Opinión

La oración, manantial de vida eterna en clave teologal

Hace escasos días la Iglesia nos introdujo en el ‘Tiempo de Cuaresma’ con la antesala del ‘Miércoles de Ceniza’; concretamente, nos encontramos en el Tomo II de la ‘Liturgia de las Horas’, en un intervalo propicio de gracia y conversión reforzado con el trípode evangélico de la oración, el ayuno y la limosna: la tríada sagrada que nos vivifica en la conversión penitencial. Porque, la oración nos pone en la órbita de Dios; el ayuno, nos libera de las esclavitudes del mundo y la limosna, nos engarza a la caridad.

Es algo así, como un triángulo equilátero en el que cada uno de sus lados apuntala a los otros dos: ciertamente, es la oración la que nos provee de la fuerza necesaria para el ayuno; pero, a su vez, el ayuno nos facilita la oración y, simultáneamente, nos hace renunciar de aquello donde tenemos puesta la vida. Con lo cual, estas tres santas acciones con la oración como protagonista, se vigorizan y retroalimentan mutuamente.

En tanto, que la Cuaresma nos encamina a ser acólitos junto a Cristo durante cuarenta días por el desierto, apartados de los bienes terrenales y consagrados a la oración, el ayuno y la limosna, signos de la penitencia: cuarenta días y cuarenta noches en los que Moisés se dispuso en el Sinaí para recibir la Ley de Yahveh; o los cuarenta años de camino que dedicó el Pueblo de Israel para salir de la servidumbre de Egipto, y más tarde entrar en la Tierra Prometida.

Incuestionablemente, de los tres dones indicados inicialmente, por antonomasia, la oración es la que más dinamismo contrae para convertirnos a Nuestro Señor Jesucristo: Autor y Señor, Padre y Salvador.

Luego, es el momento favorable para esponjarnos de la Palaba de Dios con tres obras concretas: primero, orar, que responde al mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas; segundo, ayunar; y tercero, compartir los bienes. Y ante la tentación de huir no aceptando la voluntad de Dios, o de salirnos de la historia que Dios ha prescrito, se nos recomienda insistentemente hacer uso de antídotos como la oración, el ayuno y la limosna.

Ciñéndome en la oración, es la fuente de la vida cristiana, si bien, caben diversos ejercicios espirituales que ayudan a disponerse para orar, pero que posiblemente podrían quedarse en la puerta del encuentro teologal, si no se realiza en la relación con el Tú divino, revelado en Jesucristo.

Ni que decir tiene que la Palabra de Dios visibilizada en el ‘Sacramento de la Eucaristía’, o el acogimiento de la Providencia en las circunstancias diarias, o la generosidad en el nombre del Señor, son señas de identificación del orante. La oración, según lo refiere Santa Teresa de Jesús (1515-1582), puede ser mental o vocal, ninguna desmerece su función siempre que se haga con consideración.

Fijémonos en la reflexión profunda de las Sagradas Escrituras, o en la estancia en silencio ante el sagrario o rodeado de la naturaleza, o la recitación de salmos u otros pasajes bíblicos, como la invocación para conservar el deleite de Dios, o cuantas actuaciones de amor interiores hacemos hacia quien nos ama. Todas, sin excepción, son manifestaciones de los santos que nos han precedido.

Orar nos abre una hendidura para trascender en lo más recóndito de la vida, acomodándonos en el horizonte esperanzador, porque comporta aparejar una relación explícita con el Dios revelado que nos tiende su infinita misericordia. Y de ella, la oración, pende crucialmente la frescura de la fe, o del discernimiento de todo acontecimiento en clave escatológica, porque, valga la redundancia, con la oración tenemos la convicción que nada acontece al margen de Dios.

Por ende, la oración se nos presenta como una piedra preciosa que no tiene precio: antes de ser una meta a conquistar, es un regalo a recibir; antes de ser una labor a practicar; es una gracia a proteger con humildad y agradecimiento en la mansedumbre del corazón. La oración no reproduce el esfuerzo humano, casualmente inoperante al llegar a Dios, sino es su don de gracia el que le permite al hombre conversar por medio de Jesucristo y de su Espíritu.

Qué más decir, orar es convenir en la complicidad con Dios dentro de uno mismo, es vivir en su morada apreciando las observancias de los Santos Padres de la Iglesia y de Jesús: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”. ¡No desconfíes de la presencia amorosa de Dios. Él, no defrauda!

Con estos mimbres, Dios nos invita a entrar en una relación filial con Él, que a la vez es personal e intransferible y se refuerza en comunidad. Él nos habla a través de su Hijo Jesucristo: la Palabra hecha carne. La oración es la respuesta a Dios quien nos habla o mejor aún, se nos revela.

