Categorías: Opinión

Parasitismo, infantilismo e irresponsabilidad cívica

En el libro “El pentágono del poder”, Lewis Mumford dedica un apartado, -desde su visión organicista-, a los dos modos básicos de interrelación que se dan en la naturaleza: el parasitismo y la simbiosis. En el capítulo titulado “la amenaza del parasitismo” advierte que el sistema capitalista se mantiene en buena parte gracias a una serie de sobornos, en forma de seguridad, aparente prosperidad y aumento del ocio, que tiene como correlato el incremento de las formas de parasitismo. El soborno del que habla Mumford es aquel por el cual la megatécnica, a cambio de su aceptación incondicional, aporta a sus beneficiarios una vida sin esfuerzos, a partir del disfrute de “una plétora de mercancías prefabricadas, obtenidas mediante un mínimo de actividad física, sin sufrir dolorosos conflictos ni penalidades: la vida pagada a plazos, por así decir, pero con una tarjeta de crédito sin fondos, y con una cláusula final –la náusea existencial y la desesperación- que solo podrá leerse en la letra pequeña”.
Para acreditar sus comentarios sobre el parasitismo Mumford alude en su obra a los estudios pioneros de Curt P. Richter, iniciador de los estudios sobre los ritmos biológicos y padre de la Psiconeuroendocrinología. Richter comparó las características de la domesticación de las ratas con las que produce el “Estado de Bienestar”: excesos en la alimentación, ausencia de situaciones peligrosas, confort doméstico, acondicionamiento del clima, etc. A partir de sus estudios científicos percibió unos males semejantes, -de los observados en las ratas-, en una población humana excesivamente protegida. Según relata Mumford, los estudios Richter apuntaban a una relación estrecha entre la sobreprotección en la “sociedad afluente” ( término acuñado por K.Galbraith) y “la incidencia cada vez mayor de la artritis, enfermedades de la piel, diabetes y dolencias circulatorias; mientras que el riesgo de que aparezcan tumores se ha agravado, al parecer debido a una excesiva secreción de hormonas sexuales. No menos llamativo es el agotamiento de la vitalidad y el incremento de desórdenes psíquicos y neuróticos”. Parte de estas observaciones han sido confirmadas por ulteriores trabajos como los de Edward T. Hall, en su obra “la dimensión oculta” a la que nos hemos referido en otras ocasiones.
Los efectos psíquicos de una vida cada día más tendente a la ausencia de pensamiento, esfuerzo e interés humano son evidentes: el infantilismo o la senilidad prematura. Uno de los más eminentes psicólogos que ha dado la historia, el norteamericano William James, proclamó “que los sufrimientos y las penurias, por lo general, no consiguen mermar el amor a la vida; por el contrario, se diría que acentúan su valor. La fuente suprema de la melancolía es el hartazgo. Lo que nos espolea es la necesidad y la lucha; la hora de nuestro triunfo es la que nos trae el vacío”. Llevado por esta idea, Mumford hizo esta reflexión: “cuando ya no son necesarios ni el esfuerzo físico, ni la tensión, ni el peligro, ni el rigor para ganarse la vida, ¿Qué es lo que mantendrá sano al hombre moderno?.
Los peligros de la sobreprotección que lleva a cabo el llamado “estado del bienestar” fueron ya percibidos por uno de los primeros y más brillantes analistas políticos, Alexis de Tocqueville. En su conocido libro “la democracia en América”, hizo el siguiente comentario sobre el Estado: “...por encima se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga exclusivamente de que sean felices y de velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se asemejaría a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, no persigue mas objeto que fijarlos irrevocablemente en la infancia (el subrayado es nuestro); este poder quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Se esfuerza con gusto en hacerlos felices, pero en esta tarea quiere ser el único agente y el juez exclusivo; provee medios a su seguridad, atiende y resuelve sus necesidades, pone al alcance sus placeres, conduce sus asuntos principales, dirige su industria, regula sus traspasos, divide sus herencias, ¿no podría librarles por entero de la molestia de pensar y del trabajo de vivir?”.
