Opinión

¿Qué hacer?

La distopía plantea un mundo donde las contradicciones de los discursos ideológicos son llevadas a sus consecuencias más extremas. Dicho panorama es el que quizás nos encontremos tras las elecciones del 23-J, pues su resultado puede ser tan imprevisible como trascendental.

En este sentido, las opciones son múltiples y todo es plausible. En la disyuntiva de que se repitiese el gobierno de coalición, la política ejercida estará supeditada a las decisiones del que seguramente tenga la mayor representación: el PSOE. Podemos ha ido desinflándose y perdiendo peso político a favor de un proyecto político nuevo, como es Sumar, que ha ido construyéndose sobre la marcha. No hay una retórica fuerte en su proyecto, sus principales medidas no son detalladas y conceptos como “herencia universal” quedan vagos e incluso parecen “cómodos” en el papel de muleta del PSOE cuando la intención de cualquier partido que se presenta a nivel nacional debiera ser ganar. La causa que posiblemente provoque su fracaso sea la formación de una confluencia de partidos personalistas sin un programa político común, redactado con posterioridad, lo que es un error que demuestra ausencia de proyectos e iniciativas.

Otra posibilidad es un gobierno PP y VOX. El resultado es conocido pues las consecuencias son recientes y tenemos varios ejemplos de ello como la censura de obras de teatro según determinados criterios que creíamos pretéritos, derogación de concejalías de igualdad o subida de salarios en ayuntamientos concretos. Además, su discurso se repite tanto como una letanía: derogar el “sanchismo”, concepto abstracto que es lo mismo que no decir nada. Eso sí, hay otras propuestas que de realizarse sí pueden tener contestación social ya que cuestionan ciertos derechos que se creían conquistados y asimilados. Por ejemplo, la derogación de la ley de eutanasia, la que afecta al aborto y la de memoria histórica ya que “hay que homenajear conjuntamente a todos los que, desde perspectivas históricas diferentes, lucharon por España”. Por el contrario, incorporan medidas de escasa relevancia como “impulsar una ley de protección de la tauromaquia”, otras posiblemente perjudiciales a la economía como la liberalización del suelo que nos puede retrotraer a la burbuja inmobiliaria de hace años y algunas irrealizables como la “determinación en las acciones diplomáticas para la devolución de Gibraltar”.

Y la última opción que se nos presenta es la vuelta al bipartidismo, alternativa que en primera instancia parece inviable, pero en política todo es posible (baste recordar la gestora del PSOE que se abstuvo para que Rajoy pudiera salir elegido como presidente). Es una tradición que hunde sus raíces a finales del siglo XIX con el sistema establecido por Cánovas del Castillo inspirado en el modelo inglés: bipartidismo entre el partido conservador creado por el mismo Cánovas y el fusionista cuyo líder era Práxedes Mateo Sagasta, ambos bajo una constitución flexible y que siempre representasen los intereses del liberalismo moderado. En este caso, la experiencia nos enseña que tienen más en común de lo que puede parecer. Su política económica es neoliberal, ya que ambos se pusieran de acuerdo en la modificación del artículo 135 que establecía como prioridad pagar la deuda pública por encima de los intereses de los españoles; en política territorial no dudaron en aliarse para poner en vigor el artículo 155 ante el referéndum catalán y las votaciones de ambos en el parlamento europeo coinciden en un 70% de las ocasiones. Sin embargo, a veces apreciamos diferencias significativas en materia social como la legalización del matrimonio homosexual en 2005.

Ante esta situación, ¿que puede hacer el ciudadano ante un panorama tan complejo y diverso como el que nos encontraremos al inicio de la semana que viene? Julio Anguita afirmaba que los partidos políticos, incluido el que él había fundado, se habían convertido en una estructura burocrática donde la voluntad de mejorar el mundo era rehén de intereses menos confesables. Ante este dilema, la sociedad española no puede limitarse a un acto repetitivo y casi litúrgico como es votar cada 4 años y ver las consecuencias de su elección como un mero espectador inerte. Es necesario construir un proyecto común, un movimiento cultural, intelectual, que se enfrente como contrapoder a aquellos que no representen nuestros intereses ya que ese es el dilema: la lucha entre quienes hacen los recortes y los recortados, entre opresores y oprimidos.

Nada tiene más fuerza -decía Victor Hugo- que una idea cuando le ha llegado la hora. Quizás este momento de incertidumbre político sea un punto de inflexión para que la mayoría social abandone sus contradicciones superfluas, coja las riendas de su destino y lidere el cambio político.

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