Pedro Antonio de Alarcón fue periodista, poeta y soldado, cronista oficial de la Guerra de África (1859-1860). Sobre ella escribió “Diario de un testigo de la Guerra de África”, cuya primera crónica la escribió en Ceuta
Nació en Guadix (Granada), hijo de una familia acomodada. Con 20 años fue redimido del antiguo servicio militar obligatorio, supuestamente, como soldado de “cuota”, o pago de una determinada cantidad para que llamado a filas se librara de ir a la guerra. Aquel sistema de reclutamiento creo que fue tremendamente injusto, dado que suponía pagar para no tener que ir a morir; mientras que a quienes eran humildes de solemnidad no les quedaba más remedio de ir a la “mili” a servir de carne de cañón. Pero el mismo Alarcón corregiría después tal injusticia alistándose voluntario con 26 años, como en adelante veremos.
Alarcón se marchó a Madrid a estudiar periodismo, en cuya capital frecuentaba círculos de la más alta sociedad. En la Universidad trabó muy buena amistad con el teniente general Antonio Ros de Olano, un catalán, que también estudiaba periodismo, aparte de haberse antes licenciado en Derecho y ser poeta romántico. Y también Olano se hizo amigo íntimo del poeta de su mismo estilo romántico, el extremeño José Espronceda, de Almendralejo (Badajoz), quien escribió una extensísima oda de 200 páginas: “El Diablo del Mundo”, cuyo libro dedicó a Olano y éste, a su vez, se lo prologó.
Por cierto, que me voy a permitir hacer un inciso para poner de relieve un dato muy poco conocido sobre Espronceda que descubrí cuando investigaba sobre mi libro: “Mirandilla, sus tierras y sus gentes”, la historia de mi pueblo hasta entonces inédita, que me editó la Diputación de Badajos en 2005. Y es que Esproceda vivió a temporadas en Mirandilla, en una finca de su propiedad sembrada de viñedos y olivos, dotada de vivienda rural, en el lugar allí conocido por Los Cerrajones. Los olivos todavía siguen sembrados, pero la casa debió ser derruida, y de los viñedos sólo quedan algunos retoños que las raíces de cepas de vez en cuando reproducen.
Tras haber finalizado ambos los estudios, el general Olano fue nombrado jefe del Tercer Cuerpo de Ejército de África que se estaba organizando en Málaga. Los marroquíes no dejaban de hostigar con duros ataques a Ceuta desde la kabila de Ányera, parapetados en el “Boquete”, desde donde la artillería marroquí lanzaba frecuentes y duros ataques, sin atender los insistentes requerimientos que se les hacían para que cesaran en las hostilidades o se adoptarían las consiguientes medidas defensivas y de represalia. En vista de que no hicieron caso de las numerosas advertencias, continuando los ataques y las provocaciones, el 22-10-1859, España declaró la guerra a Marruecos. Los Cuerpos de Ejército Primero y Segundo ya estaban en el teatro de operaciones listos para entrar en combate.
Isabel II había otorgado a Olano el título de Conde de la Almina de Ceuta
La amistad de Alarcón con el general Olano hizo que éste le convenciera para que participara con él en la contienda como corresponsal de guerra. Alarcón marchó de Madrid para Málaga el 30-10-1859, donde se estaba organizando el Tercer Cuerpo de Ejército que mandaría Olano y desde cuyo puerto partiría para Ceuta una Escuadra formada por 20 buques de guerra, mandada por Segundo Herrera. También iban embarcados el general Marina y el propio Olano. En la ciudad malacitana, Alarcón se pertrechó comprando un caballo y contratando a un escudero ayudante, a modo de Don Quijote y Sancho, haciéndose de una espada y un revólver al cinto y demás pertrechos necesarios que tuvo que comprarse de su propio peculio por ser civil. Por expreso deseo de Alarcón, el 22-11-1859 se alistó voluntario en el Ejército; en diciembre juró bandera, incorporándose entonces ya a la expedición mandada por Olano, como ordenanza suyo. Aquella guerra se afrontó con 40.000 militares españoles, la mitad de efectivos de nuestro actual Ejército.
