Opinión

La poetisa Zajra Yaya

En los pasados siglos el oficio de poeta era una desgracia para la familia y en numerosas ocasiones , para el mismo individuo que, digamos, padecía la inspiración. Oficio, según la época, por debajo del de barbero y del pintor de brocha gorda. Un poeta varón era una desgracia en el horizonte familiar pero una mujer y una mujer que fuera mulata y , además, de una gran inteligencia y vasta cultura era algo que chirriaba con las más consolidadas normas sociales.
Se sabe que la poetisa Zajra Yaya nació a mediados del siglo XIX en el centro de la ciudad de Ceuta, junto al mar, siendo su padre un acaudalado comerciante de ultramarinos y su madre una belleza de la lejana Isla de Fernando Poo.
Cumplidos los doce años viajó por primera vez a la Península, recibiendo una educación occidental que ella acrecentaba debido a su avidez por la lectura en la fabulosa biblioteca familiar. No cursó carrera porque era ley que la mujer no recibiera estudios oficiales y que un preceptor cumpliera las funciones del catedrático, siendo a veces las preceptoras mujeres excepcionales que leían sus poemas a su alumnas insuflándoles el gusto por las Musas y componiendo sus verses desde su práctica condición de esclavas. De vuelta a Ceuta, se puso en contacto con poetisas andalusíes como Wallāda Mustakfī y Ḥafṣa al-Ḥāŷŷ Rakūniyya y pergeñó en su juvenil diario un mapa muy personal de Ceuta donde sus lugares más queridos tomaban otros nombres, anotando los hechos excepcionales de su corta vida ocurridos o imaginados. En cierta ocasión, anotó ver disiparse la niebla y que una gran ciudad aparecía en el mar con sus calles, plazas y transeúntes que iban a sus asuntos diarios pero que se detenían para contemplar, sorprendidos a su vez, la ciudad donde ella se encontraba, saludándose unos a otros. Fuera esto ilusión inspirada por las leyendas de San Barandán o fuera algún espejismo del desierto llevado por la ventolera hasta más allá de la costa, quiso ella visitarlo pero la maravillosa ciudad con sus palmerales, iglesias y mezquitas volvió a desaparecer en la niebla.
Pasados unos años, luego de haber viajado por al-Saharía, llegó hasta la legendaria Timbuctú. La poetisa fue una gran viajera y realizó en compañía de su amante, el poeta Mufarreh abu Jalid, numerosos lugares. Entre otros, las ensoñadas ciudades de Córdoba, Sevilla y Granada, aspirando los perfumes de los aceites de sus jardines, dominio del jazmín y de la dama de noche. ¿Por qué desde que me amas
mi lámpara alumbra en la noche
y mis versos han florecido?
Me he convertido en una niña
que ríe al sol
y soy una profeta
cuando sobre ti escribo,
desde que me amas. Conoció diversos calabozos. Entre ellos, los de Málaga por haber encabezado un motín de las mujeres del puerto y viajó hasta las Islas de Cabo Verde y Fernando Poo, isla materna donde permaneció más de diez años , muriendo en las proximidades del río Zambeze a consecuencia de un tumulto provocado por una lapidación. Me pregunto cuál es mi patria
Porque he de vivir en mi tierra
Y brotar como brizna en mi tierra,
Y gozar como pájaro en el vuelo
Y vivir como una niña ilusionada
Y ser como llovizna de primavera
Quiero vivir en el seno de mi patria.
Y ser brizna, lluvia, pájaro y flor Entre los poemas y escritos en prosa que se lograron conservar, era la suya una poesía llena de sencillez e intensidad, exaltada a veces, donde abundaban los temas amorosos, tratándose desde el más elevado argumento hasta el humilde alcaucil. No desdeñó los espinosos temas sociales que la llevaron a los calabozos y a ser decapitada.
Así puso por escrito la sublevación de las tribus del sur del río Zambeze contra las plantaciones en su Tarih Alzum (Historia de la Iniquidad).
La mayor parte de los poemas que la familia logró conservar de ella estaban dedicados al poeta Mufarreh abu Jalid al-Qays, en unas Qasidas llamadas Relatos del Cielo en la Tierra, en las cuales la poetisa incluía los paseos con su amado por las orillas del Guadalquivir, estimando siempre a Ceuta como el lugar donde pasó los mejores años de su vida..
En sus escritos abordó, asimismo, los conflictos más comunes de la vida cotidiana. Sirva de ejemplo su relato acerca de dos campesinas liberadas al fin de sus rencores.
LAS DOS VIUDAS
