De un tiempo a esta parte, tener un perro se ha convertido en un engorroso hobby. Desde épocas inmemoriales, el perro viene siendo un compañero entrañable del hombre. Ofrece compañía, cariño, fidelidad y entretenimiento. El efecto benéfico que ejerce sobre los niños, y especialmente sobre los discapacitados, es evidente. Es más, serios estudios de carácter científico han concluido que convivir con una mascota disminuye la tensión arterial a quienes son hipertensos. Cuando tenía unos diez años, mi sobrina-nieta Ana les dijo a sus padres una frase genial: “Una familia sin perro no es una familia”. Y lo consiguió.
Desde que nos casamos, en nuestro hogar siempre ha habido perros. Hemos tenido hembras y machos, algunos sorprendentemente inteligentes, casi todos de muy buen carácter, aunque éste de ahora, sacado de la perrera hace más de ocho años, es un auténtico cascarrabias, con bastantes malas pulgas. Está claro que se trata de un expresidiario no reinsertado. Tan es así que le he otorgado el título honorífico de “Marqués de Gruñón”. Pero también nos da buenos ratos.
Los problemas surgen cuando se les saca a la calle. Ahí es donde, cada vez con mayor intensidad, hemos de enfrentarnos con los “antiperristas”, que los hay en abundancia, y algunos acérrimos. Los paseantes de perros sabemos que mientras una perrita suele hacer uno o dos pises largos durante su salida, un macho se dedica, una y otra vez, a marcar su territorio, vertiendo –en cada ocasión que huele la orina de otro perro y en ese preciso lugar– unas gotas de la suya. He contado hasta más de veinte operaciones de este tipo en una salida de apenas media hora. Pues bien; no resulta nada extraño que nos salgan al paso, con bastante mal humor, propietarios o encargados de establecimientos, para acusarnos poco menos de haber llevado intencionadamente al perro a que levantase la pata en la puerta o en la esquina de su tienda. Por más que se les explique que lo hace, y en escasa cantidad, siempre que huele los pises de otros perros, el enfadado de turno no rectifica su reprimenda. Y si la meadita canina se deposita sobre alguna farola o un árbol situado en el entorno de la terraza de un bar, buena le puede caer al que lo lleva.
Aún es peor cuando se trata de las cacas perrunas. No es suficiente que mi mujer y yo vayamos bien preparados para recogerlas, con las bolsas que facilita la Consejería de Sanidad y con papel de cocina. En estas situaciones, las anécdotas se acumulan. Desde el “¿Es que no tiene otro sitio?”, como si uno pudiera gobernar el tracto intestinal del perro, hasta el “¡Y ahora, quite también aquella!”, que se nos dice cuando estamos recogiendo la de nuestro perro, señalando acusadoramente otra de un tamaño desproporcionado que nada tiene que ver con nosotros. Hace unas semanas, mi perro hizo una deposición blanda en el escalón de entrada de un comercio. Desde dentro tuvieron que observar cómo la recogí en la bolsa, y cómo intenté limpiar la mancha con un papel de cocina. No obstante, me fue imposible evitar que quedase una huella. Fui a depositar la bolsa, y cuando volví sobre mis pasos salió del establecimiento un airado individuo, señalándome la huella –prueba evidente de que había visto cómo me esforzaba en limpiar– y me puso como un trapo. Porque en estas cuestiones está comprobado que los “antiperristas” no respetan ni la edad, ni nada.
Pero el colmo de estas broncas que los dueños de perros hemos de soportar lo experimentó mi mujer hará aproximadamente un mes. Había recogido el excremento del perro en su correspondiente bolsa, y –como mandan las ordenanzas– fue a depositar ésta en la papelera más próxima, cuando oyó que otra señora le decía: “¡Muy bonito, en la papelera! ¡Qué asco!”. ¿Qué pretendería, que se la trajera a casa? Pues por si esa criticona dama es lectora de El Faro o, por lo menos, mira las fotos, ilustra esta colaboración un cartel editado por el Ayuntamiento de Madrid en el que se explica a los ciudadanos lo que deben hacer en estos casos.
Mas claro, agua. Y Feliz Navidad a todos.
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