Una pintada en una pared no tiene excesiva importancia.
El debate sobre su carácter noticiable es tan antiguo como irresoluble. Cuando España se encontraba muy duramente azotada por el terrorismo, una corriente de opinión significativa pensaba que los atentados no deberían ser publicados por los medios de comunicación, porque esto potenciaba su valor y se convertía en un eficaz incentivo. La línea argumental es idéntica. Si se hace pública una pintada y se habla de ella, multiplica su efecto. Es probable que sea cierto, pero no del todo… La clave para interpretar este asunto correctamente, está en el análisis del contexto. Una cosa es una pintada aislada, o no, sobre un asunto absolutamente ajeno al debate social, y otra muy diferente cuando está relacionada con cuestiones que afectan al núcleo duro de la preocupación colectiva. Si es así, la pintada adquiere condición de síntoma. Este es el caso.
El racismo en nuestra ciudad, siempre latente, está emergiendo con una fuerza inquietante. Las redes sociales son un buen termómetro para medir estados de ánimo. Últimamente se pueden leer comentarios espeluznantes, incluso de gente normal. Los comentarios anónimos de los diarios digitales son nauseabundos. En las conversaciones y tertulias cotidianas, se oyen atrocidades cada vez mayores expresadas con pasmosa naturalidad e inusitada saña. Alguna anécdota puede ayudar a entender mejor esta coyuntura. El PSOE, permanentemente alardeando de progresismo, se pronuncia públicamente exigiendo la “expulsión de los sirios de la Plaza de los Reyes”. Lo hace porque es lo que “oye en la calle”. Este partido carece por completo de principios, sólo dice y hace lo que cree que le reporta votos, en función de lo que percibe en el ambiente. Y ha llegado a la conclusión de que ser racista da votos. Mal asunto.
Estamos en un momento muy delicado. El racismo está empezando a convertirse en una referencia política socialmente aceptable. Y esto es terriblemente preocupante. Las pintadas racistas aparecidas en diversos muros de la Ciudad son una consecuencia de este innegable deterioro de la convivencia.
Cuando se aborda un problema que afecta de lleno a la naturaleza del cuerpo social, y que trasciende a todos los intereses por legítimos que sean, lo ideal es no dedicarse a buscar culpables, sino aunar esfuerzos para suturar las heridas abiertas, cuanto antes, mejor. Este es el caso que nos ocupa. Dejaremos para otra ocasión el diagnóstico sobre cómo hemos llegado a esta situación. Lo que procede es una reflexión urgente, individual y colectiva, que frene esta deriva suicida. Los radicales, siempre ofuscados, suelen pensar que se pueden atribuir en exclusiva este modo de expresar sus ideas, sin ser consciente que el radicalismo puede ser abrazado por cualquier individuo o tendencia. El peligro de los radicalismos es que los de signo opuesto se retroalimenta exponencialmente entre sí en una espiral que amenaza con desintegrar la sociedad. El que viva en esta Ciudad y no entienda este sencillo razonamiento, o es mala persona, o es un inconsciente.
La discrepancia política no es sólo legítima, es maravillosa. En todos y cada uno de los ámbitos de la vida pública podremos atizarnos unos a otros con ferocidad, sin que ello suponga problema alguno. Defender los postulados propios con vehemencia e intensidad es una práctica muy saludable que debemos potenciar. Pero quien pretenda encontrar su espacio político (o recortar el del adversario) rascando en los sentimientos más putrefactos del ser humano (prestando soporte social al racismo), está contribuyendo poderosamente a escribir el epitafio de esta Ciudad. Hoy, es una prioridad absoluta recobrar el sentido de la responsabilidad. Y el amor a Ceuta.
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