La derecha es incompatible con la democracia. No con la democracia formal, que sólo requiere el acatamiento de unas reglas básicas muy simples. Sujetarse a la dimensión aritmética del sistema democrático no tiene excesivo mérito. Infinidad de ejemplos avalan esta aseveración. Partidos políticos partidarios del exterminio nazi, o formaciones que alientan el terrorismo concurren a procesos electorales con absoluta normalidad. Otra cosa, bien distinta, es entender y asumir el fundamento filosófico en que se inspira la democracia. La soberanía reside en el pueblo de manera estable, permanente e intransferible. De la incontrovertible necesidad de dotarnos de un mecanismo operativo para tomar decisiones colectivas, que nos obliga a efectuar una delegación provisional, concreta y limitada de esa soberanía, eligiendo representantes, no puede inferirse que el pueblo quede despojado de su poder. Por ello, el mejor testigo de calidad de una democracia es la gestión del principio de autoridad. Ésta debe ejercerse desde el más exquisito respeto a la intocable libertad de cada uno de los ciudadanos. La represión sólo encuentra legitimidad en un sistema democrático cuando una conducta, de manera flagrante, invade o perturba el derecho de otro ciudadano. En caso contrario, la libertad debe prevalecer por encima de cualquier otra circunstancia.
La derecha sin embargo, practica una modalidad muy reduccionista de la democracia que la desnaturaliza por completo. Aunque se afanan en guardar las apariencias, la incontenible fuerza del subconsciente siempre se termina imponiendo. Cuando ostenta el poder relega a los ciudadanos a la categoría de súbditos cuya única expresión válida es la obediencia. Ellos no gobiernan, mandan. Sienten placer exhibiendo poder.
Esta patología es la que explica el esperpéntico episodio vivido la semana pasada en una céntrica plaza de nuestra Ciudad.
Un amplio sector de la sociedad española está muy preocupado por las decisiones adoptadas por el Gobierno de la Nación en materia educativa. No se entiende muy bien que la enseñanza no haya quedado blindada de los efectos de la política de austeridad extrema. Para muchas personas (me incluyo) la educación es, y debe seguir siendo en cualquier tesitura, la prioridad por excelencia. Todo aquello que perjudique la calidad del sistema es un ataque directo y gravísimo al conjunto de la sociedad y al innegociable principio de la solidaridad intergeneracional. Este hecho justifica la movilización general en defensa de la escuela pública. En nuestra Ciudad, con más motivo. Nuestros escandalosos índices de fracaso escolar añaden otro puñado de argumentos a la obviedad. Si partimos de la probada apatía que aflige a Ceuta, resulta especialmente gratificante que diversos colectivos locales hayan decidido sumarse a la protesta. Convocaron una concentración en la plaza de la Constitución que, posteriormente, trasladaron a la Plaza de los Reyes, sabiendo que un Ministro, de los que ha votado las dañinas medidas contestadas, estaría allí presente a la misma hora. Una decisión impecable.
La soleada tarde de primavera se veía estéticamente asaltada por varios furgones policiales que habían ocupado la plaza. Una nutrida dotación de la policía nacional esperaba para recibir a los convocados en una insultante contradicción. Pretendían impedir la concentración alegando que no se había “notificado”; pero no explicaban por qué motivo, en ese caso, sabían que se produciría. Conveniente inciso. En nuestro país no es necesario autorizar una concentración, basta con su comunicación, precisamente para que las autoridades puedan proteger el ejercicio de ese derecho, no para lo contrario. A pesar de que el cambio de ubicación era público y notorio (se publicó en todos los medios de comunicación) y que la presencia de la policía así lo revelaba, se pretendía esgrimir esta infantil excusa para evitar que el Ministro se pudiera sentir molesto. Empezaron a llegar los participantes. Padres, madres, jóvenes, profesoras y profesores. El gentío allí reunido rezumaba ingenuidad hasta la candidez. Sólo querían pedir, en silencio, una buena escuela. No importó la evidencia. La orden había sido cursada y debía cumplirse. Frente a los atónitos manifestantes se sitúo una línea de aguerridos policías en actitud desafiante. En ese momento el surrealismo se hizo carne. La Delegación del Gobierno exigía contundencia para reprimir unas hordas violentas que pretendían subvertir el orden; y allí lo que había era un colectivo de ciudadanos de una inocencia tal que inspiraba ternura. No se dieron por vencidos. En lugar de reconocer el error, prefirieron abundaron en él. Ante todo, y por encima de todo, la demostración de fuerza. Sin reparo en el ridículo. Y comenzaron a pedir la documentación a algunos de los concentrados. Los agentes, armados con bolígrafo y libretilla, apuntaban los datos de las personas a las que sin criterio, ni sentido, iban eligiendo (lógicamente no podían con todos). Una forma de amenaza retrógrada que despertaba curiosidad, extrañeza, risa o indignación. De nada sirvió. El acto se celebró. Con bastante éxito, por cierto. El Delegado del Gobierno sometió al Cuerpo Nacional de Policía a un desgaste de imagen innecesario. Vergüenza ajena. Porque el pensamiento ante la estupefacción era coincidente entre los allí presentes: ¿en la Ciudad con el índice de criminalidad más alto de España, las fuerzas de seguridad se pueden dedicar a pedir carnets a ciudadanos honrados que se expresan pacíficamente? Ardua tarea conquistar el futuro siendo rehenes de quienes añoran el pasado.
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