Categorías: Opinión

Privatizaciones

El triunfo arrollador del neoliberalismo económico en nuestro país, encarnado políticamente por PP y PSOE (en sus versiones radical y moderada respectivamente), ha puesto de moda el concepto “privatización”, que recorre el país de punta a punta generando inquietud y temor, y provocando innumerables descalabros sociales de diverso tipo  y variable consideración.
La derecha (tanto la explícita como la encubierta) ha construido un discurso fundamentado en la eficiencia de los recursos públicos para homologar en términos democráticos, lo que en realidad es un saqueo inmisericorde de las arcas públicas. A fuerza de presión mediática, y monopolio político, han convertido en un axioma que los servicios prestados por empresas privadas son más baratos y eficaces que los prestados directamente por la Administración. Este es un postulado rotundamente falso. No resiste la menor contraposición argumental. Y sin embargo se asume cada vez mejor por una ciudadanía laxa y bobalicona, que hace tiempo perdió cualquier vestigio  de espíritu crítico.
Esta moderna exaltación de la privatización no es más que una nueva expresión del ansia desmedida del poder económico por acumular riqueza a costa del sacrificio de los ciudadanos, en especial de los más humildes. Durante veinte años el dinero estuvo en el ladrillo. Allí estaban ellos prestos y solícitos a inflar sus cuentas de resultados desmesuradamente hasta la irresponsabilidad. Cerrado el ciclo, ahora el botín está en los servicios. Tienen un talento especial para oler billetes y una clamorosa carencia de escrúpulos, que les incita a lanzarse como tiburones sanguinarios sobre cualquier fajo de papel moneda.
La contratación de servicios públicos con empresas privadas es el pecado original de la democracia española. Es el origen de la corrupción. Un enorme agujero por el que se ha escurrido, no sólo una descomunal cantidad de dinero, también ha engullido la decencia de la clase política, la credibilidad de las instituciones y la dignidad colectiva. La gestión de este tipo de contratos ofrece a los políticos la oportunidad de corromperse cobrando jugosísimas comisiones de un modo muy sencillo y difícil de perseguir; y a los empresarios, normalmente amigos, allegados  o afines, amasar ingentes fortunas mediante una ecuación intrínsecamente perversa: sus beneficios aumentan en la misma proporción que empeoran el servicio que prestan. El circuito se cierra con la vergonzosa paradoja de que el encargado de vigilar la correcta prestación del servicio es, precisamente, el que lo adjudicó y  cobró por ello. ¿De dónde sale el inmenso caudal de recursos económicos que soporta las contrataciones con empresas privadas? Evidentemente de los sufridos contribuyentes. Parados, pensionistas, mileuristas y asalariados en general, tributan con gran esfuerzo para que políticos corruptos trasvasen su dinero a los multimillonarios, mediante el mecanismo consistentes en contratar y precarizar los servicios públicos. Lo más hiriente de esta trama es que son millones las víctimas que colaboran ingenuamente en su propio desfalco, apoyando a los corruptos  con su voto.
Un ejemplo perfecto, que ilustra con gran fuerza didáctica lo expuesto, lo encontramos en el servicio de teleoperadores de emergencias sanitarias de nuestra Ciudad. La naturaleza pública de este servicio, esencial donde los haya, es indiscutible. La lógica aconseja que sea la Administración la que asuma la organización y prestación del mismo. Pero no. Parece más “rentable” contratarlo con una empresa privada. Así piensan PP y PSOE. El servicio se presta en las instalaciones públicas, con medios públicos y bajo dirección del organismo público. ¿Qué aporta la empresa? Absolutamente nada, salvo comportarse como un mero intermediario, que ejerce de “negrero” para explotar a los trabajadores, evitando problemas  a los responsables políticos. Por esta innoble tarea perciben un beneficio que pagan todos los ciudadanos. Las empresas privadas se mueven, única y exclusivamente, por su egoísmo sin límites. En este caso, han decidido no pagar las nóminas a sus trabajadores. Estos acuden puntualmente a sus puestos de trabajo a prestar un servicio de gran valor para la sociedad, pero no cobran por ello (así llevan más de tres meses). El importe de sus nóminas está en paradero desconocido. La Administración titular del servicio se ha desentendido por completo del asunto. Los responsables del desaguisado, que decidieron suscribir, o mantener, el contrato, están de vacaciones (pagadas y bien disfrutadas), o paseándose por los medios de comunicación para intentar  blanquear una gestión  en el área sanitaria, tan nefasta, que es muy difícil encontrar parangón.
La conclusión es la siguiente: los ciudadanos pagan por un servicio que los trabajadores que lo prestan no cobran, la empresa privada se lleva al dinero, y la Administración titular del servicio se encoge de hombros. Esto es lo que los preclaros profetas del neoliberalismo llaman eficiencia de los recursos públicos. La gente, más vulgarmente, lo llama robo.

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