Colaboraciones

El Viento de Levante

Este es un relato acerca de la incomprensión y del ocultamiento. Asimismo de un fuerza excepcional que toma protagonismo y desvela algún un oscuro secreto sepultado en los arenales del olvido. También habla de los escasos e inesperados dones que en ocasiones ofrece la vida y que de la misma forma en que vinieron se alejan definitivamente.

A finales del S. XIX había en Ceuta quienes pensaban que el viento de Levante era algo así como un vecino pejiguera e imprevisible que viviera al otro lado de la calle. Otros opinaban que nacía en la mismísima China y que tiraba por la Ruta de la Seda, saltaba sobre el Mediterráneo y se metía de cabeza en el Estrecho, sin fastidiar demasiado a Ceuta por estar esta protegida por el hacho y el Yebel Musa.

Unas veces en calma, otras frenético, hacía siempre su voluntad porque no había quienes pusieran freno ni bridas al Levante, de manera que se quisiera o no , el Levante intervenía en las vidas de las gentes del Estrecho ya que no en balde se colaba en los domicilios y se rozaba con los ciudadanos piel con piel. Sirva de ejemplo La historia de un mocito llamado José que pastoreaba sus cabras bajo la ventolera a un tiro de piedra de las murallas, preocupado porque a su hermano mayor Daniel una mula le asestó una coz. Terminado el día, iba de vuelta a casa con el hato, cuando en medio del levantazo, una mocita, poco más que niña, se presentó ante él. Una fugada tal vez a la que a pesar de su habla extranjera entendía con facilidad, cayéndole como de molde.

Cano de casa, supo que se llamaba Marcela y despertó en medio de gente dormida, echándose a caminar , sin recordar más.

La familia había trasladado la cama de Daniel a la cocina, que era la habitación más amplia. Bebían vino y aguardaban acontecimientos.

José dijo bajito a Marcela que subiera al sobrado, que él iría en un momento tras de guardar las cabras. Hubo de andar sobre el estiércol para dejar al ganado encerrado en el corral y ya en el patio, a la luz de las velas de sebo, se veía la cama con la mata de pelo de Daniel sobre la almohada.

La madre maldijo a la mula pero también dijo que quizás hubiera suerte porque la barriga en sí no era peligrosa sino después de comer.

No esperaba respuesta alguna, pero he aquí que el Levante sopló y sopló con tanta fuerza y obstinación como sólo él sabe hacerlo

La visión del padre que se puso inesperadamente de pie, hizo que José pegara un respingo y subiera al sobrado. Marcela preguntó si traía algo de comer. José hizo que no y aseguró que una vez que ella contara donde estaba su familia comería, pero Marcela puso cara de pánico y aseguró que no lo recordaba.

-No temas -determinó José dispuesto a defenderla como fuera- Si aprendes las oraciones estarás protegida.

-Yo no soy capaz - dijo Marcela, dándose por vencida de antemano.

-Tú repite lo que yo diga. Se lo oigo al cura cada vez que le ayudo en la misa. «Credo in unum Deum Patrem mnipotentem…» La niña movió silenciosamente los labios. José insistió en que repitiera con él «… omnipotentem factorem coeli et térrea,visibilium ómnium…»

Ella preguntó cómo era capaz de aprender todo eso

-Huele mal aquí -añadió arrugando la nariz y José enrojeció hasta las cejas y tuvo una reacción curiosa. En un impulso, se quitó las alpargatas y las tiró por las escaleras. Fue entonces cuando la madre le preguntó des la puerta de la cocina qué hacía.

-Rezo por Daniel-respondió él.

-Entonces reza con nosotros.

José se volvió hacia Marcela y le recomendó silencio, prometiéndole que le llevaría algo de comer. Al cabo, Marcela se atrevió a bajar al patio y ,a través de la puerta entreabierta, vio a José de rodillas rezando a unos pasos de la cama de Daniel.

La madre sacó un pan de la artesa, oyó a Daniel balbucir y le dio la razón. El padre cortó un pedazo de pan y la interrogó con la mirada sobre qué sucedería. Por su parte, uno de los parientes se hurgó las muelas con la navaja.

-No me reces tanto -pidió Daniel-, porque yo no soy la abuela.

El padre miró a las hijas. La madre trajinó junto al fuego.

-Y vosotras, ¿es que no sabéis rezar nada? -inquirió el padre. La hija mayor contestó que siempre quiso un misal y no le hicieron caso. José dijo de rezar el Credo.

-¿El Credo?-La madre levantó la tapadera de la olla para sacar las coles- Rézalo. El Credo es difícil de aprender y muy señorial. ¿Y la carne? ¿Dónde está la carne?

-¡Carajo! -exclamó el padre llevándose las manos a la cabeza- ¡Se olvidó! -Se acercó a las gallinas que estaban atadas junto al fuego y degolló a una de ellas, que la madre empezó a desplumar.

-Eh! Eh! -susurró Marcela, pues vio que por debajo de la cama caía la orina.

-¡Deja de rezar! ¡Calla de una vez! Dijo que no le rezaras -vociferó el padre, atizando la primera bofetada-¡Di! ¿Es que quieres que tu hermano muera?

El padre lo aferró por el cuello y José se abandonó. Marcela contempló la escena. Todos sus miembros temblaban de ira a causa de los bofetones que recibió José, él, con los brazos colgando y sus hermosos pies descalzos. Hubiera deseado acogotar al padre y retorcerle los pies volviéndoselos del revés.

En tanto cenaban, el padre preguntó de repente qué comería Daniel.

