Dedicado a Reduan Ben Zakour
Ceuta, 6 y 8 de diciembre de 2023.
Las previsiones meteorológicas para este puente de la Constitución y la Inmaculada se cumplieron. La lluvia, el frío y el viento, acompañados de un fuerte oleaje, hicieron su aparición. Cuando llegué a Calamocarro, el cielo estaba completamente encapotado, como si Ceuta estuviera engullida por una enorme nube cargada de agua. El horizonte estaba esfumado y su color grisáceo se reflejaba sobre un mar encrespado en el que una tenue tonalidad azulada adquiría matices verdosos en la franja cercana a la orilla. Aquí morían las olas generando un potente estruendo.
En el cielo un grupo de gaviotas patiamarillas intentaban arrebatarle a una de ellas una rana que debía llevar tiempo muerta por su rigidez.
La lluvia era incesante y pronto tenía el pantalón chorreando, a pesar de portar un paraguas. El agua, además de resbalar por mis pantalones, discurría por el arroyo de Calamocarro tintado de ocre por la tierra que araña de las riberas del cauce que estaba, hace unos días, seco y polvoriento. Me alegro observar que el agua había regresado al arroyo trayendo vida y renovación. Los helechos moribundos de la pasada temporada acogían a los retoños que lucían su característico verdor. El agua resaltaba el contraste entre el rojizo de los helechos del pasado y el verde de los del presente. El rojo también se hacía presente en los frutos de los majuelos y los lentiscos.
Mi destino era el centenario pino que preside el arroyo de Calamocarro. Sobre el rostro del viejo sabio que se asoma del tronco resbalaba el agua haciendo de él un manantial del que bebí. Desde aquí contemplé el arroyo tomado por la lluvia y el viento.
Los naranjos tenían sus copas peladas, pero mantenían sus frutos y las hojas más cercanas al tronco. Ya queda menos para ofrezcan de nuevo la fragancia de azahar y sus flores blancas. Cerca de uno de estos naranjos, un sauce mostraba sus hojas doradas que contribuían a crear una primorosa composición de colores verdes, rojizos y dorados tan habituales en la estación otoñal.
El agua potencia también los aromas de la naturaleza. El penetrante olor de la ruda hizo detenerme para coger algunas de sus hojas y olerlas.
Me adentré en el mismo cauce del arroyo para observar más de cerca un llamativo torrente que corría por su vertiente occidental. Asomé la cabeza entre las zarzas y localicé una cascada por la que el agua caía con fuerza. Parece que este torrente era el responsable de la apreciable cantidad de agua que era visible en el tramo inferior del arroyo, pues la parte superior apenas lleva agua.
El camino de regreso lo aproveché para escuchar el murmullo del arroyo que susurraba palabras ininteligibles.
Para calentar mi cuerpo, y tomar algunas notas, me acerqué a Benzú a tomarme un buen vaso de té moruno.
El viernes volví a salir a pasear por la naturaleza aprovechando el puente. Este día también traía agua, aunque algo menos. La lluvia no supone un impedimento para salir al encuentro de la madre tierra. Esa mañana hice mi primera parada en el mirador de Isabel II. Una fina lluvia caía sobre toda Ceuta. Desde el mirador me dirigí al monte de la Tortuga. Unos días antes me topé con un sendero que no conocía situado en las inmediaciones de la pista de la Lastra. De manera casual, al rato de dar con este lugar me encontré con mi amigo Pedro, que paseaba con su perro por la pista de la Lastra. Le pregunté por el camino y me dijo que se llama “la senda de la Casa del Conde”. Aquello me llamó poderosamente la atención y pensé que en la primera oportunidad que tuviera exploraría esa senda y es lo que hice la mañana del viernes.
Tal y como me indicó mi amigo Pedro, los restos de la “casa del Conde” son reconocibles por el añil del enlucido de los restos de paredes que se asoman al camino. El resto de la edificación ha sido cubierta por las zarzas. Unos metros más abajo, me sorprendió un conjunto de grandes alcornoques distribuidos por un ancho claro. En él los majuelos han situado un criadero. Muchos retoños crecen aquí aprovechando el espacio libre. Una pareja de majuelos los vigilan y protegen bajo sus amplias ramas. Apoyado sobre el tronco de un robusto y centenario alcornoque escribo sobre esta familia de majuelos.
Durante mi recorrido por este sendero, tuve que protegerme, bajo un alcornoque y un acebuche, de la lluvia que había conducido hasta Ceuta el viento de poniente. Al rato, las nubes se abrieron para dejar entrar los rayos solares. No obstante, el viento seguía soplando y meciendo las ramas de los árboles, en los que me fijé durante mi paseo por la pista de la Lastra. La lluvia ha rejuvenecido y vitalizado a los pinos que jalonan el camino: es una de las cualidades del agua de la vida. Al igual que a C.G.Jung y su discípula Marie Louise Von Franz, me entusiasma la búsqueda de la fuente del agua de la vida. Yo he tenido la enorme fortuna de hallarla en el lugar en el que nací y en el que vivo. Esta agua tiene la propiedad de otorgar la sabiduría y la inmortalidad a quien la bebe.
La lluvia de estos días ha favorecido la emergencia de los primeros acantos, cuyas complejas hojas inspiraron a los griegos para diseñar los capiteles del llamado estilo corintio. Los acantos están tan incipientes que, en algunos casos, lo único que asoma de ellos es una pequeña haba.
Este es un magnífico lugar para reflexionar y conectar con el centro de nuestro ser. El manantial que se encuentra en el centro del arroyo de San José es la proyección de mi fuente interior o, más bien, puede que sea al revés. La naturaleza es el espejo en el que nos miramos para ver, escuchar y sentir nuestra alma. En este sitio emergen, como los acantos tras la lluvia, la esencia de mi personalidad, así como las ideas, sentimientos y emociones que permanecen ocultas en las profundidades de mi inconsciente personal mezcladas con las aguas del inconsciente colectivo o alma de mundo, personificada en Sophia Aeternae.
Sophia es capaz de tomar forma y presentarse como una reina coronada con las estrellas señalando que gobierna en el cosmos y en la naturaleza. Sin embargo, su presencia es intangible. Noto su cercanía en la luz que me envuelve, en el aire que respiro, en el murmullo de los árboles agitados por el viento, en las gotas de agua que empiezan a caer, en el olor que desprende la tierra mojada, en el canto de los mirlos que se asoman a observarme y que me regalan su melodía, en la inspiración que acelera el ritmo de mi escritura, en la compañía que me ofrece toda la naturaleza ,en la exaltación que siento de mi alma, en el color azulado de las rocas, en el verde de los acantos, las adelfas y las vinagretas, en el silencio que a veces se hace en el campo, en la santidad de las personas, cuyas imágenes jalonan el santuario, en mi mismo que me reconozco hijo de Sophia y su templo terrenal, en el espíritu de este lugar, en los mitos que aluden a su sacralidad y magia, en las nubes que discurren por el cielo a toda velocidad, como si tuviera prisa en llegar a algún sitio, en el sonido de las hojas al caer al suelo en estos últimos días de periodo otoña, en la vida que brota a la más mínima oportunidad, en el organismo vivo que es la tierra y, cerrando el círculo, en su alma que inspira a poetas, escritores y artistas.
La apertura del cielo, la claridad y el calor de la luz del mediodía saca de su letargo a los libélulas y mariposas.
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