Categorías: Opinión

Programas si, insultos no

Cómo se nota que estamos ya en plena efervescencia electoral, porque vuelve a darse ese espectáculo nacional tan bochornoso de los insultos, descalificaciones y toda una serie de ataques personales entre los contrincantes políticos. Y es que dentro de sólo unos días llega ya el momento de la verdad; pero será ese momento en que el pueblo, con su soberana voluntad y fina sabiduría, decidirá quiénes van a gobernar, no en función de que unos griten más o lancen mayores improperios contra los otros, sino según los hechos y las realizaciones, según los programas y las promesas cumplidas, porque dice en viejo refrán que “una cosa es predicar, y otra muy distinta dar trigo”. Quizá por eso, hubo un político que hace años era popularmente conocido por su célebre frase de: “¡Programa, programa y programa!”, para anunciar que él sólo se sentaba a negociar con programas por delante; esos programas que ahora tanto brillan por su ausencia, quizá porque los electores no nos merecemos de los candidatos ese ostentoso lujo de querer saber qué es lo que los políticos nos ofrecen, aunque los programas electorales vengan a ser la esencia de las elecciones en democracia.
Y es que, para muchos políticos, es más fácil agredirse verbalmente entre sí, sacarse unos a otros los trapos sucios y pelearse como gallitos de corral subidos a un establo público para fustigarse con el tan manido cacareo de: “…Y tú más”, a base de intercambiarse graves acusaciones en las que no se sabe quién es más imputable del gallinero, si el acusado o el acusador. Y si bien es cierto que todavía quedan bastantes políticos honestos y muy dignos de su electorado, a los que no va destinada esta página, luego, hay otros muchos que montan cada circo en cuanto se suben a una tarima electoral, que de verdad da pena oírles. El único “programa” que tienen que ofrecer a los sufridos votantes es el de sus peleas con los adversarios políticos para, así, tratar a toda costa de ganar el escaño y, luego, si te vi no me acuerdo hasta dentro de cuatro años, por aquello que  dijera una vez un ilustre político de que “los programas electorales se hacen para no cumplirlos”, y el hombre se quedó tan pancho. Es que da hasta sonrojo de oír de hablar a algunos sacando pecho para pelearse, pero sin ni el más mínimo programa que ofrecer a electores.
¿Dónde están ahora aquellos anteriores políticos de los albores de la democracia que llevaban a sus mítines los programas por delante, o los iban repartiendo casa por casa explicándoselos a los electores?. Mas, qué envidia da leer los viejos textos de los grandes oradores políticos o las actas de las sesiones que recogen las intervenciones de aquellos parlamentarios de antes de la mitad del siglo XX, poniendo tanto ingenio y énfasis oratorio para defender en el hemiciclo los proyectos de ley, enmiendas e interpelaciones, con la única arma que entonces sabían utilizar, que era la ironía constructiva en la dialéctica parlamentaria, sin necesidad de recurrir al insulto para suplir los programas y las propias carencias, que es lo que más suele darse ahora.
Decía Plutarco que un buen orador debe utilizar siempre cierta dosis de ironía. Y Cicerón, cuando hablaba irónicamente, era muy temido, porque golpeaba tanto a sus oponentes con frases bien dichas que cada una ganaba entonces más adeptos que los que ahora se puedan conseguir con mil insultos; pero, uno y otro, jamás ofendían, ni calumniaban, ni despotricaban vertiendo insultos, insidias o descalificaciones. Y, en tiempos ya más modernos, es famosa aquella intervención en la Cámara inglesa de los Comunes, cuando a Winston Chúrchil, una diputada muy agresiva le espetó: “Señor Primer Ministro, si yo fuera su esposa, le pondría en el té veneno”. Y el ex premier Ministro inglés, sin inmutarse, con sonrisa irónica y con caballerosos modales, le contestó: “Señora, pues si yo fuera su marido, me lo bebería”.
