Opinión

El quebradero del Tarajal

El tráfico de mercancías por el paso fronterizo del Tarajal se ha convertido en un inextricable jeroglífico sin solución aparente. La descripción de cuanto allí acontece es innecesaria. Inenarrable. Las autoridades (in)competentes se muestran perplejas e impotentes, a partes iguales, sumidas en una profunda depresión y sin saber muy bien qué hacer ante una realidad que consideran inabordable. El cierre provisional de Tarajal II (abierto hace una semana), para estudiar una mejor ordenación de las actividades, evidencia una espantosa falta de planificación que deja en muy mal lugar a la Delegación del Gobierno como principal responsable.
La respuesta oficial sobre el caos infernal que allí se ha vivido es la imposibilidad “material” de hacer frente una avalancha de porteadores imprevista (por el “efecto llamada”)en las condiciones materiales en las que los polígonos se encuentran. Pasan de este modo de ser culpables a ser víctimas. “Nadie puede hacer nada más de lo que se hace”. “No tenemos la culpa de la pobreza de Marruecos y del incesante aumento de residentes en el norte en busca de “el dorado” que supone el contrabando con Ceuta”. Estos argumentos, patéticos por simples, alivian su conciencia y los atornillan en el cargo.
Sin embargo, y como suele ser frecuente, las cosas no son así. No estamos ante una situación sobrevenida, sino ante el desenlace lógico de un proceso que sucedía ante nuestra mirada desde el  soslayo, el sarcasmo o el exabrupto. Esta es la clave de todo este desastre. El PP nunca ha tenido claro qué quería hacer con los Polígonos del Tarajal. Y lo peor que se puede hacer en estas situaciones es dudar. Porque mientras se duda los hechos se siguen produciendo siguiendo su propia dinámica. Y cuando se quiere acordar, te ha atropellado irremediablemente. Desde hace ya demasiado tiempo, la corriente de opinión de “los polígonos hay que cerrarlos” habita con “mando en plaza” en la Delegación del Gobierno. “No generan empleo, gran parte de las naves están en manos de marroquíes, y son un foco de delincuencia de naturaleza diversa que contamina al conjunto de la Ciudad, además de dar una imagen deplorable de Ceuta” Opinando así, es complicado implicarse en buscar soluciones. En el discurso opuesto, desde el Gobierno de la Ciudad, se ponía el énfasis en la importancia del “volumen de negocio” que genera esta actividad y de las catastróficas consecuencias de su cierre. Si sumamos a esta discrepancia la dificultad de deslindar “competencias concurrentes”, y clarificar jurídicamente la ordenación y funcionamiento de los polígonos, ya tenemos la “tormenta perfecta”, que en política significa inhibirse irresponsablemente y que “salga el sol por Antequera”. Es ni más ni menos lo que ha sucedido. La Delegación del Gobierno se ha limitado a aplicar la ley del mínimo esfuerzo, desganada y sin convicción; y el Gobierno de la Ciudad, en una posición de seguidismo suicida, ha actuado como un monaguillo disciplinado contribuyendo al desastre.
Sólo desde esta óptica se pueden entender decisiones tan erráticas. Porque sobre esta cuestión se viene advirtiendo y reclamando iniciativas incesantemente por entidades e instituciones de toda clase y condición. En el ámbito político, la insistencia y persistencia de Caballas, por ejemplo, ha sido evidente. Todas las iniciativas se han saldado con un rechazo automático. Ya en el año dos mil once se planteó la creación de una Comisión para diseñar una actuación integral en aquella zona. Sólo se reunió una vez y nada de cuanto se dijo se cumplió. Se propuso la puesta en marcha de un Plan Urgente de Inversiones en el Tarajal. No. Se propuso la aprobación (consensuado con los empresarios con conflicto de intereses) de un “Protocolo de Funcionamiento de los Polígonos”. No. Se propuso la puesta en marcha de un Plan de Seguridad que incluía expropiar parte de las naves colindantes con la frontera y ensanchar el espacio disponible para el tráfico. No. Y lo que es mucho peor, se planteó la apertura del paso de Benzú para descongestionar el Tarajal. También No. En este caso, aduciendo una hipotética negativa de Marruecos expresada en la clandestinidad (poco creíble si tenemos en cuenta que Melilla tiene abiertos siete pasos fronterizos sin problemas).
