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¿Qué piensa Ceuta de la inmigración?

La vitalidad de una comunidad se mide por su capacidad para elaborar pensamientos colectivos. No es posible construir una identidad sin tener una opinión concebida sobre las claves que determinan el desarrollo de la vida social.

Desde el intocable (y estimulante) respeto a la pluralidad, es preciso que exista un cierto consenso que, en sus rasgos principales, oriente la acción política y las conductas públicas en torno a fenómenos complejos de gran profundidad intelectual o moral. La alternativa es caminar sin rumbo al pairo de la improvisación, el oportunismo, o el interés inmediato. Dicho de otro modo, cuando alguien renuncia a pensar, otros piensan por él.
El déficit de reflexión colectiva es de los más duraderos, graves y perniciosos de cuantos afligen a nuestra ciudad. Independientemente de las causas que lo hayan podido provocar, lo cierto es que hemos perdido la costumbre (y la ilusión) de pensar y debatir con ánimo de pergeñar ideas comunes. Esta deshonrosa cualidad, resulta especialmente lacerante en una ciudad asediada por la inquietud por sus cuatro costados.
La inmigración es un claro ejemplo de deserción intelectual. No es un fenómeno nuevo. Y nadie cuestiona su inevitable repercusión sobre nuestra ciudad. Y sin embargo carecemos de un criterio propio sobre la forma de tratar los flujos migratorios. Lo razonable sería aprovechar la desproporcionada densidad de medios de comunicación por metro cuadrado de la que disfrutamos (todos pagados con fondos públicos) para abrir un debate sereno y riguroso sobre inmigración para que Ceuta, como sujeto político, pudiera tener una voz autorizada desde la que intentar influir en las decisiones políticas, en todas sus vertientes  y dimensiones. Nada de esto sucede. El debate público en Ceuta se reduce al ámbito de las redes sociales, en las que con más ánimo de zaherir y descalificar que de razonar, se vierten exabruptos dignos de figurar en las más exigentes antologías de de la cretinez. Cualquier relación con la materia gris es puro azar.
El problema de esta lamentable situación, el que no se quiere terminar de apreciar, es que esta inanición tiene un elevado coste en términos de futuro. Los jóvenes ceutíes se educan en la barbarie. No existe un contexto fundamentado en los valores democráticos que permita interpretar correctamente los hechos desde una perspectiva humanista. Más bien al contrario, existe una notable presión social en dirección contraria. La identificación del inmigrante como un enemigo; y el miedo a la inmigración como actitud vital; son los ejes sobre los que gira la xenofobia latente y patente, a duras penas disimulada.
¿Es especialmente mala la gente de Ceuta? La respuesta parece obvia. En ese caso, ¿por qué no evolucionamos? El primer episodio revelador de nuestra falta de sensibilidad y de posición respecto al problema de la inmigración, se sitúa a mediados de los años noventa, en los tristes sucesos del Ángulo. Espeluznante. Lo que allí ocurrió es una vergüenza pública sin paliativos, muy difícil de digerir. Quedará grabado en la memoria para siempre. Han pasado veinte años; y las muertes de El Tarajal (febrero) y la acampada de los sirios (abril) ponen de manifiesto que poco o nada hemos avanzado. Nos seguimos moviendo entre el odio y la indiferencia.
Quizá en esta Ciudad no tenemos suficientemente interiorizado que la vida es puro aprendizaje. Nada relacionado con la convivencia es natural (el instinto humano es egoísta) y por ello es necesario desarrollar procesos de aprendizaje que inculquen en el conjunto de la ciudadanía los principios y valores en los que se inspiran los derechos humanos y la democracia. A las instituciones representativas les corresponde liderar esta función social de extraordinaria relevancia. Y aquí llegamos al nudo gordiano de este gigantesco problema. La perversión política imperante lleva a que los partidos, en lugar de educar y convencer, pretenden exclusivamente satisfacer a los ciudadanos en sus instintos más primarios, incluso en los casos de evidente aberración moral. Se cuida a los votantes como si fueran “niños mimados” a los que no se debe afear conducta alguna so pena de que se pierda el voto. La acumulación de este comportamiento durante mucho tiempo, ha llevado a tener autentico pavor a debatir todo aquello que implique riesgo electoral (racismo y xenofobia), sustituyendo la confrontación de ideas por un impúdica exhibición de discursos oficiales absolutamente alejados del pálpito de la población. En consecuencia, Ceuta es incapaz de ahormar una opinión colectiva sobre un asunto de gran importancia como es la inmigración. Otros piensan y actúan por nosotros, que nos hemos reasignado el triste papel de espectadores de primera fila y pródigos balbuceantes de fútiles contradicciones.

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