oído para escuchar un programa de confidencias amorosas y, solo de esa forma, consiguió dormir algo aquella noche.