La conclusión de tanto No, no podía se otra más que el caos monumental en el que estamos sumidos. Claro que, ahora, intentar ordenar a decenas de miles de personas cargadas con enormes fardos que tienen que pasar “sí o sí” en cuatro horas por un paso de ocho metros, transitando previamente  por caminos de cabras (terraplenes sin asfaltar), delimitados con vallas de obra o cintas de plástico, con el concurso de cuatro agentes de policía, es imposible. Pero esta es la consecuencia de una política determinada, no una causalidad ni un futo del azar. Quienes nos han llevado hasta aquí deberían asumir su responsabilidad.
Pero el pasado no se puede rectificar. Llegado este punto es necesario dar respuestas a la situación actual. Y encontrar la mejor solución posible. Para ello es preciso que en el orden estrictamente político se asuman dos premisas por parte de todos los agentes implicados.
La primera de ellas es aceptar que no nos podemos permitir el lujo de “cerrar los Polígonos”. Todavía sigue demasiado extendida esta tesis (muerto el perro, se acabó la rabia), que perturba en exceso el debate. Existen cuatro razones suficientemente consistentes. Una. El flujo de mercancías que pasan por el Tarajal, según estimaciones fiables, se sitúa en torno a los quinientos millones de euros anuales, lo que supone una recaudación de impuestos muy importante para la Ciudad. Dos. Tendría un coste inasumible en términos de empleo (no sólo del directo, sino del indirecto), en una Ciudad que, no lo olvidemos, sigue instalada en unas cifras de paro escandalosas. Tres. Esta actividad genera rentas irregulares para un sector muy amplio de personas que viven de la economía sumergida. No podemos seguir siendo ingenuos, en Ceuta, en las condiciones en las que estamos, no se produce una revuelta social porque mucha gente “se busca la vida” recibiendo retribuciones (muy modestas pero que multiplican consumiendo en Marruecos) por hacer algún tipo de tarea en el Tarajal. Cerrar sin alternativas (que no tenemos) es como darnos un “tiro en el pié”. Cuatro. Esta actividad se ha convertido en un pilar básico de la economía del norte de Marruecos. Las “buenas relaciones”, que en realidad significa la dependencia de Marruecos para contener la inmigración y controlar el terrorismo, nos obligan a no “crear problemas al amigo”. El cierre supondría un conflicto de consecuencias imprevisibles que nadie quiere ni aconseja. Es lo que tiene la convivencia cuando deviene en simbiosis vital.
La segunda cuestión que es preciso asumir es que no es posible la aplicación rigurosa de las leyes en los polígonos del Tarajal. Cualquier planteamiento extremista en este sentido arruina por completo cualquier solución posible. Queda muy bien “retóricamente” blandir el “cumplimiento inexcusable y estricto de la legalidad vigente” como principio de actuación; pero desde un punto de vista práctico, esto no es más que una memez. Sencillamente porque las leyes españolas no están concebidas para una realidad tan peculiar como los polígonos del Tarajal. Por ello nos tenemos que mover en el terreno de la interpretación y la flexibilidad, de modo que “conservando el espíritu de las leyes” se puedan adoptar medidas eficaces. Dicho de otro modo, tenemos que encontrar el límite exacto de la flexibilidad. Este razonamiento es aplicable a todas las dimensiones del problema, pero de manera especial a quienes se tienen que ocupar de la seguridad en sus diversas modalidades. Desde la generosidad que demanda la dificultad de la situación, y desde la vocación de servicio público imbricada con el interés general, es preciso alcanzar un equilibrio en la distribución de funciones que sea justa, respetuosa con las condiciones laborales de los empleados afectados (públicos y privados), y, sobre todo, eficaz.
A partir de la asunción de estos dos postulados previos  por parte de todos, es donde las decisiones políticas son insustituibles. Las administraciones (Delegación del Gobierno y Gobierno de la Ciudad) tienen la obligación, inexcusable, de poner a disposición de esta causa todos los medios necesarios, ya sean materiales, humanos o económicos. No valen remilgos ni coartadas. Las situaciones excepcionales (y esta sin duda lo es) requieren tratamientos excepcionales. Si esto no se entiende (o no se acepta), estamos condenados a otro fracaso. Una última consideración. Da la impresión de que todo el debate gira en torno a las medidas de seguridad; pero quizá oyendo y hablando con las personas adecuadas, por parte de las personas adecuadas, se puedan mejorar sustancialmente otros aspectos colaterales que probablemente tengan más incidencia de lo que parece. No se olvide nunca que la soberbia es el peor compañero de viaje de quien ostenta un cargo público.

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