Errante, pensativo y suspirando vagaba un ceutí por una urbe de bellezas infinitas mientras recordaba, con nostalgia, una época pasada. Era un soñador que se tuvo que apartar de una ciudad morisca, eucarística y abrahámica que esplendía entre dos mares que hacían ondular las indefinibles perspectivas de una población alegre y tranquila bajo un cielo inmaculado.
El visionario se fue a meditar a un viejo espigón del siglo XVIII, un mudo testigo de un pasado glorioso contiguo a un club deportivo llamado "Caballa" que separaba dos bonitas playas del centro urbano.
Desde aquella atalaya contemplaba las altas murallas de un foso navegable cuya rápida corriente generaba, en el agua del mar, un movimiento ondulante y continuo. En aquel alto y macizo entrante de piedras solo se oía el viento austro, que era la augusta calma que él anhelaba.
Conforme avanzaba el día y aquel melancólico atardecer se iba tiñendo de matices suaves, el ceutí se dirigió hacia un antiguo paso de entrada, conocido por el nombre de "Puerta de Fuente Caballos", un pasadizo por donde se accedía directamente a playa de "La Ribera". Una vez situado en la orilla comenzó a caminar, pausadamente, por sus doradas arenas. Y como las neuronas, del soñador iban recobrando plasticidad, le ayudaban a poder percibir mejor los detalles de aquel lugar y relacionarlo con las huellas de unas fechas de su pasado en la ciudad, y conseguir volar hacia su ilusión.
De pronto, el griterío y el aleteo de un numeroso grupo de pavanas que, planeando, intentaban posarse en la arena, consiguieron que el divagador dejara sus pensamientos de añoranzas, para dedicarse a comprobar cómo los rayos solares, que antes eran deslumbrantes, habían declinado dulcemente y cómo la playa parecía despertar de una siesta veraniega.
El celeste del cielo de Ceuta ya se había tornado azul cobalto cuando el ceutí subió a la avenida de Martínez Catena.