Opinión

Lo que los paisajes de Ceuta dicen de nosotros

El pasado año 2021 se cumplió el vigésimo aniversario de la constitución de la asociación Septem Nostra. En estos años hemos madurado mucho como entidad conservacionista y también en el plano humano. El tiempo ha ido mermando la energía y ampliando nuestra perspectiva. Uno, casi de manera irremediable, toma el camino del centro y va huyendo de la periferia. En esta senda fuimos tomando progresiva conciencia de que la contemplación de los paisajes de Ceuta y su entorno nos ayudaban a redescubrir nuestra propia psique. Movidos por esta idea comenzamos a centrar nuestros esfuerzos en la escritura de la naturaleza con el propósito de despertar a los lectores a la belleza y fascinación de los paisajes interiores y exteriores.
Nos ha tocado vivir un momento histórico en el que los que forman parte del complejo del poder no hacen otra cosa que destruir la naturaleza para satisfacer su insaciable codicia. Las actividades económicas emprendidas por la megamáquina están aniquilando la vida en nuestro planeta. De poco valen las continuas advertencias de los científicos sobre los peligros a los que se enfrenta la humanidad si persistimos en esta absurda carrera hacia un precipicio. Los argumentos racionales no han tenido el efecto deseado y no han sido capaces de promover una transición civilizatoria hacia un modelo más respetuoso con la naturaleza. Esto nos ha llevado a la conclusión a nosotros y a muchos otros que lo que ahora necesitamos son nuevas narrativas, es decir, un nuevo mito de la vida que sustituya al actual relato mitológico de la máquina.
Los paisajes de Ceuta y el Estrecho de Gibraltar son el sitio idóneo para reescribir un mito, el de la renovación de la vida, que ha acompañado a nuestra región desde tiempo inmemorial. Contemplar estos paisajes es redescubrir nuestra propia humanidad y la identidad de un espacio geográfico impregnado de misticismo, magia y sacralidad. Tal y como declaró en cierta ocasión el filósofo español José Ortega y Gasset, “háblame de tu paisaje y te diré quién eres”. La cuestión clave es averiguar qué son nuestros paisajes para descubrir quiénes somos y determinar lo que hacemos para definir nuestros paisajes. En los que paisajes que nos rodean subyacen determinados arquetipos que permean nuestros valores y dan forma a nuestra espiritualidad. A este respecto, en nuestro libro “El Espíritu de Ceuta” intentamos mostrar la sorprendente correspondencia entre el esquema general del paisaje de la psique dibujado por C. G. Jung y la realidad geográfica que podemos observar cuando desde un altozano contemplamos el Estrecho de Gibraltar y la propia morfología de Ceuta.
Según el geógrafo Denis Cosgrove, “todos los paisajes son simbólicos, ya que expresan el persistente deseo de hacer de la tierra a imagen de algún cielo y estos sufren cambios porque son expresiones de la propia sociedad del momento”. Por desgracia, la conexión entre la tierra y el cielo hace tiempo que se ha roto. No obstante, entre tanta barbarie está emergiendo una nueva de estructura de conciencia integral que ha llevado a ciertas personas a comprender a Dios más como una experiencia interna y menos como “objeto” o “personaje” existente aparte del individuo. Al integrar esta nueva estructura de conciencia a la visión mítica nos permite entender todo lo que percibimos por el ojo, “como una epifanía de tal grandiosidad que cuando se produce el rayo o el sol poniente tiñe los cielos de rojo, o sorprendemos la actitud alerta de un ciervo, surge de nuestra gargante un “¡Oh!...” en reconocimiento de la divinidad” (Joseph Campbell).
Reconocer a Dios o la Diosa en los paisajes conlleva reconocer al mismo tiempo su dignidad inherente y la integración entre el mundo de adentro y el mundo de afuera. También supone tratar los paisajes con veneración y dirigirse a ellos mediante plegarias. Este es el tipo de experiencia que nos cuenta el escritor Barry López en su exploración al Ártico. Contemplando los paisajes del noroeste del Ártico, dice B. López, “durante largos instantes perdí la noción del tiempo y del sentido de mi existencia como ser humano. En los farallones de Axel Heiberg encontré algo que ya había experimentado en las montañas de mi infancia: que de ellas emanaba un conocimiento que uno recibía y que no era susceptible de ser expresado en palabras, sino solo, difusamente, a través de plegarias. En aquel momento, con el rostro encendido, me sentí envuelto en mis amores humanos, el amor a los padres y a la mujer y a los hijos y a los amigos”.
Una experiencia similar fue la que tuvo Bishop en su estudio del Tibet. Este reconocido experto sobre los paisajes sagrados “encontró que el lugar tiene una lógica y una coherencia propia, su genius loci. No es un “otro silencioso”, sino vivo, sustancial y convincente. Era parte del mundo llamando la atención sobre sí mismo, profundizando nuestra apreciación conmovedora de las montañas, de los desiertos y ríos, de la luz y el color, del tiempo y el espacio, de innumerables pueblos y sus culturas, de la fauna y la flora, de la pluralidad de posibilidades imaginativas”. Del estudio de experiencias, como las que nos ha narrado Barry López o Bishop, se desprende la conclusión planteada por el psicólogo ambiental Jim Swan de que algunos lugares pueden ser capaces de actuar como desencadenantes de experiencias místicas, creativas e inspiradoras”.
La voz del espíritu de Ceuta es escuchada por aquellos pocos a los que se nos ha concedido el extraordinario regalo del despertar de los sentidos. No se trata de algo inédito y desconocido. Otros muchos han tenido esta suerte en el presente, como es el caso de los autores que hemos citado con anterioridad, y en el pasado, como le ocurrió al considerado padre de la escritura de la naturaleza, Henry David Thoreau. Este autor transcendentalista describe su despertar preceptivo en uno de sus poemas afirmando que “ahora escucho, tras haber tenido solo oídos, y veo, tras solo abrir antes los ojos, vivo momentos, tras haber vivido años, y discierno la verdad, cuando solo aprehendí el saber”.
Si prestáramos atención a la voz del espíritu de Ceuta escucharíamos su grito desesperado que reclama respeto a su dignidad innata. Durante muchos siglos se le ha negado su dignidad y solo ha sido valorada su naturaleza en tanto en cuanto nos ha otorgado algún tipo de beneficio económico. Su fisonomía ha sido alterada sin remordimiento, desmontando colinas, ocupando el cauce de los arroyos, destruyendo las huellas de su pasado, desforestando sus bosques, esquilmando sus fondos marinos, contaminando su aguas interiores y marinas, llenando de chapapote sus costas o disparando a todo bicho viviente por pura diversión. Muchos no han sido capaces de percibir la naturaleza como algo/alguien vivo. Ya va siendo hora de que despertemos y convoquemos al espíritu de Ceuta para que regrese de su largo exilio. Este llamamiento debemos hacerlo desde las profundidades de nuestra alma, sólo así lograremos que regrese el Alma del Mundo personificada en “Sophia aeterna” y con ella se reactiva la consideración sagrada e inviolable de la naturaleza y de todas las criaturas que alberga. Puede que de esta forma cuando contemplemos los paisajes de Ceuta entendamos lo que significa este lugar y lo que cada uno de nosotros somos.

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