Han pasado más de treinta años (calculo que fue en 1980 o 1981, época en la que yo era Diputado por Ceuta) desde que cierto comentarista político publicó en uno de los diarios de mayor difusión, con grandes titulares, que el “problema” de Ceuta y Melilla ya estaba negociado y pactado, de forma que estas ciudades serían entregadas a Marruecos en 1988. Tan inquietante información, por la seguridad con la que estaba escrita, llegó a alarmarme, hasta el punto de que aquel mismo día hablé personalmente del tema con Adolfo Suárez, Presidente del Gobierno, con Fernando Abril Martorell, Vicepresidente, y con Rafael Arias-Salgado, Ministro de la Presidencia por aquellas fechas. Los tres me negaron rotundamente que hubiese algo de cierto en la noticia. Pero fue Arias-Salgado quien, dándose cuenta de que no acababa de tranquilizarme, me dijo unas palabras que nunca olvidaré: “Paco, no puedo darte una prueba fehaciente de lo que no existe; solamente tienes mi palabra, pero espera a que pase el año 1988, y así comprobarás que lo publicado es falso”.
Por desgracia, dos de mis citados interlocutores –uno, Suárez, por el avanzado estado de la enfermedad (alzheimer) que padece, y el otro, Abril Martorell, porque por desgracia ya nos dejó- no podrán confirmar lo antes expuesto, pero el propio Arias-Salgado sí que podría hacerlo, pues es de suponer que lo recordará. Lo cierto es que no solo transcurrió 1988 sin que ocurriera nada, sino que ha pasado un cuarto de siglo más, y aquí seguimos. Ello implica el más categórico desmentido a aquel osado periodista y, a la vez, pone en solfa a los agoreros que pudieran ir surgiendo.
Expongo cuanto antecede como un motivo de reflexión sobre las muchas veces que solemos preocuparnos ante informaciones o suposiciones más o menos pesimistas en torno al futuro de estas dos ciudades, que a veces logran sembrar la inquietud en el ánimo de melillenses y ceutíes. Es verdad que hay cosas que se han hecho rematadamente mal. Es verdad que algunas decisiones e inhibiciones políticas están erosionando la multisecular personalidad de estas dos ciudades, dando lugar, por añadidura, a su superpoblación, lo que, a su vez, provoca un elevadísimo índice de paro. Es verdad que lo sucedido en ellas no hubiera podido ocurrir, por ejemplo, en Gibraltar, donde tratan de conservar, por encima de todo, las señas de identidad británicas, para lo que se prevalen de su indeseable condición de colonia, que en este caso les permite no aplicar la legislación general de la metrópoli. Es verdad, además, que existe ignorancia sobre lo que somos y lo que significamos. Pero me niego a creer que un gobernante español, con la carga de responsabilidad que ello comporta, pueda ser capaz de dar ese definitivo y temido paso en falso que significaría una traición a España y a los fundamentos de su Constitución. No se puede jugar ni con la unidad ni con la integridad de la Patria. Ni en Cataluña, ni en el País Vasco, ni en Galicia, ni en Canarias, ni en Ceuta, ni en Melilla, ni en ninguna parte del territorio español Ni aun en el caso de que lo deseara la mayoría de los habitantes de cada una. Amputar un trozo de la Nación, por pequeño que fuera, significaría abrir la espita para su completa desmembración.
Hubo una famosa cinta que circuló por estas dos ciudades, allá por los albores de la democracia, en la que podía oírse –mal, pero lo suficiente para que se entendiera- la voz del entonces número dos del PSOE, Alfonso Guerra, quien venía a decir, en un acto del partido, que nuestra ciudad (en la que hizo sus seis meses de prácticas como Alférez de la Milicia Universitaria) era un reducto de fachas que no merecía la pena conservar. Años después, cuando –precisamente contando con la mayoría de los votos de esos supuestos “fachas”- el autor de aquellas desagradables e injustas palabras ocupó durante un largo periodo la Vicepresidencia del Gobierno, tuvo ocasión de cumplir el deseo que expresó, pero no lo hizo. Hoy, habiendo superado los setenta años de edad, con lo que para él supondrá la experiencia adquirida en todo ese tiempo, estoy convencido de que no se le ocurriría volver a decir lo que entonces dijo.
Nos ampara la Constitución; nos protegen el Derecho y la Historia, así, con mayúsculas. Lo único que falta es que se emprenda una política tendente a salvaguardar nuestras raíces hispanas, comenzando por una recuperación de la presencia del Ejército –esencial, durante muchos siglos, para el bienestar económico y para el componente anímico de estas dos ciudades, y ahora sensiblemente disminuido-, así como por un decidido apoyo para que puedan desarrollar nuevas fuentes de riqueza. ¡Lástima de aquellas Reglas de Origen aprobadas por la UE, que hubieran supuesto un evidente apoyo al establecimiento de industrias, pero que entre unos y otros –comenzando por algunos funcionarios españoles, siempre recelosos del especial régimen económico y fiscal de Ceuta y Melilla- acabaron por convertirlas en papel mojado, aburriendo a las que ya se habían instalado! ¿Recuerdan a “Alice”, cuya fábrica llegó a tener en Ceuta una plantilla de más de setenta personas, y que después de años de prosperidad hubo de cerrarla, ante el desmedido acoso a que fue sometida, pese a que su actividad se ajustaba a las normas? Pues con este tipo de cosas es con lo que sería preciso acabar.
Y bien merece la pena luchar por ello.
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