Todo intolerante que se precie ha sentido alguna vez la tentación de moldear a su antojo la realidad. No de alterarla, sino de acumular entre sus dedos el poder de discriminar entre lo que puede trascender y lo que debería silenciarse. Maximizar victorias y minimizar derrotas, tal y como reza en los manuales militares para la información en tiempo de guerra. Los grandes dictadores se doctoraron en ese dudoso arte. Hitler incluyó en nómina a Leni Riefenstahl, una prestigiosa directora de cine que utilizó su cámara para transformar las arengas nazis de Nuremberg en el delirio propagandístico del régimen. La imagen de la Alemania de la época debía ser la de las masas perfectamente alineadas (y alienadas) y las esvásticas, no la del vecino desaparecido y embutido en un tren camino de Auschwitz o Mauthausen. Stalin no se quedó corto: creó todo un departamento al que encargó que inventase algún método para borrar de las fotografías a los antiguos camaradas en los que ya no confiaba,Trotski incluido. Los eliminaba físicamente rumbo a los gulags siberianos, pero con ellos también su rastro, como si nunca hubiesen existido. No era otra cosa que la tétrica escenificación del mito orwelliano de 1984, la obra en la que el Gran Hermano –el personaje del libro, no el engendro creado por Tele5– ordenaba a los funcionarios borrar de los archivos toda marca de quien hacían desaparecer.
Los políticos actuales no llegan tan lejos. Algunos no por falta de ganas, sino porque desde las revoluciones americana y francesa, y salvo paréntesis recientes de escabroso recuerdo, los ciudadanos tenemos la manía de frenar sus desvaríos con constituciones, leyes y articulados. Pero las tentaciones existen y el subconsciente colectivo es muy dado, como los niños, a imitar siempre lo peor. Borramos lo que molesta. En el caso de Ceuta, dando forma a ese sueño ideal de que la ciudad empieza y acaba en el Paseo del Revellín, y más allá se abre la nada. Cuenta Maruja Torres que en una de sus visitas a Ceuta el recepcionista del hotel le preguntó con sorna si venía “a escribir de los de siempre, de los de las chilabas”. Es una costumbre muy de estas tierras: cubrir con un manto la parte de la ciudad que nos chirría, la que intuimos que la emborrona, como si uno se sintiera avergonzado porque una de sus hijas es fea y decide encerrarla en casa para ya no lucirla jamás.
Dos escenas separadas en el tiempo por apenas una semanas han venido a ratificar esa obsesión tan nuestra de ocultar bajo las alfombras las miserias. El equipo de rodaje de El Príncipe, la serie inspiraba en el barrio ceutí que emitirá Tele5, despertó expectación durante su estancia en la ciudad, con su corte de técnicos, productores, actores de renombre y extras de reparto. Pero en las cafeterías, que es donde el termómetro sociológico marca la auténtica temperatura, el comentario generalizado era “a ver qué van a sacar esta gente”. La cuestión no es tanto si los medios de comunicación nacionales nos retratan con mayor o menor objetividad –esa quimera que nos inventamos un día los periodistas y que fusilamos a diario– como el resquemor y la sospecha de que el hilo argumental de la trama resucitará tópicos: inmigrantes, corrupción, droga... El cóctel manido. Nadie ha visionado un centímetro del metraje, pero el común ciudadano se teme lo peor. “Menudo nombrecito para una serie”, mascullaba alguien la semana pasada a mi lado en una cafetería.
El equipo llegó, grabó y atravesó de regreso el Estrecho sin más. Casualidades de la vida, las cámaras de una productora nacional volvieron ayer a pasear por Ceuta, ahora para grabar un concurso que se emitirá en nueve entregas en una cadena de ámbito nacional a finales de mes. En este caso, antes de filmar, fueron recibidos por representantes de la Ciudad, que les dieron la bienvenida. No era casualidad. La visita era consecuencia de la gestión de la propia Administración local, que considera que el hecho de aparecer como escaparate en prime time, en horario estelar, le reportará un plus de vistosidad. Esos planos, los que todos coincidirán –y más cuando se emita– en que son los buenos, se han rodado en el centro, así que están en el ideario colectivo en las antípodas de los planos malos, los que se teme que desfilen por las pantallas de Tele5 cuando arranque la emisión de El Príncipe. Hay ciudades que lucir y otras que esconder. Tampoco es nuevo: Brasil montó en cólera tras el estreno de Ciudad de Dios, una joya del cine reciente, porque el director se recreaba en la violencia de las favelas. Y la India, lejos de felicitarse por el Oscar a la mejor película cosechado por Slumdog Millionaire, se quejó amargamente de la imagen de pobreza extrema que proyectaba. No somos los únicos, ya se ve. Tenemos planos buenos y malos, por los que sacamos pecho y de los que nos renegamos.
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