«A unas leguas de la ciudad de Ceuta vivía Magadalena, una viuda de religión cristiana, y un matrimonio musulmán, los cuales eran vecinos que antaño mantuvieron muy buenas relaciones debido a que Magdalena y Amira se vieron crecer desde niñas pero que por esto y aquello se fueron distanciando y sin que mediara ningún suceso grave la situación llegó a ser tal que un abismo los separaba, un abismo donde no sonaban los buenos días, limitándose cada cual a trabajar el huerto y a repartir forzosamente el agua de la acequia. Las dos tuvieron hijos pero estos se marcharon a la ciudad. Coincidían, eso sí, en labrar primorosamente la huerta. Y mientras Magdalena había de trabajar sola, Amira compartía con su marido el trabajo pero comprobaba día a día que a este le menguaban las fuerzas e incluso la cabaña donde vivían ya no lucía cuidada y esplendorosa.
Por su parte, la viuda Magdalena laboraba con primor y aunque el trabajo a veces la agotaba de tal manera que al final de la jornada no tenía fuerzas ni para dar de comer a las gallinas, luego de dura labor no había en casa nadie con quien compartir una palabra, si acaso ,al anochecer, oía los ladridos de los perros que guardaban una lejana alquería, pero aun así cada jornada se afanaba en ganarse el pan.
Sucedió que Magdalena oyó que Arima se lamentaba con una vecina de que había de trasladarse con su marido a la ciudad de Ceuta en busca de remedio para este pero que ello no era posible porque no poseían sino unos pocos durhams y, por tanto, de seguir así, el hombre moriría sin remedio. Conmovida por esta noticia como solo puede serlo un ser abocado a la soledad tras haber pasado por el mismo trance, aquella noche la viuda fue a la huerta de Amira, caminando a través de las bien cuidadas hortalizas, y depositó ante la puerta de esta los ahorros que poseía, retirándose tan silenciosamente como había llegado.
Con este dinero y lo que pudieron reunir de parientes y amigos, marchó el matrimonio a la ciudad donde permanecieron una temporada plantando cara a la muerte. Viuda ya, Amira regresó a su casa y no encontró el huerto agostado ni falto de cuido sino que los cultivos lucían tan lozanos como si ella y su marido los hubieran cuidado. Incluso el daño que hubo en el tejado había sido arreglado.
Muy intrigada por esto, Arima se incorporó a la labor de su huerta y procuró ampliar lo que sembraba por había contraído deudas y correr el peligro de que los prestamistas se hicieran con su propiedad comentando su lamentable situación con las vecina. Magdalena no disponía ya de dinero para ayudarla de nuevo pero en cambio durante las noches llevaba el fruto de su huerto a la propiedad de ella con el fin de que lo vendiera en el mercado y obtuviera así los dineros suficientes para saldar el préstamo. Con ayuda, fue Arima solventando sus deudas y preguntándose quiénes podían ser los que la ayudabna .Llegó a sentir tanta curiosidad que espió por la noche y en esto vio venir a Ruma, una de las vecinas, portando un manojo de verduras.
-¡Al fin conozco a quién me ayuda!- exclamó Amira plantándose ante ella.
Hubo de darse por descubierta la vecina y dijo:
-Nos conoces a todas y también a Magdalena. Ella cuidó tu huerto y nos convenció de que hiciéramos esto.
-No me lo creo.
-¿No? Pues espérala como has hecho conmigo porque viene un día sí y otro también recogiendo presentes de las huertas —y después de darle el manojo de hortalizas, Ruma se marchó.
Amira aguardó la siguiente noche. ¿Por qué deseaba que lo que le dijo Ruma fuera cierto y no fuera cierto? En dos ocasiones creyó atraparla pero la desconocida o el desconocido llegaba y alejaba con singular rapidez y en el último momento evitaba ser reconocido. En la tercera noche, Amira también veló y, asombrada, vio acercarse en medio de la oscuridad a su vecina llevando dos gruesas calabazas que apenas podía con ellas y que depositó en el suelo donde solían dejar la benefactora carga. Una vez depositadas las calabazas, Magdalena se alejó a por más por parecerle insuficiente lo dado aquella noche. Al regresar, Amira, se puso ante ella y después de exclamar que ahora la conocía de veras, la abrazó bendiciéndola por todas las bondades de que le había hecho objeto y de su boca brotó la palabra 'ukht, hermana. Al oírse llamar así, a Magdalena, que había estado falta de afecto durante tanto tiempo que no recordaba la última vez que se sintió querida o, al menos, acompañada, le brotaron las lágrimas y devolvió el abrazo, diciéndose afortunada porque gracias a unos dirhams y unas hortalizas había conseguido lo más valioso que un ser humano puede llegar a atesorar que es el afecto del otro ».

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