Y llegó la pandemia. Las calles comenzaron a vaciarse, bares y restaurantes cerraron sus puertas, parques y jardines prohibieron la entrada, cines, teatros, espectáculos deportivos, fiestas populares, bodas, entierros, escuelas... La sociedad fue difuminándose lentamente para protegerse de un virus que acechaba por todos los rincones del planeta.
Muy lentamente comenzó la desescalada e intentamos recuperar lo que fuimos perdiendo en los últimos meses, aunque ya nada sería lo mismo. El miedo se fue inoculado a velocidades vertiginosas: los abrazos, los besos, el chocar las manos, el fundirnos en las cercanías que nos hacen más humanos e invulnerables. Todo ello fue arrasado, enterrado en las profundidades de la desolación.
Y ahora, habitamos en las trincheras levantadas contra todo lo que significa los otros, los demás, los que están cerca en una lejanía infinita. Aprender a convivir en un campo plagado de minas no es sencillo, pero tampoco debemos crear fronteras, castillos inexpugnables, abismos infinitos. Debemos situarnos en una retaguardia en la que el ser humano sea tratado con la dignidad que se merece.
No vale pertrecharse en una burbuja sin reinventarnos . No es una solución navegar hacia islas pobladas por sombras. Y en ese inevitable confinamiento, hemos decidido autoconfinarnos en una cárcel con los barrotes invisibles que vamos creando en cada gesto y en cada mirada. Todos somos enemigos de todos. Y es curioso contemplar que los autobuses, el metro, las calles, las escuelas...siguen abarrotado su aforo. Hay distancias sociales permitidas.
En nuestros trabajos virtuales volvemos a vivir en la caverna de Platón, reproducimos el famoso mito del filósofo. Eso sí, los ancianos no cuentan, tampoco cuentan los enfermos atendidos en consultas por teléfono. No cuentan los que nunca han contado.
Yo me resisto a expulsar a mis compañeros de trabajo, a mis amigos, a mis alumnos, a mis vecinos, a mi familia. No entiendo esa actitud extrema de la obsesión patológica. Eso nos lleva a un virus más metafísico del que no habrá vacuna.
Y en esa cuerda floja en la que tenemos que andar, no vale andar de puntillas, no debemos permitirnos cerrar los ojos, echar las persianas, blindar las puertas.. Los otros justifican mi existencia y me niego a olvidar la ternura, no me resignaré a conquistar la complicidad como una arma de construcción masiva.
García Márquez nos avisó en uno de los mejores libros que ha caído en mis manos: "Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad, no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra".