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Pepe Abad

Mi  hermano era ante todo un amigo. Ya sé que entre hermanos este lazo de amistad no es muy corriente. Pepe tenía cinco años menos que yo, pero en mi casa, desde muy pequeño, todos lo veíamos como el hermano mayor. Quienes lo conocieron, coincidirán en que fue un hombre ingenioso. De pocas palabras, como mi  padre, cuando el momento lo exigía, pero si contaba alguna cosa, hacía una crítica o aludía algo relacionado con su oficio de pintor, sus frases eran fulminantes. Nunca le faltó un auténtico y puro sentido del humor. Ni siquiera cuando la muerte lo tenía bien abrazado.
Ordenar viejas carpetas, esas que ocupan terreno con otros chismes en los altos de los armarios, me lleva hasta algunas fotografías suyas y dibujos de sus primeros años en Sevilla. Fue la etapa donde él y otros, como Juan Orozco, mostraron cierta inclinación por Francisco  Cortijo, aquel comunista, corredor a fondo de azoteas, pues las recorría todas, perseguido por la policia franquista. Y con él, corrían también discípulos y amigos. Paco Cortijo fue, sin duda, el más representativo de la pintura de contenido social.  A Pepe le interesó el tema y estuvo un tiempo emborronando docenas de cuartillas con campesinos andaluces de rostros secados al sol y mujeres en permanente luto. Un día, ante uno de esos bocetos , mi madre se atrevió a buscarle el parecido con alguien de la familia :
-“Es clavaíta... igualita, igualita...”
Y Pepe, que nunca llegó a conocer a la tal pariente, sin interrumpir la tarea, respondió:
-“Es  un cura”.
En  efecto, aquel garabato que hoy tengo delante de mí, es alguien con tufillo clerical. Observándolo, hasta me parece la caricatura de Rouco Varela, pues es evidente que a monseñor con los años se le han acentuado los rasgos que siempre tuvo de vieja. De vieja y  de antipática.
A mi hermano, si la sorna le rebosaba el cerebro (lo hemos heredado entre los genes maternos), monjas, beatas y curas se convertían en su galería de personajes que él exponía aislados o haciéndolos partícipes de denominados actos sociales, como casorios, bautizos, entierros y procesiones, sin olvidar las ceremonias donde se toman hábitos conventuales (otro tipo de boda, pero sin canapés), clara presencia del maestro Grosso, más conocido en la Escuela de Bellas Artes por Sor Violeta; o la clásica escena costumbrista de la merienda con chocolate y bizcochos, donde viudas, fingidamente desconsoladas y el canónigo de turno, pasaban melancólicas tardes de invierno. Casi una ilustración  para cualquier novela, de esas que llamaban “de cura”, tan leídas en el siglo XIX.
Cuando Pepe enfrentaba todas estas figuras en un solo espacio, el reto de construir, le llevaba a composiciones difíciles, a veces desequilibradas, donde los iconos parecían asfixiarse en la estrechez que le imponía el lienzo y que el artista, tras la reprimenda de Francisco Maireles (“ Pepe, el cuadro se te cae”), él lo justificaba a su manera:
- “ ¡Claro que el cuadro está escorao...  ¿ no véis que toda esa gente lucha por asomarse al mismo tiempo y por  el mismo lado...?! Quieren la inmortalidad a cualquier precio .
Con esas teorías , tan suyas, surgió “La señorita Sisinia “ o la puesta de largo de una cursi de casino de pueblo. La mejor pintura sarcástica de mi hermano. También la consumió el fuego. De grandes proporciones, en ella lo denotativo brilla por su ausencia , para dar paso al símbolo en forma de metáfora cromática. “La Sisinia”  fue, algo así como un apoteosis del carmín. Y en los rostros velados, el triunfo de la anonimia. Parecía el justo castigo del pintor a ese ansia  de inmortalidad de los representados. Nadie podía reconocerse ni ser reconocidos por otros. El sfumato lo impedía. Siempre sostuve que aquella pintura tenía algo de charada, de juego, donde el espectador luchaba por identificarlos: ¿Sería Fulano... aquel que mostraba la chatarrería  del medallero en las solapas del uniforme, el mismo que se la ponía , cuando en la escasez de agua, bajaba hasta Real con el asistente para que el aljibe militar le proporcionara mayor cantidad de cubos...?  ¿ quién se ocultaba, revestida con aquellas joyas ostentosas y tan de mal gusto...acaso es Afriquita, que días antes de su boda recibió un telegram a de Burgos, comunicándole que el novio había muerto de manera repentina...? (después se supo que el fingido muerto había redactado el texto, así como el consejo que no se pusiera en camino); ¿se podía descubrir a quien pertenecía aquella sotana, abierta de media cintura para abajo, como era costumbre en el reverendo?. Pero la anécdota nos llevaba mucho más allá, hasta lo escabroso, cuando, en apariencia, parecía no serlo. Pequeñas historias locales que sólo se contaban en  voz baja, susurrándolas.
Hubo algunos cuadros más con este matiz, sin embargo el proceso de estas perversiones plásticas quedaría zanjado cuando Pepe nos sorprendió con una nueva versión de Inocencio X, pintado por Velázquez, aunque estaba más próximo a Bacon. Fue aquí donde la ironía alcanza tal grado de explicitud que bastaba con ver al siempre recordado Tobalo, tanto tiempo su modelo, con ese rictus socarrón que le definía y que, vestido nada menos que de Papa, se esfuerza por no dejarnos la huella del evocado pontífice y sí ese mundo suyo de humildad, sabiduría y sinvergoncería que caracterizó al lelo ceutí.
¿Que por qué escribo todo esto de mi hermano?, sencillamente, porque , como otros muchos artistas ceutíes, está injustamente olvidado en un panorama culturalmente pobre, como es el que tenemos, aunque quieran justificarlo con actividades que rondan la mediocridad. Quede el análisis de las causas, motivos o razones por los que están responsabilizados política o técnicamente de hacerlo. A ellos me dirijo, pues, próximo a  celebrarse el aniversario del desembarco portugués en  nuestras playas, uno de sus protagonistas, vertidos en azulejos por Pepe, los que flanquean la entrada del museo del Rebellín, aún esta por restaurar, después que, desde hace años, algunas losetas se desprendieron. Estoy seguro que Antonio Parrilla, el magnífico ceramista, colaboraría  en la empresa. Vale la pena.

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