Colaboraciones

La primera iglesia española en Méjico

La obra de España en América nunca podría ser bien entendida ni comprendida sin antes ajustar los relojes de Méjico y España al tiempo en que aquellos acontecimientos se vivieron: al siglo XVI, cuando Bernal Díaz del Castillo, cronista de América de Hernán Cortés, escribió su “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España” (Méjico), sobre la que ya recientemente publiqué otro artículo.

Entonces existía una concepción del mundo totalmente distinta a la que tenemos en la actualidad. Y es imposible valorar aquellos hechos con la mentalidad actual; hay que medirlos con el metro histórico del tiempo en que se vivieron. Entonces ni siquiera existían los derechos humanos, puesto que se crearon por la Asamblea de las Naciones Unidas reunida en París en 1948, tras la II Guerra Mundial, fue aprobada la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Las grandes potencias aplicaban a los territorios por ellas descubiertos la ley de conquista, porque dichos territorios, antes desconocidos, eran jurídicamente considerados por todos los países colonialistas como “res nullius” (cosa de nadie), de los que se tomaba posesión por la simple llegada por primera vez a ellos y tras enarbolar la bandera del país descubridor.

Tampoco entonces era conocido el Derecho Internacional o de Gentes, que por entonces comenzaba a dar sus primeros pasos, principalmente, de la mano de dos jesuitas, el primero, el burgalés Francisco de Vitoria, catedrático de la Universidad de Salamanca; y, el segundo, Hugo Grocio, nacido en los Países Bajos. Precisamente, comenzó a hablarse de dicho Derecho de Gentes a raíz de la conquista de América, al entrar los estudiosos en discusión sobre los derechos de los indios. De esa forma, fue aprobado un conjunto de normas jurídicas en beneficio e interés de la Humanidad. Las llamadas Leyes de Indias eran bastante más garantes del trabajo de los indios, que el que regulaba el trabajo de los propios españoles de la metrópolis; hasta figuraba estipulado los pesos que podían coger, los trabajos prohibidos a mujeres y niños, el trato que había que dar a unos y otros, etc.

Otro factor entonces decisivo e imperante era la religión cristiana, de la que entonces se decía que era “la única fe verdadera que estaba inscrita en la conciencia nacional”. Los Papas venían a ostentar la fuerza legitimadora, hasta el punto de que la Santa Sede era la que respaldaba o reprobaba las guerras entre potencias europeas. Y la ocupación de un territorio por cualquier país llevaba necesariamente aparejado la conversión religiosa a la fe profesada por la potencia colonizadora, la imposición al mismo de su idioma, costumbres tradiciones y usos, imponían sus leyes y el sometimiento pleno del país ocupado, cuya toma de posesión se materializaba, tanto de hecho como de derecho, clavando simplemente la bandera enarbolada en el correspondiente lugar.

Así, los españoles llegaban y tomaban posesión de los nuevos territorios o países descubiertos en nombre del rey de España. Igualmente, el país que surcara por primera vez los mares, los dominaba; fue el caso de Portugal y España cuando por el Tratado de Tordesillas de 1494 se dividieron los mares del mundo, según por los que cada uno hubiera navegado, porque tampoco existía el Derecho Internacional Marítimo.

Junto con los conquistadores, iba también todo un ejército de nuestros religiosos, que desde la California norteamericana hasta la Pampa argentina, no se dejaron ningún territorio sin visitar convirtiendo a los indios a nuestra religión, de la que terminaron siendo más fieles que los propios españoles. Por eso aquellos países hoy hablan como nosotros, rezan las mismas oraciones y hasta piensan en muchas cosas como también lo hacemos nosotros. Nació el mestizaje de la unión de los españoles con las indígenas, que hasta en eso los españoles fueron distintos, porque las demás potencias colonizadoras practicaban el “aparhei”, la segregación racial y la separación étnica. Ningún otro país colonizador llegó a mezclar su sangre con la de los indígenas; sólo lo hicieron los españoles con los americanos.