Autores actuales como Feliz Rodrigo Mora, en su “Giro estatolátrico. Repudio experiencial del Estado de bienestar”, son extremadamente críticos con los sobornos que nos prestan la tecnología y los estados democráticos a cambio de fomentar la desintegración moral y la apatía general en la sociedad. Todo indica que hemos perdido de vista que “si el interés suscita el esfuerzo, el esfuerzo estimula a su vez el interés” (Mumford dixit). Así que no podemos menos que escandalizarnos cuando lejos de fomentar la cultura del esfuerzo entre nuestros conciudadanos, tanto jóvenes como adultos, el Estado ejerce un paternalismo de consecuencias atroces para la propia salud física y psicológica de sus “beneficiarios”. Estos reclaman sus “derechos”, pero pocas veces atienden a sus deberes. Si este problema es común a los países llamados desarrollados, se siente con mayor incidencia en aquellas ciudades, como Ceuta, mimada por el “Estado del bienestar” español. Tal es el grado de afluencia de las ayudas estatales que nos hemos convertido en un foco de atracción para las poblaciones desfavorecidas situadas en nuestro alrededor. Tal y como comenta E. Glaeser en “el triunfo de las ciudades”, resulta un auténtico disparate plantear medidas locales para luchar contra la pobreza, ya que éstas fomentan la atracción de más pobres. No se trata de ser insolidarios, sino de un establecer un límite en la capacidad de “solidaridad” que puede prestar un territorio de las dimensiones territoriales y poblacionales de Ceuta. Y esto se puede aplicar a multitud de asuntos que preocupan en nuestra ciudad. Desde el controvertido asunto de los MENA, la política de alojamientos alternativos o las contrataciones en los planes de empleo.
Por desgracia denotamos en nuestra ciudad una falta de profundidad en el análisis de los múltiples problemas sociales, económicos y ambientales que padecemos. La lectura de la realidad se queda en un plano demasiado trivial, lo que favorece la adopción de posturas maniqueas y demagógicas. Pongamos como ejemplo la lectura que se hace del desempleo juvenil en Ceuta. Para algunos el 60 % en la tasa del paro entre los jóvenes es fruto de la nula política del gobierno en materia de fomento del empleo dirigida a este sector de la población. Las autoridades se defienden como pueden, achacando que no es de su entera competencia las iniciativas de lucha contra el paro. Pero ni unos ni otros se han detenido a analizar las causas de esta diferencia de más de 20 puntos entre el desempleo juvenil en Ceuta y otras ciudades españolas. ¿Alguno ha sido capaz de relacionar estas cifras de paro juvenil con los índices de fracaso escolar en Ceuta?¿Se han planteado el porqué de la atracción que ejercen los planes de empleo sobre una población poco motivada por los estudios? ¿Qué hacen muchos jóvenes optando a un puesto en el plan de empleo cuando tendrían que dedicar su tiempo en mejorar su formación personal y profesional?¿Puede Ceuta por su tamaño y población dar respuesta a una demanda creciente de desempleados, en una ciudad con la tasa de natalidad más alta de España?. Preguntas sin respuestas nos tememos.
Otro síntoma del amenazante parasitismo e infantilismo que invade nuestra sociedad es la irresponsabilidad que caracteriza a muchos de nuestros conciudadanos. Con suma facilidad relegamos nuestra responsabilidad individual y colectiva en los asuntos cívicos achacando todos los problemas y reclamando todas las soluciones a las autoridades. Nosotros somos críticos con la implicación de las administraciones en la resolución de los problemas ambientales, pero lo que nunca hemos hecho ni haremos es endosarle la responsabilidad de todos los atentados que se han cometido y se comenten en Ceuta, por sus propios vecinos, contra los bienes culturales y naturales. Si los montes están sucios es porque  seres incívicos  confunden el campo con un vertedero; si surgen construcciones ilegales es porque algunos se pasan por el forro el cumplimiento de las leyes y normas urbanísticas; si se destruye nuestro patrimonio cultural es porque ciertos promotores se muestran insaciables en sus ansias de dinero. Es evidente que las autoridades cuentan con mecanismos legales, así como medios económicos y humanos que pagamos entre “todos” para perseguir y sancionar este tipo de acciones incívicas. Aunque no es menos cierto que el celo que ponen en esta responsabilidad no es siempre el deseable y esto se tiene que denunciar sin ambages. Tampoco podemos pasar por alto que las administraciones con sus disparatadas políticas de inversiones (ampliaciones portuarias, construcción de megaprisiones, enlaces puerto-frontera, agresivas regeneraciones de playas, etc…) resultan ser los más dañinos contra el medioambiente, cuando su misión debería ser protegerlo.
Estamos viviendo tiempos que reclaman personas maduras y autónomas que estén a la altura de sus responsabilidades individuales y colectivas. El modelo de persona que reivindicamos es aquel que representan personajes novelescos como Robinson Crusoe, que supo aunar las cualidades del hombre romántico y el utilitarista. Un ser capaz de valerse por sus propios medios, -sin rehuir del apoyo mutuo con sus semejantes-, desde el respeto a la naturaleza y el reconocimiento de la “humanidad” del hombre. ¿Cuántos seríamos capaces de sobrevivir más de un día en las circunstancias que narra Daniel Defoe en su novela universal?. Los ipad, iphone y demás bagatelas tecnológicas no le servirían a un Robinson de nuestro tiempo ni para abrir un coco a golpes.

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