El pasado 24 de marzo, Domingo de Ramos, Carmen nos dejó. Previamente, cuando entraba en el hospital, intuyendo que estos serían sus últimos cuidados paliativos, manifestó a los que le acompañaban que hasta ahí había llegado. Han sido ocho años peleando como nadie contra la terrible enfermedad, esa plaga que nos asola. Peleando por la vida. Lo ha probado todo. Se prestó a que experimentaran con su cuerpo. No solo por ella, también por el bien de la investigación y por los que pudieran beneficiarse del calvario que estaba pasado.
Recuerdo perfectamente el día que se subió a un escenario para hablar a la ciudadanía de su pueblo y explicarle su programa electoral. A lo que se comprometía como alcaldesa en caso de que depositaran su confianza en ella. De esto hace más de 20 años. Algunos no perdimos la esperanza hasta el recuento final de las papeletas. Los comentarios que nos llegaban eran muy positivos sobre su valía. Finalmente no pudo ser. La gente había mentido, o callado, sobre sus verdaderas intenciones. Pero se mantuvo en su puesto de concejala con dignidad hasta el final. Algunas actas con la explicación de su voto en cuestiones importantes he leído. Con la misma dignidad que ha sobrellevado su sufrimiento actual.
El Domingo de Ramos conmemora la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Se celebra con la bendición y distribución de ramas de palma, que representan las que la multitud esparció mientras Él accedía triunfante a la ciudad. A los pocos días fue crucificado. Y muchos de los que entonces lo recibieron al grito de Rey y Salvador, fueron los mismos que después lo traicionaron. Puro simbolismo que nada tiene que ver con mi apreciada Carmen. O quizás sí. A tenor de la multitudinaria despedida que le dimos, y de las distintas condiciones de las gentes que allí acudieron, el acto nos lleva, necesariamente, a establecer cierto paralelismo. Al menos, a una profunda reflexión sobre la condición humana.
El científico y humanista Albert Einstein decía que el verdadero arte del maestro era despertar la alegría por el trabajo y el conocimiento. Y en una preciosa alocución a unos niños, recogida en su libro “Mi visión del Mundo”, les explicaba que las cosas maravillosas que podrían aprender en las escuelas eran el trabajo de muchas generaciones, así como que los mortales nos hacemos inmortales transmitiendo el trabajo hecho por todos. Según él, este era el verdadero sentido de la vida, porque el individuo no puede sobrevivir a su muerte corporal.
"Los acontecimientos actuales se suceden como si aún tuviera vigencia la vieja fiesta de los locos"
El tiempo que trascurre entre la Navidad y la Epifanía, siempre me ha atraído. Mucho más, desde que leí y publiqué en algún artículo las reflexiones del escritor y antropólogo Manuel Mandianes, que decía que se trataba de un tiempo fuera del tiempo, un período de impureza propio de todo nacimiento hasta la purificación. En la Edad Media, nos explicaba, aprovechaban estos días para celebrar la fiesta de los locos, en los que el bajo clero elegía por obispo a un niño o a un loco, que se disfrazaba y se burlaba del alto clero. El sentido de esta especie de fiesta pagana, de esta inversión de papeles, según el investigador, es el de un homenaje a la transitoriedad de las cosas del mundo, que solo se pueden comprender en relación con la exaltación de la infancia y de la locura en los textos del Nuevo Testamento (“Si no os hacéis como niños, no podréis entrar en el reino de los cielos”). En realidad, nos dice, “ser niño y estar loco es dejar libertad al espíritu para que nos pueda llenar y hablar directamente por nuestra boca”.
Los acontecimientos actuales se suceden como si aún tuviera vigencia la vieja fiesta de los locos. Vivimos en un mundo al revés. Seres humanos invadidos por el miedo. Han sido nuestros excesos, nos dicen, no la voracidad de un sistema económico inviable e insostenible, los que han ocasionado la crisis. Seres humanos invadidos por la desesperación, que no saben de dónde les viene. Los psicólogos y los psiquiatras están detectando multitud de enfermedades mentales relacionadas con la pandemia y con el aislamiento al que fuimos sometidos, que hicieron vibrar los cimientos de nuestra sociedad. Quizás la toxicidad del clima político y social actual es fruto de esto.
Frente a todo ello, la dignidad y serenidad con la que nuestra querida Carmen ha llegado hasta el final de su vida, creo que no es más que una versión del mensaje que daba el sabio a los niños, que ella nos habría querido transmitir. Y si es así, ahora entiendo, no solo la preciosa sonrisa que siempre le acompañaba, como ya ha dicho otro buen amigo de ambos, sino la tranquila y sosegada actitud de una de las personas que le acompañaron en el último suspiro, su hermana pequeña, cuando nos recibía y saludaba, al llegar a su velatorio, y que tanto nos ayudó a soportar la profunda pena y tristeza que sentíamos por su pérdida.
¡Que la tierra te sea leve, querida Carmen!
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