Antes, en 1856, la reina Isabel II había honrado a Olano otorgándole el título de Conde de la Almina de Ceuta. Adelantando muy resumidamente el resultado de aquella guerra, veamos la crónica que Alarcón escribió: “El general Ros de Olano los dejó acercarse cuanto quisieron (a los marroquíes), sin inquietarse de sus alaridos, ni de las banderas que ondeaban ante nuestros ojos; pero luego los vio a distancia y apiñados (…), y mandó hacer fuego a la artillería. Yo no he visto nunca puntería tan admirable”. Olano cayó enfermo de cólera y tuvo que curarse. Mientras duró su ausencia, Alarcón pasó a servir como ordenanza del general O`Donnell, se supone que bien recomendado por su compañero y paisano catalán, Olano. En enero, ya recuperado éste de la enfermedad, se inició el avance hacia Tetuán. En una de las escaramuzas, el Tercer Cuerpo del Ejército mandado por Olano infringió una nueva derrota a los atacantes cerca del río llamado Guad-el-Jelú, y la reina volvió a concederle dos títulos más de nobleza: marqués de Guad-el-Jelú y Vizconde de Ros. En febrero las tropas españolas tomaron Tetuán. El sultán se vio obligado a retirarse a Wad-Ras. Allí fue definitivamente derrotado el 23 de marzo, viéndose obligado a pedir la paz”.
Pero vayamos a la primera crónica de Alarcón escrita desde Ceuta, en la que este artículo se centra. La expedición de Olano salió del puerto de Málaga el 11-12-1859. La escuadra estaba formada por 20 buques de guerra que zarparon de Málaga de noche y, tras atravesar el Estrecho de Gibraltar, llegaron el día 12 siguiente por la mañana a Ceuta. Aquí Alarcón comienza su primera crónica: “A la llegada lo primero que se divisa es el Monte Hacho, famoso presidio, recinto de expiación de la tristeza, visión de los insomnios de madres, esposas, hijas y de infelices penados. Ceuta, dispuesta en escalones, graciosa y bella en su conjunto, rodeada de jardines y huertos, limpia y cuidada. Al otro lado de sus recias murallas, una verde pradera en la que pacían tranquilamente muchas vacas de la granja del Ejército.
En la ladera de una colina, tiendas de campaña, a lo largo un gran edificio y una bandera. Al fondo, el Boquete de Ányera, una serie de alturas, las montañas del Atlas, próximo a la sierra de Belliones. Al llegar a Ceuta, se hallaban acampados en sus calles 10.000 soldados, bandas de música y cornetas, camillas de enfermos, recuas enteras, acémilas cargadas de provisiones y víveres, fogones instalados en el suelo, donde el uno guisa, el otro parte leña, éste llega con agua, aquél se cose y se remienda, un boquete de fusiles en cada plaza, un caballo en cada reja, un vivac en cada puerta, por un lado equipajes, por otro cañones, una cama improvisada en cada rincón, allá otros cantan, éstos que juegan, aquéllos que se quejan, y cada cual atendiéndose a sí mismo, de su ropa, de su cama, de su casa, de sus animales, de las órdenes recibidas y de las que dan los cornetas, algunos poniéndose a escribir sobre una pila de balas, otros lavándose en medio de la calle, quien pensando en la Península y en el correo, quien los compañeros le esperan en el campamento a ver si muerto. ¡Oh, es el cuadro más vivo, más animado, más pintoresco que pueda imaginarse!. ¡Qué variedad de tipos, de caracteres, de dialectos, de uniformes!. El catalán irascible, el sosegado gallego, el locuaz andaluz, el serio castellano, el conciso y terminante aragonés.
Escribo estas líneas desde la Plaza de la Constitución de Ceuta
Eran las doce de la mañana y seguía esperando el desembarque de mi caballo para salir a reconocer el campo de Ceuta; cuando supe que los moros acababan de atacar el Cuerpo de Reserva, mandado por el general Prim. Este aviso muchos lo oyeron sin inmutarse; me impresionó a mí vivamente, que abandoné caballo, equipaje y almuerzo a merced de la casualidad y emprendí a pie el camino del Serrallo, deseoso de ver a los marroquíes y de presenciar una acción de guerra. Salí de Ceuta atravesando sus inexpugnables fortificaciones, sus anchos fosos, algunos de ellos henchidos de agua por el mar, y sus redobladas puertas acribilladas a balazos por las espingardas moras; y me encontré en el primer campamento, ocupado hoy por el Primer Cuerpo de Ejército, que se ha bajado a aquel punto a descansar de las duras fatigas con que inauguró esta campaña (…).
Allí, a las puertas de sus tiendas estaban tendidos, o entregados a inocentes juegos, o paseando pensativos con la compañía del inseparable cigarro, los héroes del día 25 de noviembre, los que habían sufrido el primer empuje de los moros y todas las inclemencias de los demás rigores del más deshecho temporal, los que habían soportado sin inclinar la cabeza todos los rigores de la guerra, todas las privaciones del despoblado y el azote implacable de la peste. Yo los miré con amor y veneración; y, creyendo encontrar en sus filas el hueco de los que yacían en los vecinos bosques, les tributé el sufragio de mi religiosa pena. Luego pensé en sus enlutadas familias, que no verían ni tan siquiera la tumba de aquellas nobles prendas de casa, y mi corazón se afligió más de lo que es costumbre en estos lugares. Remotos disparos me trajo una ráfaga de viento. Apresté el paso y llegué a las alturas del Otero, donde alcancé a ver lejos dos o tres líneas de humo a los alrededores en un bosque muy cerrado. Los secos estampidos de la pólvora menudeaban cada vez más.
La línea de combate abarcaría un frente de media legua, o sea, desde nuestro reducto más avanzado, que se llama Príncipe de Asturias (Barriada el Príncipe) hasta la misma orilla del mar. Es una lucha en que nuestro Ejercito pelea a cara descubierta, mientras que los enemigos combaten en el lugar que les parece mejor, siempre ocultos o parapetados, valiéndose de emboscadas y sorpresas, y aprovechándose de la retirada forzosa del anochecer para dejar sus guaridas y picarnos por la retaguardia. Hoy los batallones de Prim han desalojado a los moros de los bosques en que habían estado parapetados todo el día, y han ocupado posiciones que conservaremos y que nos serán muy útiles para proteger la construcción del camino de Tetuán.
En este momento oigo decir que entre nuestros muertos figura el bizarro coronel Molins, de quien se cuenta que hace tres días, contemplando los inanimados restos de los cazadores que acababan de caer a su lado, exclamó lúgubremente: “¡Cuántos padres no volveremos a abrazar a nuestros hijos!”. Terminemos por hoy. Escribo estas líneas desde la Plaza de la Constitución de Ceuta. Son las ocho de la noche. Ya ha acabado este grandioso e inolvidable día en que ha dado principio mi vida de soldado. La plaza está llena de hogueras, dos o tres músicas tocan retreta, y los soldados aplauden medio dormidos.
Yo tengo mi vivac en unas vigas del Parque de Ingenieros que he encontrado cerca de una pared. Sobre dos de ella he extendido al aire libre mi cama de campaña. De otra, está atado mi caballo, mareado todavía de las resultas de la navegación; otra me ha servido de mesa para cenar; las restantes han sido mi sofá, mi ropero y mi lavabo. Por lo demás, las estrellas y la luna decoran ya las azules cortinas de mi lecho. Buenas noches. ¡Ah, se me olvidaba!. En Ceuta los serenos dicen también: ¡Ave María Purísima”.
Aquella guerra, habiendo sido una gran victoria para España que restituyó la dignidad y el honor patrio de los españoles, se saldó con 4.040 españoles muertos, más 4.994 heridos.
Las cifras son la expresión más elocuente del mal que toda guerra representa, independientemente de que algunas sean justas, o no haya más remedio que hacerlas.
Cicerón ya dijo en su momento: ”Prefiero la paz más injusta, a la más justa de las guerras”. Cervantes, en El Quijote, que: “La paz es el mayor bien que se tiene en la vida, y que no es bien que hombres honrados sean verdugos de otros hombres”. Y Juan Pablo II: “La guerra es siempre una derrota de la humanidad”.