Ante el progresivo menor apoyo parlamentario que el Gobierno está recibiendo en las sucesivas prórrogas de su estado de alarma (cada una de ellas por un período de 15 días naturales), y ante el peligro de no lograr las posteriores prórrogas para así culminar con su plan de paulatina desescalada en cuatro fases, pulula entre los medios de comunicación y en los corrillos políticos la posibilidad de que la próxima prórroga no se haga por otro plazo quincenal, sino por todo el tiempo que reste hasta terminar aquella desescalada a finales de junio.
Lógicamente, el debate se ha abierto, con opiniones, más o menos fundadas y muchas veces politizadas, para -casi- todos los gustos. Sin negar que en la posible solución de la discusión late una cuestión política, como en realidad subyace en todo asunto de interés público o general, en lo estrictamente jurídico considero que hay razones para avalar tanto la hipótesis favorable a una prórroga más allá de los quince días, como para la contraria (aunque yo, particularmente, como se irá viendo, me incline por una de ellas, aun sin despreciar la consistencia de la opuesta); sin que en ningún caso se pueda a nadie tildar de antidemócrata o incumplidor de la Constitución por defender una u otra solución, como, en cambio, en estos días se oye a alguno decir.
Para el lego, es de advertir, de antemano, que ninguna ley es tan clara en su redacción como para que no permita ser interpretada de diversas formas, todas ellas lógicas y, por tanto, admisibles. Aspirar a un mundo con leyes claras, indubitables, que lo resuelvan todo y no sea necesario aclarar o interpretar a veces, es pura utopía (no en vano es lo que el gran canciller Tomás Moro proponía en su celebérrima obra titulada –precisamente- Utopía: “los utópicos tienen pocas leyes… Lo que primeramente censuran de los demás países es el gran número de leyes y de interpretaciones, pues aunque sean muchas, siempre son insuficientes. Creen que es una gran injusticia encadenar a los hombres con tantas leyes, mucho más de lo que es posible leer y, además, muy difíciles de comprender”). O bien vana pretensión propia de megalómanos (como el Emperador Justiniano, o el propio Napoleón, quienes creyendo que sus Códigos eran leyes perfectas, pretendieron que fuera vetada cualquier interpretación de tales normas suyas, que solo ellos mismos, como sus autores, podían interpretar; lo que, siendo también vana ilusión, desencadenaría en la conocida jurisprudencia, que hoy se deposita en las manos del Tribunal Supremo a fin de aclarar las leyes y que estas sean de igual modo interpretadas y aplicadas por todos los jueces del país). Pretender, en fin, que haya numerosas leyes que resuelvan, con prístina claridad, todos los casos posibles, como decía hace siglos nuestro insigne jurista García Goyena, es una “puerilidad ó locura”.
Bien es verdad que en el mundo del Derecho existe la máxima “in claris non fit interpretatio”, en cuya virtud cuando la ley es clara, no debe haber lugar a interpretaciones, pues no debe primar otro sentido que el literal de sus palabras (o dicho coloquial y quijotescamente: que no hay que buscarle tres pies al gato). Pero, como ya advirtiera también hace siglos otro insigne jurista -Savigny- relativizando tal aforismo, este solo tiene sentido, precisamente, una vez la norma es interpretada, y ya entonces el intérprete concluye que es clara. Además, que la norma sea clara en su literalidad y redacción, no impide que su significado sea estricto, más amplio o más restringido según cada caso (como veremos en esta ocasión).
Nada de lo dicho es exclusivo de la ley, sino de cualquier texto declarado (como una novela, un poema, un simple email, una conversación…), o de cualquier otra obra que sea producto del ingenio humano (pues cada cual interpretará de un modo diverso una pintura, una partitura, …). Podrá ser una obra magnífica, hermosa artísticamente para los sentidos, pero, en todo caso, interpretable según los gustos, conocimientos, … de cada cual que la observe. En el mundo jurídico, esa posibilidad de interpretación no solo sucede con la ley, sino también con otro tipo de escritos: contratos, testamentos, … Por eso, la ley misma establece criterios para interpretar, para aclarar tales textos, a fin de averiguar cuál fue la verdadera -o, al menos, la más probable- voluntad de quienes lo redactaron: los contratantes, el testador, … Y así sucede con la ley, según reza el art. 3.1 de nuestro Código Civil, cuando dice: “Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas”. Son, como se ve, varias las herramientas de que los juristas disponemos para aclarar una ley, siempre con el objetivo, según termina diciendo aquel art. 3.1, de descubrir y respetar el “espíritu y finalidad” de la propia ley interpretada (lo que los juristas solemos llamar ratio legis: la razón de la ley). Ese es el límite infranqueable que respetar, pues ir más allá sería tergiversar, pervertir o manipular el verdadero sentido de la ley.
Advertido todo lo anterior, que estimo como advertencia somera, pero imprescindible para quien no sea jurista, pasemos al asunto que hoy y aquí nos ocupa: ¿cuál puede ser en nuestro Derecho la duración de un estado de alarma, y la de sus sucesivas prórrogas?