Y aquí entre nosotros, cuando el diputado Ángel Osorio y Gallardo defendía una interpelación contra un proyecto de ley de divorcio, dijo con vehemencia: “Yo no me opongo a la disolución del vínculo, pero, ¿y los hijos?, ¿qué vamos a hacer con nuestros hijos?”. Y el diputado Joaquín Pérez Madrigal le replicó: “Por de pronto, al de su señoría lo han nombrado subsecretario”, que era cierto. Y, estando en uso de la palabra Juan de la Cierva, los argumentos que esgrimía desagradaron tanto al diputado Sánchez Guerra, que le reprochó: “¿Qué se puede esperar de su señoría, si es diputado por Mula?”. Y el primero le contestó: “Pues anda, que de su señoría que lo es por Cabra”. Luego, Manuel Hazaña, al reprender a un diputado que dijo una grosería, le censuró duramente: “Perdone que me sonroje, en nombre de su señoría”. Y a uno de los actuales políticos, cuyo nombre también silencio para ser imparcial en tiempo de elecciones, cuando era ministro, un diputado de la oposición le reprochó: “Pero, ¿es que usted cree que los españoles somos imbéciles?”. Y él con ironía mesurada y cierta socarronería propia de su tierra, le respondió: “No, no..., si ni siquiera lo pienso de usted”.
Pero quizá la frase irónica más lacerante y que diera más que hablar, no sólo entre los parlamentarios sino también entre los aficionados a la rumorología nacional, fue la pronunciada en otro debate parlamentario del siglo XX, cuando uno de los diputados que quiso afear otro lo caduca y desfasada que le parecía la enmienda parlamentaria que acababa de presentar (en este caso se silencian los nombres), pues al hombre no se le ocurrió otra cosa que reprocharle: “Su señoría es de los que todavía usan calzoncillos largos”. Y el increpado, sin alterarse y con vos modosa de inmediato le replicó: “Señoría, pues no sabía yo que su esposa fuera tan indiscreta”. Y Manuel Hazaña, al reprender a un diputado que dijo una grosería, le censuró duramente diciéndole: “Perdone que me sonroje, en nombre de su señoría”. Y a otro de los actuales políticos, cuyo nombre también silencio para ser imparcial en tiempo de elecciones, cuando era ministro, un diputado de la oposición le reprochó: “Pero, ¿es que usted cree que los españoles somos imbéciles?”. Y él con ironía mesurada y con la socarronería propia de su tierra, le respondió: “No, no..., si ni siquiera lo pienso de usted”.
El insulto político, además de ser el signo más revelador de la mala educación y de la ineptitud de los  que no encuentran otro recurso para el debate que ese, también es una de las cosas que peor cae a los ciudadanos. Y lo que se pretende aquí, es poner de manifiesto que ahora, en los debates y discusiones en el Parlamento nacional, Asambleas autonómicas, Plenos y Comisiones municipales, mítines electorales, etc, en lugar de usar la ironía y la dialéctica constructivas, se abusa del insulto irreflexivo, de la descalificación sistemática, de la demagogia engañosa y de la crispación desenfrenada. Se pone en el discurso político excesiva vehemencia, demasiada acritud, y sobrada tensión, faltando con ello al respeto de los electores y también al respeto de los propios insultadores; porque la alta función que desempeñan los titulares de la representación popular es mucho más seria, más responsable y más digna de lo que algunos políticos la hacen. Como ya he dicho alguna otra vez, si toda la fuerza que se les escapa por la boca y todo el ímpetu que ponen en zaherirse y en perder el tiempo en disputas sectarias y luchas estériles los pusieran en presentar programas, en oír a los electores que les otorgan la representación, en gestionar y resolver los verdaderos problemas, pues anda que no íbamos a mejorar en calidad de vida los sufridos ciudadanos.
Desde luego que cada uno, en uso de su legítimo derecho de expresión y opinión, es muy libre de manifestar y defender sus ideas y postulados. Y puede y hasta debe hacerlo defendiendo ardorosamente sus propias ideas y postulado, intentando hacer prevalecer sus convicciones; pero siempre debe hacerlo con elegancia, con educación y con el debido respeto a las instituciones que representa, a los representados y a sí mismo, manteniendo las formas, las buenas maneras, la honestidad, la honradez y el saber ser y estar a la altura de la dignidad que toda representación popular exige.      
Pero lo que menos soportamos los votantes es ver cómo ciertos políticos promueven esos vergonzosos altercados de enzarzarse continuamente, a veces con escandalosos pateos y abucheos en el hemiciclo parlamentario y otros foros de debate que deberían ser ejemplo de respeto a la dignidad política. Sabiendo mantener dentro de ellos las formas, las buenas maneras, la honestidad, la honradez y el saber ser y estar a la altura de la dignidad que el ejercicio de toda representación popular exige.

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