Categorías: Opinión

Qué pena de locomotora

Un buen amigo, ceutí él hasta el tuétano que diría el castizo, me envía a través del móvil la imagen de la izquierda. Fíjate, me dice, cómo los sevillanos veneran su pasado más reciente. Resulta que, previa restauración, han colocado delante de la fachada trasera del ayuntamiento ese viejo tranvía de la capital. Un sentido homenaje a aquel romántico medio de transporte público que dejó de funcionar en la capital hace ahora medio siglo.
Si H.M. me envía esta foto es para recordarme la infamia que sigue cometiéndose con nuestra vieja locomotora. Desde hace muchísimos años he venido reivindicando inútilmente en estas páginas salvar esta preciada y auténtica joya ferroviaria, como la señalaba mi buen amigo el catedrático Ruiz Peláez, un estudioso investigador de nuestro desaparecido ferrocarril Ceuta – Tetuán. Pero tanto Joaquín como yo, él primero en su terreno y yo después en este medio, terminamos siguiendo el consejo de Trajano a Plinio el joven: procura no mirar y así no tendrás que sufrir o perseguir.
Ha sido inútil. Desde que hará tres lustros se derrumbó el hangar donde se encontraba el viejo ingenio mecánico para construir las viviendas de la zona de la vieja estación ferroviaria, se firmaba la sentencia de defunción de la histórica locomotora. Completamente a la intemperie, la corrosión, el vandalismo y el paso de los años han ido acabando con ella. En la actualidad y pendiente de una prometida restauración que nunca llega, la máquina está junto a su inseparable estación. Vallada, cierto, pero gravemente mutilada, quien sabe si definitivamente desahuciada por el óxido. La imagen habla por sí sola.
No hubiera vuelto sobre el tema de no ser por la foto del tranvía y de quienes me animan a seguir reivindicando lo imposible. Llevaba tres años sin visitar a mi querida máquina. Soy incapaz de contemplarla en su agonía. No estamos ante una chatarra cualquiera. Se trata de la vieja C-1, la que se bautizó con el nombre de ‘Ceuta’ cuando, como sus hermanas, nos llegó hace casi un siglo desde las Américas a bordo de un barco. La que, elegantemente empavesada, tuvo el honor, en 1918, de tirar del convoy inaugural de la línea. La que se indultó del desguace cuando, en 1970, se subastó todo el material rodante que existía en la estación, como homenaje a la ciudad cabecera de la línea y para que fuera expuesta en un lugar público. Un ingenio decimonónico de fabricación alemana esta máquina de 60 toneladas de peso, que ni siquiera está catalogada. Por ella se interesó en su día el Museo Nacional del Ferrocarril, y hasta el propio de Marruecos para su posible cesión al ver como aquí permanecía en el más absoluto de los olvidos.
Han pasado ayuntamientos franquistas, predemocráticos, localistas, corporaciones de derechas y de izquierdas. Nada. Qué pena que hayamos dado la espalda a tan preciado bien patrimonial. Más grave aún el hecho en los años de abundancia, cuanto tanto se ha gastado en estatuas que poco o nada dicen de nuestro pasado y no digamos en ese millonario auditorio. Dicen que está prevista su restauración. Mas nadie ha movido un tornillo, olvidada en su recinto vallado, mientras las obras de remodelación de la estación están paralizadas. No quiero pensar que cuando se decidiera actuar sobre la máquina pudiera ser tarde y no sirva ya ni para chatarra.
Si en Sevilla, como en tantos otros lugares, un simple tranvía de mitad de la pasada década ha merecido un lugar de honor como el que nos ocupa, cuántos años podría llevar en otra ciudad, en el pedestal que se merece, este “valioso bien patrimonial histórico – arqueológico, auténtica obra de arte de la arqueología industrial”, como textualmente la definió en su día Joaquín Ruiz.
Se contaba en Sevilla por parte de los viejos hinchas béticos, a propósito de los tranvías, como hubo un tiempo en que, a veces, éstos no llegaban al viejo ‘Heliópolis’. Todo de la mano de un tal Molini, “el demonio sevillista”, a la sazón el jefe de movimiento de la línea que, en connivencia con el presidente sevillista, - decían- podría provocar posibles cortes del servicio, casualmente en los días de partidos claves. Y a partir de ahí, chistes por doquier.
Como buenos andaluces, por aquellos tiempos tampoco faltaba el buen humor  en los ceutíes, cuando la debilitada salud de las máquinas estaba al orden del día en el normal desenvolvimiento del servicio. Sirvan, por ejemplo, las anécdotas de algunos de aquellos sufridos viajeros cuando en las subidas de Condesa o Rincón solían apearse en masa del convoy simulando empujarlo en su premioso y desesperante ascenso.
En fin, permítame el lector la licencia de rematar la columna con este epílogo de balsámicas notas de humor porque lo de la locomotora C-1 es para llorar. ¡Qué pueblo el nuestro!

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