Sobre el asunto, hay dos normas en aplicación, que han de interpretarse: una, la mismísima Constitución, en cuyo art. 116, tras exigir que mediante Ley Orgánica se regulen los estados de alarma, excepción y de sitio, dice en su apartado 2: “El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo. El decreto determinará el ámbito territorial a que se extienden los efectos de la declaración”. Y la otra norma es, precisamente, la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, que vino a regular los estados de alarma, excepción y sitio, y en cuyo art. 6, germen del debate, dispone: “Uno. La declaración del estado de alarma se llevará a cabo mediante decreto acordado en Consejo de Ministros. (…) Dos. En el decreto se determinará el ámbito territorial, la duración y los efectos del estado de alarma, que no podrá exceder de quince días. Sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga”.
Muchos de quienes han entrado en estos días a debate se han limitado a analizar las palabras de ambas normas: unos, para afirmar que solo caben prórrogas por quincenas (pues, sin duda, así lo dicen ambas normas; a mi modo de ver, sobre todo la Constitución cuando habla de “un plazo máximo de quince días” y sin cuya autorización parlamentaria “no podrá ser prorrogado dicho plazo” -“dicho” plazo, dice, no otro posible-); otros, por el contrario, para admitir una prórroga por un plazo mayor del quincenal: por un lado, porque al exigir nuestra Constitución aquella autorización del Congreso para prorrogar dicho plazo, no dice que necesaria y únicamente pueda ser por solo quince días; y, por otro, porque, aunque para la primera declaración de la alarma, tanto el art. 116 de la Constitución como el art. 6.2 de la Ley Orgánica impongan un plazo máximo de 15 días, para su prórroga será el Congreso quien decida, según dice aquel art. 6.2, “el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga”, lo que comprende “el ámbito territorial, la duración y los efectos del estado de alarma” declarado por primera vez por el Gobierno (de modo que dentro de la palabra “alcance” se comprende tanto el geográfico como el temporal). También podría añadirse otro dato gramatical: puesto que tales normas hablan de prórroga en singular, no en plural, ¿acaso es que solo cabría una única prórroga y no más, como, en cambio, viene sucediendo con nuestro actual estado de alarma?
Espero con esto último no dar ideas … Porque caeríamos en el manoseo ramplón de la letra de la ley, olvidando, y así traicionando, su razón, su espíritu. Con bellísimas palabras así se decía en las Partidas de Alfonso X el Sabio: “que el saber de las leyes non es tan solamente en aprender e decorar las letras dellas, mas el verdadero entendimiento dellas”. En su Glosa añadiría Gregorio López: “La ciencia consiste en la médula de la razón, no en la corteza de lo escrito”. Ya lo decía mucho antes en Roma Celso: “Scire leges non est earum verba tenere, sed vim ac potestatem” (“Saber las leyes no es retener en la memoria sus palabras, sino conocer su fuerza y su valor”). A todos ellos recordará hace más de siglo y medio el gran jurista Pedro Gómez de la Serna, para concluir con una frase que, desgraciadamente, no ha perdido actualidad, y que todos deberíamos imprimir en nuestra memoria y en nuestro quehacer cotidiano por mor de ser auténticos juristas: “La ciencia del derecho no consiste en tener el conocimiento de la letra de las leyes; el hombre dotado de una memoria felicísima, podría entonces a poca costa aparecer como un gran jurisconsulto, aunque no comprendiera su filosofía, a pesar de que nuestros padres le llamaban por desprecio leguleyo. El verdadero conocimiento de las leyes está en su espíritu, no en las palabras de que el legislador se vale para expresar su voluntad soberana”.
Cumpliendo con tales maestros, y sin limitarme a las palabras de la ley, de atender a su contexto (como permite el Código civil para interpretar las leyes), también creo que habría otra razón en apoyo de aquella tesis favorable a una prórroga superior a los quince días: en contraste con aquellas normas transcritas, cuando la propia ley se refiere al estado de excepción, no al de alarma, sí limita expresamente el plazo máximo en la duración de su prórroga. Es la propia Constitución, ahora en el apartado 3 de aquel artículo 116, la que dice: “El estado de excepción será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros, previa autorización del Congreso de los Diputados. La autorización y proclamación del estado de excepción deberá determinar expresamente los efectos del mismo, el ámbito territorial a que se extiende y su duración, que no podrá exceder de treinta días, prorrogables por otro plazo igual, con los mismos requisitos”. Como se ve, habla de 30 días “prorrogables por otro plazo igual”; precisión esta, sin embargo, que no hace cuando se refiere en su apartado anterior al estado de alarma. Y lo mismo hace la Ley Orgánica de 1981 cuando, refiriéndose al estado de excepción en su art. 13.2, exige que “el Gobierno remitirá al Congreso de los Diputados una solicitud de autorización que deberá contener los siguientes extremos: … c) Ámbito territorial del estado de excepción, así como duración del mismo, que no podrá exceder de treinta días”, añadiendo luego, en su art. 15.3: “Si persistieran las circunstancias que dieron lugar a la declaración del estado de excepción, el Gobierno podrá solicitar del Congreso de los Diputados la prórroga de aquél, que no podrá exceder de treinta días”. De nuevo, pues, un límite máximo temporal en la prórroga del estado de excepción sin parangón en el estado de alarma, donde se silencia tal límite, lo que puede hacer pensar en que no lo hay. Aunque tal vez haya quien no acepte tal contraste como tal y entienda, por el contrario, que, por identidad de razón, debe haber un paralelismo entre ambos estados, de modo que así como el estado de excepción tiene un límite temporal en su posible prórroga, así también debe de tenerlo el estado de alarma.