Más no sólo fueron Cortés con casi sus 400 soldados conquistadores, sino también descubridores, exploradores, educadores y, sobre todo, muchos religiosos, que llevaban la cultura y el encuentro civilizador a los indios, socorriendo a los más necesitados, construyendo escuelas, viviendas, casas de acogida, iglesias, más numerosas fundaciones y obras pías, en defensa de los derechos de los indígenas. De Belbís de Monroy (Cáceres) salieron para América los llamados “Doce apóstoles extremeños”, que realizaron una ingente obra caritativa y de justicia social, enseñando nuestra lengua, nuestra religión y cultura, de la que la gran mayoría de americanos hoy tanto se honran de haberla heredado de España, a la que llamaban la “madre patria”.

Por ejemplo, en materia religiosa, el imperio mejicano de los aztecas, a cuya cabeza figuraba el “gran” Moctezuma, al que llevaban en andas con gran ceremonial, adoraba a sus propios dioses (sus Huichilobos o teules), que estaban en su gran templo en uno de los lugares más altos, (llamado “cú”), o gran adoratorio. A estos dioses les ofrecían valiosísimas joyas, niños y muchachos jóvenes sacrificados; cada año sacrificaban entre 800 y 1.000 para tener contentos a los dioses, la mayoría jóvenes y niños a los que los caciques cebaban preparándolos para el sacrifico. Esto indignaba mucho a Cortés, que en varias veces hizo por ello grandes y serios reproches a Moctezuma. Pues, dentro de todo ese contexto general, al cuarto día de haber entrado en la gran ciudad de Méjico, Hernán Cortés decidió un día visitar la ciudad, el “tatelulco”, que era una inmensa plaza mayor, en la que había toda clase de mercaderías y un mercado de compraventa de esclavos que ya tenían los aztecas, que estaban expuestos al público atados unos a otros para que no pudieran escapar.

Antes lo hizo saber al emperador Moctezuma, quien temió que el capitán extremeño fuera a hacer algo en el oratorio que desagradara a sus dioses; entonces simuló ir él muy contento y con mucho acato a acompañarle junto con numerosos de sus “papas” o principales señores. Por donde pasaba su comitiva imperial le tendían mantas para que quienes lo transportaban en andas no tuvieran que pisar la tierra. Por su parte, Cortés fue montado en su caballo, animal que ellos entonces desconocían. Iba también acompañado de sus principales capitanes y soldados. Subieron al templo y le presentaron dos Hichilobos. Eran unas figuras muy deformes, con caricaturas irregulares, casi más gruesas que largas. Para entenderse con Moctezuma, fueron acompañados de Jerónimo de Aguilar, doña Marina y Orteguilla, este último paje éste de Cortés que ya entendía bastante el idioma.

Llegó Moctezuma al encuentro y saludó así a Cortés: “Cansado estaréis, señor Malinche (así lo llamaba), de subir a este gran templo”. Cortés le contestó que ni él ni los suyos se cansaban nunca. El jesuita Bartolomé de Olmedo ya anunció a Cortés: “Pareceme que será bien que demos un tiento a Moctezuma sobre que nos deje hacer aquí nuestra iglesia”. Pero Cortés desistió porque sabía que no estaba muy por la labor, y que era mejor dejar que pasara más tiempo. Al encontrarse Moctezuma con él, Cortés dijo a Moctezuma: “Muy gran señor es vuestra merced - siéndole traducido por doña Marina – Hemos holgado de ver vuestras ciudades; lo que os pido por merced que, pues que estamos aquí en este vuestro templo, que nos mostréis vuestros dioses y teules”. Moctezuma le contestó que primero hablaría con sus grandes papas.


Les incitó a entrar en una torrecilla a manera de sala, donde estaban dos dioses en unos altares con muy ricos tablazones y techados. Estaban, el Huichilobos dios de la guerra, vestido con oro, pedrería, perlas y aljófar, con tres corazones de indios que aquel día habían sacrificado y eran quemados con humo. El otro Huichilobos era su hermano, el dios del infierno, con más corazones de indios sacrificados. Cortés, que ante los sacrificios de indios se soliviantaba, le dijo: “Señor Moctezuma, no sé yo cómo en tan gran señor y sabio varón, como vuestra merced es, no haya colegido con vuestro pensamiento cómo no son estos vuestro ídolos dioses, sino cosas malas, que se llaman diablos. Y para que vuestra merced lo conozca y todos sus papas lo vean claro, hacerme una merced: que hayáis por bien que en lo alto de esta torre pongamos una cruz y una parte de estos adoratorios vuestros Huichilobos y Tezcatepuca haremos un apartado donde pondremos una imagen de Nuestra Señora y veréis el temor que de ello tienen esos ídolos que os tienen engañados”.

