Vivo a un paso de la Plaza de Azcárate desde que tenía nueve años. Son muchos, y gratos, los recuerdos que conservo de aquella antigua Plaza, dividida en dos partes bien diferenciada: la alta, situada a nivel de la calle Real, y la de abajo, a la que se accedía por dos escaleras divergentes que salían desde la parte central de la primera, y desde la que, a su vez, se bajaba a la calle Alfau por otras dos escaleras.
Ambas partes estaban dotadas de un frondoso arbolado del cual quedan apenas tres ejemplares, tras la obra de construcción de aparcamientos que vino a dar al traste con aquella singular configuración y con gran parte del atractivo que tenía el lugar.
Cierto es que, desde mi infancia hasta que le restituyeron su denominación inicial, hace más de treinta años, se llamó Plaza del General Mola, como rezaba en el mural de cerámica que se puede ver en la foto, ya desaparecido. Pero siempre, a nivel popular, se le siguió conociendo con su primitivo nombre, el de un significado político progresista y republicano del siglo XIX y comienzos del XX, Gumersindo de Azcárate, impulsor de la reforma social y de la ley contra la usura. A él, en la parte baja de la Plaza, la “plazoleta”, se le dedicaba una inscripción asimismo desaparecida. Como anécdota sobre el nombre referiré una que viví en primera persona. En la dorada época de los “paraguayos”, aquellos visitantes que llegaban a millares para hacer compras en Ceuta, se me acercó en la calle Real uno de ellos para preguntarme, muy serio, dónde estaba la plaza “del Kárate”. Se lo expliqué, aclarándole además lo de la denominación. Acabamos ambos riendo.
En la parte baja jugábamos al fútbol, aunque había que regatear no solo a los contrarios, sino también a los árboles que, situados en los márgenes, dejaban libre el centro. Recuerdo que en 1950, cuando vinieron las Misiones de los jesuitas, allí se celebraron misas con asistencia multitudinaria. La gente iba a ver los partidos desde arriba, sobre todo cuando jugaba un chiquillo conocido como “Cría”, portentoso como futbolista Más tarde se instaló allí un mercado –hoy trasladado a Real 90– que tuvo su época de esplendor con las “almejas a la guayana” preparadas en uno de sus puestos, así como con las telas que se vendían en un establecimiento situado en la misma Plaza.
Arriba había dos quioscos. Uno de ellos dedicado a la venta de leche, que más tarde, con la familia Conejo, fue ofreciendo cafés y tostadas, y el otro a la venta de prensa. Éste llegó a ser un punto neurálgico de la vida de la Plaza, Durante mi infancia fue el quiosco de Pepita, donde me surtía de tebeos y novelas de Rodeo, del FBI y de Dick Turpin. Fallecida Pepita, se hizo cargo del negocio su hijo, mi amigo Cristóbal Segovia, que lo amplió no solo a las quinielas, entonces en sus albores, sino también a la venta de tabaco, lo que le costó algún disgusto con el fisco. Era una actividad que se ejercía usualmente en Ceuta, sobre todo en los famosos “carrillos” ambulantes. Pero lo más significativo del quiosco de Cristóbal era su carácter de mentidero, en el sentido propio de la palabra, es decir, de sitio o lugar donde su junta la gente para conversar. Allí se organizaban verdaderas tertulias en las que se hablaba de todo y de todos. Mientras, Cristóbal, que no se perdía una palabra e intervenía en la conversación, atendía a clientes que iban y venían, aunque algunos se quedaban para pegar la hebra.
Muchos de los tertulianos solían ser taxistas, pues allí había –y hay– una parada. Antes, los taxis eran de cualquier color y no llevaban taxímetro (había una tarifa aprobada por el Ayuntamiento). Su único distintivo era la placa de SP que llevaban junto a la matrícula Entre los taxistas característicos, recuerdo como más antiguo a uno apellidado Bonilla. Después, al “Gallego” y a Sebastiao, un brasileño que vino para jugar de delantero centro en el Ceuta, y que acabó afincándose aquí, tras casar con una caballa. Más tarde, Muñoz de Arenillas, hermano del cura párroco de los Remedios. El teléfono de la parada estaba instalado en una de las paredes laterales del quiosco de Cristóbal, lo que hacía que los taxistas en espera estuviesen por allí cerca, participando muchas veces en las tertulias.
Los dos primitivos quioscos cayeron con la obra de los aparcamientos, construyéndose otros nuevos más separados entre sí: el de “La Riquísima”, con su terraza, y el que ahora rige Himo, la viuda de Cristóbal.
Por desgracia, la actual ya no es la Plaza de mis recuerdos. Es verdad que son necesarias plazas de garaje. y que las allí construidas están cumpliendo una importante función. Pero echo mucho de menos la anterior, con su configuración, sus bancos dobles de forja y madera, su espeso arbolado y su público asiduo, que cambiaba según la hora del día.
Añoranzas de un pasado que no volverá.
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