Desgraciadamente, no podemos aportar una interpretación -llamada histórica- apoyada en los antecedentes históricos y legislativos de la norma (según permite, vimos, el Código civil para interpretarla): por un lado, la Ley Orgánica de 1981 carece de Exposición de Motivos o de Preámbulo que nos pueda servir para aclarar lo que dice en su articulado, y, por otro, desde mi confinamiento me resulta imposible (no permitido), acudir a la Biblioteca de mi Facultad de Derecho hispalense en busca de su tramitación parlamentaria (que dada su fecha, no tan cercana, no está disponible en la página web del Congreso). Tampoco aportan nada otros antecedentes más lejanos, como la Ley franquista 45/1959, de 30 de julio, de Orden Público (que, precisamente, vendría a derogar nuestra Ley Orgánica de 1981 vigente), donde ningún plazo de tiempo límite se establecía para los estados de excepción y de guerra.
Pero sí disponemos de la posibilidad, también permitida por el Código civil, de atender a la realidad social del tiempo en que las normas -en nuestro caso, aquella Ley Orgánica de 1981- han de ser aplicadas; y qué duda cabe que si se pretende superar la crisis sanitaria provocada por la pandemia del COVID-19 (expuesta y explicada en el primer Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, que vino a declarar el estado de alarma, y así en los Preámbulos también de otras tantísimas normas posteriores), ello no puede conseguirse sino por un período que, sin duda, es superior a 15 días (y muy probablemente también a junio, en que pretende finalizarse el desconfinamiento). No hay que ser Nostradamus para hacer tal previsión. Las “crisis sanitarias, tales como epidemias”, a que se refiere el art. 4.b) de aquella Ley Orgánica como legítimo objetivo del estado de alarma, sencillamente no entienden de franjas temporales (ni de fronteras geográficas), que, por pura lógica, permitan su prórroga por un tiempo mayor, mientras dure la pandemia. He ahí, según creo, la razón de que la ley no establezca expresamente límites en la duración de sus posibles prórrogas.
Interpretada así, a nuestro modo de ver, la ley en lid, resta, sin embargo, un último obstáculo, referido al resultado de dicha interpretación, que aunque pueda resultar técnico, procuraré dejar lo más claro posible a quien no sea conocedor del Derecho. Suele decirse entre los juristas que las normas excepcionales y singulares, como, sin duda, lo son aquella Ley Orgánica de 1981, así como los diversos Decretos que se vienen dictando durante nuestro actual estado de alarma, no se pueden aplicar por analogía a casos parecidos, ni pueden interpretarse extensivamente, más allá de la letra y del propio espíritu de la ley (así lo prohíbe el art. 4.2 del Código Civil). Pero nada de ello, según creo, se hace con la interpretación que proponemos: ni estoy aplicando por analogía normas del estado de alarma a los de excepción, ni a la inversa (¡al contrario!), ni siquiera interpretando extensivamente las normas sobre estado de alarma más allá de su letra y su espíritu (antes expuestos); tan solo me limito a interpretar que el silencio que guarda la norma acerca de la duración máxima en la prórroga de dicho estado de alarma, en contraste con el silencio que no guarda cuando se refiere al estado de excepción, hay que entenderlo como permisivo, no como prohibitivo, ni limitativo, de que la duración de la prórroga sea o no, mayor o inferior, de los quince días iniciales. Muy al contrario, son quienes defienden el límite máximo de 15 días en la prórroga del estado de alarma los que están colmando el silencio -o imprecisión, si se quiere- que la ley guarda sobre el estado de alarma aplicando extensivamente una norma restrictiva, cual es la contenida en la misma ley que se refiere -¡solo!- al estado de excepción, limitando la duración de su prórroga a 30 días.
Espero, en fin, que no sea esta última la interpretación finalmente admitida, sino aquella otra que no ve límite temporal máximo en la prórroga del estado de alarma. Y no lo digo tanto como jurista que así interpreta la ley y pretenda vanidosamente llevarse la razón en la disputa, sino como simple ciudadano que solo desea superar la actual pandemia sin mayores sacrificios humanos que posibles disputas -jurídicas y políticas- no sepan evitar.
*Guillermo Cerdeira Bravo de Mansilla es catedrático de Derecho Civil · Universidad de Sevilla
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