Moctezuma enojado contestó: “Señor Malinche, si tal deshonor como has dicho creyera que habríais de decir no te mostraría a mis dioses que tenemos por muy buenos, y ellos nos dan salud, aguas y buenas sementeras, temporales y victorias cuando queremos, y tenémoslos que adorar y sacrificar; lo que os ruego que no se digan otras palabras en su deshonor. Cortés más moderado contestó: “Pues así es, perdone señor”. Y, tras haberse disculpado, Moctezuma se puso muy contento, y creyeron los de Cortés que les daría el aposento que tanto necesitaban para poder erigir un altar y poder oír cobijados la santa misa. Pero Moctezuma se hizo el desentendido e hizo pasar el tiempo.

Como Cortés y el fraile de la Merced vieron que Moctezuma no tenía ninguna voluntad que en el “cú” de Huichilobos pusiésemos la cruz ni hiciésemos iglesia - sigue manifestando Bernal Díaz del Castillo – y porque desde que entraron en aquella ciudad mejicana, cuando se hacía misa hacíamos un altar improvisado sobre mesas y le tornaban a quitar, acordose que demandásemos a los mayordomos del gran Moctezuma para que en nuestro aposento construyésemos una iglesia. Los mayordomos de Moctezuma respondieron que se lo harían saber a éste. Cortés entonces envió a decírselo a doña Marina, Aguilar y con Orteguilla, el paje de Cortés, y luego dio licencia y mandó dar todo recaudo. De manera que en dos días teníamos construida nuestra iglesia y la santa cruz puesta delante de los aposentos.

Allí hacíamos la misa cada día hasta que se acabó el vino, que como Cortés y otros capitanes, más el fraile, estuvieron malos cuando las guerras de Tascala, consumieron el vino que teníamos para misa. Y desde que se acabó, cada día estábamos rezando de rodillas delante del altar y las imágenes; lo uno por lo que éramos obligados como cristianos de buenas costumbres; y lo otro, para que Moctezuma y sus capitanes nos viesen de adorar y se inclinasen a ello; en especial teníamos el Ave María. Y ocurrió que como estábamos en aquellos aposentos, como somos de tal calidad y todo lo trascendemos y queremos saber, cuando miramos dónde era mejor y más conveniente instalar el altar, resulta que dos de nuestros soldados, uno de ellos carpintero de lo blanco, que se llamaba Alonso Yáñez, vio en una pared una señal de haber habido una puerta que estaba tapada, muy bien cerrada, encalada y bruñida.

Se comentaba que en aquel aposento podía tener Moctezuma el tesoro de su padre, Axayaca. Se veía que la puerta debía llevar pocos días cerrada y encalada. El tal Yáñez lo comentó a Juan Velázquez de León y a Francisco de Lugo, que eran capitanes y deudos míos. Se lo dijeron a Cortés, y secretamente se abrió la puerta. Varios de los capitanes entraron primero dentro y encontraron tan elevado número de joyas de oro en plancha, piedras chalchiusis y otras de muy grande riqueza. Después lo supimos los demás capitanes y soldados”.

Y así quedó construida la primera iglesia de España en Méjico. A partir de entonces, los templos cristianos empezaron a multiplicarse en Méjico bajo la advocación de su Virgen de Guadalupe, de la que tan devotos son la gran mayoría de mejicanos. Su imagen era a modo y semejanza de nuestra Virgen de Guadalupe de Extremadura. De ambas la leyenda dice que lo mismo que en España la Virgen se apareció al vaquero cacereño Gil Cordero, en Méjico se apareció al indio Juan Diego.

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