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Penitencia

Universal antropológico es todo aquello que es inherente al ser humano, a la humanidad, es decir todo lo que forma parte de la condición humana, tales como la libertad, la música, el error. ¡Ah, el error! Sí, el error. Respecto de este último, cierto es que si no cometes errores no sabes cuando tienes razón. En todas las actividades, por muy experimentado que se sea, hay que estar alerta para no cometer errores. No se trata, claro, de llegar al extremo que decía el viejo Samuel Beckett: “Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. O tal vez sí, no lo sé. La confianza mata, dice la sabiduría popular, y el dramaturgo inglés Shakespeare nos recuerda que la confianza es el mayor enemigo de los hombres. Quien se confía suele errar. Caso de hacerlo hay que asumirlo y aceptar la penitencia.
Muchas veces esa penitencia consiste tan sólo en reconocer públicamente que se ha errado. A veces se trata tan sólo del borrón del mejor escribano. No pocas veces el error se debe a las prisas, no al desconocimiento. No se trata de agitarse en la duda para descansar en el error. No, no se trata de eso. Es tan simple, en la mayoría de los casos, como cuando en un escrito los ‘duendes’ hacen bailar una letra de una palabra y te ves abocado al error, somos impelidos sin piedad hacia el despeñadero donde yace el error. El despeñadero es cuando ese escrito aparece a la consideración pública. Cuando el interesado ve con horror su error impreso sólo desea que se lo trague la tierra. Se hace preguntas, pero ¿cómo ha podido suceder?, pero ¿por qué a mí? ¡Trágame tierra!, no deja de suplicar. Pero el error ya está ahí a la implacable consideración del exigente y severo lector. Ya no hay remedio. Ya no hay marcha atrás. Todo se ha consumado. Lo único que queda por hacer es reconocerlo y someterse a la ‘piedad’ pública y aceptar la penitencia. Y cumplirla. Prometeo cumplió la pena a la que fue condenado por engañar a Júpiter, señor del Olimpo. Allá fue encadenado a la cima del monte Cáucaso para que un buitre le devorara las entrañas durante treinta mil años. Menos mal que nuestro conocido Hércules acertó a pasar por allí y mató al buitre y lo liberó. El mismo Hércules fue condenado por Euristeo a realizar doce temerarias empresas porque cometió un error. Su error fue ser más famoso y más valiente que Euristeo, y eso le perdió.
En fin, hasta los seres mitológicos han de pagar por sus errores. Y eso es lo que yo estoy haciendo en estos momentos mientras usted, amable lector, está leyendo estas líneas. Reconocer mi error y cumplir la penitencia. Las prisas nunca son buenas consejeras y ellas me traicionaron colocando una ‘ll’ donde debería haber puesto una ‘y’. Todo aquel que se considere escrupuloso, minucioso, con lo que escribe sabrá a qué me refiero. Una humilde ‘ll’ puede desacreditarte delante de ese recto y escrupuloso lector. Esa odiosa ‘ll’ desacredita aún más cuando está al final del texto. Cuando es ¡la última palabra del texto! se nota aún más. La puede ver hasta un ciego. No está escondida en el interior del texto, no, es la última palabra que el lector lee, y su imagen queda grabada a fuego en la retina de ese lector estricto y riguroso. Resuena en sus oídos tal como hace la última nota que pulsa un pianista y, además, pisa los pedales del piano para que la nota perdure en el espacio y en el tiempo. Ahí está la maldita ‘ll’ enhiesta como el palo mayor de un buque exhibiéndose sin pudor para mi pesar. Su presencia es mi descrédito. Qué pronto se pierde el crédito y qué duro se hace desprenderse del descrédito.
En fin, ruego al amable lector que sea benevolente con este escribano y que no me haga esperar como Prometeo hasta encontrar un Hércules que me redima, ni me ordene doce temerarias empresas como al viejo Hércules. Tan sólo soy un humano y errar es de humanos y, por ende, forma parte de la condición humana. Por tanto, en la línea final de mi escrito “El banquero” del 5 de diciembre sustitúyase ‘ll’ por ‘y’, así: “Frase lapidaria donde las haya”.

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