Opinión

Panóptico

¿Qué es el progreso? Con este sugerente título, los prestigiosos economistas del MIT Daron Acemoglu y Simon Johnson, comienzan el prólogo de su libro “Poder y Progreso”, que nos introduce en un apasionante recorrido por la historia de la última Revolución Industrial, para trazar las similitudes con la revolución tecnológica en la que se encuentra en la actualidad la humanidad.

Lo que muchos sostienen, nos dicen, es que nos dirigimos hacia un mundo mejor, al igual que la industrialización supuso un enorme beneficio para todos. Sin embargo, los últimos mil años de nuestra historia están llenos de inventos que no nos trajeron una prosperidad compartida, sino el enriquecimiento inmenso de unos pocos. Igual que está ocurriendo hoy mismo.

Por ejemplo, las mejoras en la agricultura (arados, rotación más inteligente, uso intensivo de los caballos, perfeccionamiento de los molinos….), apenas aportaron beneficio al campesinado, que entonces representaba el 90 por ciento de la población. Igual ocurrió con los avances del diseño naval, que incrementaron el comercio transoceánico, pero también facilitaron el transporte de millones de esclavos. O la industria textil, que pese a generar riqueza para unos pocos, no permitió que los salarios de los trabajadores subieran durante todo un siglo. Lo último, la informática y la Inteligencia Artificial, que está enriqueciendo a un pequeño grupo de emprendedores y magnates, mientras que las clases medias y populares han sido “abandonadas” a su suerte, siendo el germen del resurgir de la extrema derecha.

Lo que sostienen los autores es que si gran parte de la población mundial vive mejor que nuestros antepasados fue porque la ciudadanía y los trabajadores de las primeras sociedades industriales se organizaron, cuestionaron las decisiones de la élite sobre la tecnología y las condiciones laborales, y forzaron la creación de nuevos mecanismos para repartir de forma más igualitaria los beneficios derivados de la innovación.

En el siglo XVIII, el filósofo utilitarista Jeremy Bentham diseñó un tipo de arquitectura carcelaria llamada panóptico. Lo que permitía esta estructura era que el guardián, guarecido en una torre central, pudiese observar a todos los prisioneros, recluidos en celdas individuales alrededor de la torre, sin que estos pudieran saber si eran observados. Sin embargo, lo que se nos cuenta en el libro es que la idea del panóptico había surgido realmente de su hermano Samuel, un experimentado ingeniero naval, que lo que buscaba realmente era que un número reducido de capataces pudieran vigilar al mayor número de trabajadores posibles. Lo que Jeremy quería era trasladar dicho principio a la gestión de escuelas, fábricas, cárceles, e incluso hospitales.

Era la idea del utilitarismo, que buscaba mejorar la eficiencia social y el nivel de bienestar de la gente, es decir, aumentar al máximo el bienestar conjunto de todas las personas de la sociedad, a cambio de apretar un poco a unas cuantas personas. En las fábricas esto suponía que aumentando la vigilancia, los trabajadores se tendrían que esforzar más sin necesidad de subidas salariales. Así, los dueños de las fábricas, principalmente textiles, empezaron a contratar a obreros no cualificados, incluyendo mujeres y niños, para realizar tareas simples y repetitivas. Las nuevas máquinas convirtieron a los trabajadores en meros engranajes, que Chaplin representó magistralmente en su película “Tiempos modernos”. Pero ello llevó a que los trabajadores se quejaran de las condiciones laborales y del esfuerzo extenuante y se organizaran para combatir este sistema.

Como nos dicen estos economistas, las nuevas tecnologías, según esta forma de ver el mundo, mejoran las capacidades humanas y, cuando se aplican al conjunto de la economía, incrementan considerablemente la eficiencia y la productividad. Así lo pensaba también Adam Smith o Edmund Burke, que llegó a identificar estas leyes de la productividad como las leyes de Dios.

Efectivamente, estamos mucho mejor que nuestros antepasados. Vivimos más tiempo y nuestro nivel de vida es más elevado. Tenemos más comodidades y estamos más sanos. Pero la prosperidad generalizada no ha sido resultado de un proceso automático del progreso tecnológico, sino el fruto de los esfuerzos de nuestros antepasados para que los avances tecnológicos sirvieran a muchas más personas.

En la actualidad estamos en la misma situación. Las personas que toman las grandes decisiones, como Bill Gates, Zuckerberg o Elon Musk, están haciendo oídos sordos al sufrimiento que se genera a millones de personas en nombre del progreso. Enfrentarse a esta élite, quizás sea más difícil que en la Gran Bretaña y los Estados Unidos del siglo XIX, pero vuelve a ser trascendental. Este es el mensaje de este interesante libro, que recomiendo.

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