“En nuestro anhelo queda que Dios acreciente en la Cuaresma la llama, en ocasiones fluctuante por la ausencia de la oración, hasta hacer de ella una lumbre duradera de amor sublime”

La oración no es meramente un intercambio de palabras, sino que implica en el ser más insondable de la persona, la correspondencia intrínseca con Dios, en su Hijo y en el Espíritu Santo.

De manera sucinta, del latín ‘oratio’, ‘onis’, es una expresión oral que se expresa con el lenguaje. Aunque, existen distintas tipologías de oración y no siempre se muestran con un pronunciamiento específico de palabras, tanto verbales como mentales, también puede hacerse con señas o movimientos como bailes o danzas.

Ya, a lo largo y ancho de las centurias, la humanidad ha practicado la plegaria o la imploración como algo propio de su existir cotidiano, independientemente de la sociedad a la que perteneciera o la creencia en la que se cultivase. Igualmente, en la prehistoria el culto a una deidad era evidente.

Sin embargo, la oración cristiana hay que ubicarla en las coordenadas de continuidad con el uso orante del Pueblo de Israel. Obviamente, los cristianos van a estar emparentados a la oración de Jesús, puesto que Él mismo le mostró el modo de realizarlo con la enseñanza del Padrenuestro.

Como descripciones y contenidos más representativos de la oración primitiva cristiana, es preciso detenerse en la ‘Didaché’ o ‘Doctrina de los Doce Apóstoles’, en cuyas páginas se constata un razonamiento oracional diferente de la praxis judaica, haciendo hincapié en perpetuar la lectura del Padrenuestro.

A juzgar únicamente por su título, podría sospecharse que la ‘Didaché’ engloba la predicación evangélica de Cristo redactada entre los años 65 y 80 d. C. Pero, lo que en ella se refunde, es una recapitulación de preceptos morales, conocimientos en la organización de las comunidades y ordenanzas afines a las funciones litúrgicas.

Con este enfoque, lo que se sintetiza es un compendio de principios que nos proporciona un admirable retrato de la trayectoria cristiana del siglo II (101-200 d. C.). De hecho, es el código eclesiástico más decano, modelo venerable de las recopilaciones subsiguientes de ‘Constituciones’ o ‘Cánones Apostólicos’ con que despuntaría en Oriente y Occidente el Derecho Canónico. Amén, que en la ‘Didaché’ se hallan como oro en paño, oraciones de acción de gracias que se ofrecieron en la plegaria eucarística de alguna comunidad judeocristiana.

Asimismo, la ‘Carta a los Corintios’ de San Clemente Romano (35-99 d. C.), finaliza con una extensa oración de clara textura eucarística. Una esencia más dramática sugiere la breve oración dicha por San Policarpo de Esmirna (69-155 d. C.), con anterioridad a consumarse su martirio. De las reseñas antes aludidas, aun teniendo cimientos y contenidos en la oración cristiana, el esbozo literario en que se fundamenta la oración es la ‘Berakah’ o bendición judía, dirigida a Dios en admiración y alegría por las maravillas realizadas y asentadas en el Antiguo Testamento.

Otro matiz digno de mencionar, pone su acento en la tradición de la plegaria horaria judía, tanto en la mañana, como en el mediodía y la tarde. Porque, ya no será el ‘Shemá Israel’ o ‘Escucha Israel’, primero caya y luego escucha, las dos primeras palabras de la oración en cuestión, siendo a su vez, la rogativa más sagrada del judaísmo y esta oración reaparece en los Evangelios de Marcos y Lucas.

Del mismo modo, ocurre con las celebraciones dominicales de la eucaristía acreditadas por San Justino Mártir (100-165 d. C.), que evocan a las del ‘sabbat’ judío, también denominado ‘shabat’ o su variante en ‘yidis’, ‘shabbos’, que es el séptimo día de la semana, el más sagrado en el judaísmo rabínico y en el judaísmo mesiánico.

Quinto Septimio Florente Tertuliano (160-220 d. C.), Padre de la Iglesia y escritor inagotable de la segunda parte del siglo II y primera del III (201-300 d. C.), afirma que “en el momento de amanecer y al caer la noche, el cristiano se recoge en oración, medita la Escritura o canta un Salmo”, como un legado de bendición antes de las comidas.

Por entonces, era tal la rúbrica religiosa que condensaba la oración en el altar de la mesa, que los cristianos prescindían de ella a los paganos.

En atención al temperamento de la oración cristiana, Clemente de Alejandría (150-215 d. C.), uno de los más destacados maestros de esta ciudad, la establece como la intimidad o conversación con Dios. De ahí, que por muy vocal que esta sea, demanda la atención de la mente en quien la pronuncie, justamente por ser un diálogo.

