Hace quince años, el ayuntamiento de Arenys de Munt, sin pedir autorización alguna, organizó un referéndum independentista entre sus vecinos. La idea cuajó, y otros municipios catalanes comenzaron a asumirla como propia. A la vez, el entonces lehendakari Ibarreche jugaba con la misma idea; convocar algo similar en el País Vasco. Fue en esa tesitura cuando el Gobierno, presidido en aquellas fechas por José María Aznar, con premura solo justificable porque se acababa la legislatura y se aproximaban unas elecciones generales de incierto signo, decidió criminalizar la realización de referendos, haciéndolo por la inadecuada vía de presentar, ya en el Senado, una enmienda a la Ley de Demarcación y Planta Judicial, todo ello para crear un nuevo tipo penal “ad hoc” que sancionaba con cárcel de tres a cinco años e inhabilitación para el ejercicio de cargo público de hasta diez años a los posibles organizadores de referendos ilegales
La citada enmienda, que introducía un prolijo artículo 506 bis en el Código Penal, prosperó en diciembre de 2003 con el voto en contra de toda la oposición, que consideraba la medida como “una intolerable criminalización de la vida política” susceptible de ocasionar un fortalecimiento en las filas independentistas. Poco después de aprobada aquella reforma y habiendo ganado el PSOE las elecciones generales de marzo de 2004, el Gobierno de Rodríguez Zapatero se propuso derogarla, lográndolo, tras la preceptiva tramitación parlamentaria, en octubre de 2005.
Como argumento fundamental para justificar dicha derogación se alegó que a los independentistas había que ganárselos sin necesidad de responder con medidas drásticas, sino mediante el diálogo y el famoso “talante”. Los hechos han demostrado que aquel sistema fracasó, sin que ello sea óbice u obstáculo para que, a estas alturas, el repentino Gobierno que preside Pedro Sánchez se dedique a aplicar esa especie de placebo del buenismo, el contacto personal, el paseo por los jardines de la Moncloa y hasta el encogerse de hombros ante la resolución del Tribunal alemán, todo ello con la absurda idea de que, de esa forma, el independentismo catalán (que sigue, raca raca, en sus trece, y ahora, tras la postura intervencionista del dichoso Tribunal germano –que no hermano- más crecido aún) cederá y volverá, como un corderito, al redil del autonomismo.
Curiosamente, lo único que Torra y los suyos tratan de evitar caer en algún supuesto que quebrante las leyes, susceptibles de llevarlos ante la Justicia, prueba de que aquella reforma preconizada por Aznar (que posteriormente anuló una tardía Sentencia del Tribunal Constitucional, dado el anómalo sistema seguido para su aprobación) habría servido para impedir pasos dirigidos a segregar un trozo de España.
A la vista de cuanto está sucediendo, se echa de menos algún tipo de sanción penal que castigue severamente cualquier grave vulneración de la Constitución. El tiempo ha venido a demostrar que, en este caso, poco puede hacerse mediante el diálogo, a no ser que por parte del Gobierno se caiga en el error de ceder en algo tan intocable como debe ser la unidad indisoluble de la Patria común e indivisible de todos los españoles, fundamento, es decir, base, raíz y cimientos de la propia Constitución, según reconoce explícitamente su artículo 2. Lo que resulta claro es que la otra parte no está dispuesta a retroceder ni un milímetro en su obcecada postura, encaminada al objetivo fijo de la “independencia” de Cataluña, como si esa parte inalienable, próspera y privilegiada de España fuese una oprimida colonia.
Ahora, cuando la justicia alemana ha concedido la extradición de Puigdemont solamente por el delito de malversación de fondos públicos y no por el de rebelión, permitiéndose entrar en el fondo del caso –algo que solamente compete al Tribunal juzgador español- resulta aún más evidente la carencia de una norma expresa y clara alusiva a cualquier vulneración que afecte a la unidad de España. Otras naciones democráticas –Alemania entre ellas- llegan a prohibir la existencia de partidos regionalistas, y no pasa nada. Solamente tres países de los ciento noventa y tres que hoy día integran la ONU prevén en sus Constituciones la posibilidad de ejercitar el derecho a la autodeterminación
Pienso que nada extraño sucedería si España, al amparo del antes citado artículo 2 de la Constitución, prohibiera expresamente tal derecho e incluyera en su ordenamiento penal el correspondiente castigo a quienes trataran de ejercerlo. La rebelión -que exige violencia- podrá resultar de discutible aplicación al caso catalán, si bien para decidir sobre eso están los Tribunales españoles, jamás los de un “lander” alemán. Menos problemas ofrece la sedición, que implica alzamiento tumultuario, un hecho que se produjo sin duda en el cerco a la Consejería de Economía del día 21 de septiembre -destrozo de vehículos oficiales y retención forzosa de Guardias Civiles y personal de Justicia- así como también durante el famoso e ilegal 1-O, con la actuación de piquetes dispuestos a impedir la entrada de la fuerza pública en los Colegios electorales, en cumplimiento de un mandato judicial: retirar las urnas, impidiendo la votación. Todo ello sin contar las posteriores acciones violentas de los llamados “Comités de Defensa de la República” –CDR-, en protesta por la aplicación del artículo 155 y las detenciones de políticos.
Algo debería hacerse, pero mucho me temo que no se hará, salvo que las cosas cambien de modo radical. Aunque algunos no lo crean, aquí no se trata de derechas ni de izquierdas, sino de preservar lo que debería ser un objetivo común y sin fisuras: la unidad e integridad de España.
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