Para el primer miembro de la Iglesia de Alejandría, las oraciones cotidianas se transforman en una vía que reporta al recogimiento. Él mismo, dice fielmente: “También sus ofrendas son plegarias, alabanzas, lecturas de la Escritura antes de la comida, salmos e himnos y antes del descanso, y de nuevo plegarias por la noche (…). Reza de cualquier modo y en todos los sitios: en el paseo, en la conversación, en el descanso, durante la lectura y en las tareas intelectuales” (Clemente, Strom., VII, 49, 4-7).

Idénticamente resulta con Orígenes de Alejandría (184-254 d. C.), inducido por la armonía del cristiano que ha de ser una incesante oración en el entramado diario y ésta es irreemplazable. Este pensador alejandrino compone un ‘Breve Tratado’ sobre la oración, interpretando el Padrenuestro con excelentes recomendaciones.

Sin duda, nos propone que para que la oración sea fructífera, ha de asumir como aptitud primera, una conducta que la transfiera al alejamiento del pecado y al deseo permanente de liberarse de las afecciones y pasiones. Como aspecto positivo, nos alienta a descansar en la voluntad de Dios: “Es sumamente provechoso al pretender hacer oración, ponerse en actitud de la presencia de Dios y hablar con Él, como quien está presente y lo ve” (Orígenes, De orat., VIII, 2).

Orígenes, no sólo era un extraordinario teólogo, sino que como resalta el Santo Padre emérito Benedicto XVI (1926-93 años): “A pesar de la riqueza teológica de su pensamiento, nunca lo desarrolla de un modo meramente académico; siempre se funda en la experiencia de la oración, del contacto con Dios”. Es sabido que su disciplina en la oración ayudó a impulsar la piedad en el Oriente cristiano, fundamentalmente, desde el siglo IV (301-400 d. C.) en el universo monástico, influyendo en el misticismo de Occidente, como sucedió en San Ambrosio de Milán (160-220 d. C.).

“La oración es la única llave que abre el depósito de la gracia y destila la humanidad imperecedera de Dios”

Y como no podía ser menos, en Occidente, emergen numerosos ‘Tratados’ enfocados a la oración, que son verdaderas exégesis del Padrenuestro de la pluma del citado Tertuliano y Tascio Cecilio Cipriano (200-258 d. C.), conocido como San Cipriano, obispo de Cartago, santo y mártir de la Iglesia y autor del cristianismo primitivo de ascendencia bereber, y creador de obras en latín que se atesoran indemnes.

Ambos concuerdan con los alejandrinos en el menester perseverante de orar en las disposiciones del alma, pero discrepan al insistir en la oración que nos presentó Jesucristo, el Padrenuestro, y que solamente los cristianos entreven, porque ellos son los que tienen a Dios por Padre.

Por lo tanto, San Cipriano sitúa al cristiano que ora el Padrenuestro en el entorno de la filiación divina: “Oremos, hermanos amadísimos como Dios, el Maestro, nos ha enseñado. Es oración confidencial e íntima orar a Dios con lo que es suyo, elevar hasta sus oídos la oración de Cristo. Que el Padre reconozca las palabras de su Hijo, cuando rezamos una oración” (Cipriano, De orat., dominica, 3).

En este contexto, las posturas que empleaban los primeros cristianos para rezar eran diferentes y estaban inspiradas en las Sagradas Escrituras. Llámese de pie, o de rodillas, inclinado y en postración. La fórmula que más prevalece atañe al orante, ejemplificado desde los primeros siglos en muchas imágenes iconográficas. Tertuliano le otorga especial énfasis, porque en el fondo se asemeja al Señor en la Cruz.

No obstante, Orígenes opta por el porte orante: “Siendo innumerables las posiciones del cuerpo, la postura de manos extendidas y ojos alzados, ha de preferirse por reflejar así la misma disposición corporal, como imagen de las disposiciones interiores que son convenientes al alma en la oración. Y decimos que esta es la postura que se ha de guardar, si no hay alguna circunstancia que lo impida” (Orígenes, De orat., XXXI, 2).

Curiosamente, el modo de colocar las manos juntas no se adoptaba en el pasado, era una costumbre de procedencia germánica y de índole feudal que el vasallo hacia a su señor, y que en la Edad Media se añadiría en algunos usos litúrgicos.

Posteriormente, la oración enfocada a Cristo se evidencia en la orientación que acogen los cristianos en los preludios del siglo II, ensanchándose a Oriente y Occidente en el transcurrir del siglo III. Ahora, se implora mirando a Oriente, porque es en esa dirección donde nuevamente se aguarda a Jesucristo y se encuentra el paraíso esperado. No ha de soslayarse, que la luminosidad venida de Oriente, o séase la ‘ex oriente lux’, los fieles la abrazaban como la referencia al Hijo de Dios. Al punto cardinal desde el siglo II ha de asociarse, el hábito de recogerse ante una Cruz puesta en la pared; bien, de madera o pintada y de cara al Oriente.

La Cruz Gloriosa precederá al Señor en su segundo advenimiento desde el Oriente. Su utilización se enraizó en los primeros creyentes, y a finales del siglo II, Tertuliano subrayaba al respecto: “En todos nuestros viajes, en nuestras salidas y entradas, al vestirnos y al calzarnos, al bañarnos y sentarnos a la mesa, al encender las luces, al irnos a la cama, al sentarnos, cualquiera que sea la tarea que nos ocupe, signamos nuestra frente con la Cruz” (Tertuliano, De cor., 3).

Recapitulando las líneas precedentes, podríamos decir que hacer el signo de la Cruz, es ponernos en oración. O lo expuesto por Benedicto XVI: “Hacer la señal de la Cruz (…) significa decir un sí público y visible a Aquel que murió y resucitó por nosotros, a Dios, que en la humildad y debilidad de su amor es el Todopoderoso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia del mundo”.

Hoy por hoy, la Iglesia nos invita a defendernos de las oscuridades tenebrosas con la armas de la luz, entre ellas, la oración. El ‘Oficio de Lectura’ en la ‘Liturgia de las Horas’, es una compilación imponente de citas y relatos de los Santos Padres de la Iglesia y grandes maestros espirituales. Y en la Cuaresma, es un manantial constante de verdades de la fe, palabras de vida eterna y aguas santificantes.

Queda claro, que la oración cristiana nos reubica en la conversación con Dios, en el nombre de Jesús y sostenida por el poder del Espíritu Santo. Jesús oraba asiduamente y así se lo hizo ver a sus discípulos para que lo imitasen.

Jesucristo está impaciente, pero convencido, de contemplarnos próximos a Dios en actitud de oración, a un tiempo, alabando y dándole gracias por cuántas cosas ha cristalizado en la Historia de Salvación prescritas para cada hombre. Presentémosle sin miedos ni prejuicios, cuantos misterios herméticos aún nos exceden y aquellas peticiones por los más necesitados, que no queden al margen de esta gracia. Orar a diario con el ‘Padrenuestro’, el ‘Ave María’, el ‘Gloria Patri’, el ‘Rosario’, el ‘Salve’ o quizás, el ‘Magníficat’, nos ayuda a interpretar la vida desde el prisma espiritual.

Tal vez, debamos ponernos manos a la obra y sembrar oraciones a lo largo de cada jornada, depositar una aquí y otra allá, y cuando menos lo imaginemos, el granito de oración envolverá casi las veinticuatro horas del día como la hiedra.

Sobraría referir en esta narración, que la oración no es para dictarle a Dios en el egoísmo y exigencia, lo que tiene o no que hacer y cómo debe hacerlo, aunque de antemano ya son conocidas, porque Dios, Nuestro Padre, es Supremo y nosotros somos hechura de sus manos.

En consecuencia, desde tiempos antiquísimos la oración acapara el mismo ímpetu: Dios no ha cambiado, su oído escucha delicadamente las súplicas, ruegos, invocaciones, preces y, porque no, ingratitudes, fusionadas en la oración más espontánea e intrascendente que pudiera parecer y de la que Dios siempre está presto a atender.

La oración es la única llave que abre el depósito de la gracia y destila la humanidad imperecedera de Dios: lo que alcancemos, será proporcional al tiempo y a los talentos que pongamos en la oración y en espera de una respuesta fructífera.

El Señor es el albor y nosotros somos sus cristales, cuando estamos en comunicación con Él, irradiamos los destellos de su gloria en las personas.

Moisés subió al monte y pasó cuarenta día con Dios, divisando su indescriptible luminosidad que deslumbraba en su rostro, hasta el punto, que cuando descendió de la montaña, se cubrió la cara con un velo para esconder la gloria deslumbrante a los israelitas que lo esperaban. En paralelo, nosotros descendiendo del monte de la oración, nos colmamos de los rayos de su gloria y cuando estamos entre las gentes, brillamos por el lustre que hemos visto.

Finalmente, en nuestro anhelo queda que Dios acreciente en la Cuaresma la llama, en ocasiones fluctuante por la ausencia de la oración, hasta hacer de ella una lumbre duradera de amor sublime a Dios uno y trino.

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