-Dijo que le dolía la tripa -repuso la madre-Tenemos aceite de ricino…

Uno de los familiares aseguró que el aceite de ricino iba bien para las retenciones. La novia de Daniel arguyó que la coz le habría llenado la tripa de sangre y pudiera ser que el ricino no le sentara bien. El padre manifestó que el ricino purgaba los males de barriga y si no lo curaba, tampoco le haría daño. La madre fue a la alacena, sacó una garrafilla y provista de cuchara se acercó a la cama. El padre aconsejó que lo tratara con miramiento y ella comentó que Daniel no se movía.

-Dáselo de una vez… -dijo el padre en tanto masticaba- ¿Acaso duerme?

-¡No sé! ¡No lo sé!

-Dáselo, mujer. ¿O pretendes que se lo dé yo?

La madre protestó porque el enfermo no la miraba.

El padre fue hasta la cama y se quedó parado. Al cabo, dejó caer la barbilla y profirió con la voz estrangulada que no había nada que hacer. Uno a uno, los presentes fueron acercándose a la cama.

-Ha muerto, sí -certificó la madre mientras la novia de Daniel salía de la cocina. De pronto la mujer, añadió:

-Tengo un no sé qué en las tripas . Voy a remojarlo.

El padre sirvió vino y refirió que Daniel siempre supo tratar a los animales. Si un caballo se portaba mal, en lugar de recurrir a la fusta, le echaba agua en las orejas hasta que el animal se desplomaba y entonces lo apaciguaba. Sabía que una acémila tenía fiebre con sólo mirarla a los ojos. A los potros los tranquilizaba acariciándole los testículos y calculaba el peso del mular calibrando el costillar.

La acémila de turno captaba que era alguien dispuesto a favorecerla. Sólo que aquella mula resabiada y flaca intuyó que pretendía llevarla al matarife, luego de una vida sin domingo, y se vengó por anticipado.

Se oyó ruido de gente en la entrada. Un grupo de vecinos irrumpió en la cocina con la novia de Daniel a la cabeza. El grupo se dirigió hacia la madre que los miraba como petrificada.

-¡Qué desgracia la pérdida de un hijo! -exclamó la mujer de más edad -¡Qué daño! ¡Qué injuria de la vida! ¡No fuera ningún hijo muerto antes que una!

Un grito brotó de la garganta de la madre, que pareció despertar.

Al descubrir a Marcela, el padre la entregó al primer militar que vio. Éste la llevó hasta el capitán Ruiz de Velazco, que avisó al lenguaraz del puerto. La niña contó que se despertó en un arenal donde la gente dormía con sus pies morados y un hilillo de agua rosada en la boca. Ruiz de Velasco desabrochó una baratija que la niña llevaba al cuello con el nombre de Marcela Giordini.

Eran muy pocos los que conocían que la noche anterior la Comandancia del Puerto de Algeciras mandó un cable informando que el barco mercante Libertad, en mala maniobra, rompió su fondo con el espolón de proa del acorazado británico Goldenark, fondeado en la bahía de Algeciras junto con otras unidades navales. Parecía ser que el mercante , con capacidad para doscientos viajeros, transportaba el triple de emigrantes encerrados en sus bodegas, embarcados en el puerto de Siracusa con destino a Nueva York.

La mayor parte de los cuales no consiguieron salir de su encierro antes de hundirse.

Marcela Giordini fue enviada a la Península. José alcanzó a verla salir de Comandancia, justamente cuando el capitán Velasco decía a la clarisa que fue a recogerla: -Cuide de Marcela ya que es fruto de la Providencia -y lo dijo porque copinaba que la niña despertó entre los cadáveres de los náufragos que los británicos, luego de perder a algunos tripulantes de salvamento que pretendieron auxiliar a los náufragos, decidieron no pringarse más con aquel marrón llovido del cielo y silenciar la catástrofe ante la prensa internacional, y recogieron los cuerpos de las aguas y lo enterraron poco más allá de Yebel Musa.

Al subir moja y niña al coche de caballos que las llevaría al puerto. De forma tan fugaz, Marcela y José se vieron por última vez. El tiempo pasó y José envejeció, liego de años innumerables trabajando de sol a sol en un tejar, y ya con un pie en el estribo, las veces que abría la cancela de la infancia, seguía viendo a Marcela con nitidez, preguntándose mil veces qué fue de ella y cuál el lugar donde despertó. No esperaba respuesta alguna, pero he aquí que el Levante sopló y sopló con tanta fuerza y obstinación como sólo él sabe hacerlo.

A poca distancia de Yebel Muza las dunas se movieron con la maleza en el lomo y avanzaron hacia el cañaveral dejando tras sí arbustos convertidos en piedra y llanuras de arena estéril. Al atravesar el arenal, un yegüero de Tánger dio con huesos semejantes a las piedras volcánicas que el mar arroja. Gran número de cráneos de todas las edades surgieron de la arena. El suceso fue tan notorio que un grupo de científicos británicos ofreció su colaboración.

Después de deliberar, las autoridades determinaron que los huesos procedían del siglo XIII, tiempo en que el monarca Alfonso XI puso cerco a Gibraltar. Eran sin duda genoveses afectos al bando musulmán, diezmados en sus embarcaciones a causa de una epidemia, siendo sepultados de forma precipitada debido a lo contagioso de la enfermedad y a las premuras de toda guerra.

La pesquisa fue cerrada. No obstante, se hallaron restos que hicieron tambalear la versión oficial. José proclamó su verdad. Desde entonces, si alguna vez se nombraba a los náufragos del Libertad, la gente de Ceuta señalaba hacia el lugar donde el osario fue liberado por el viento de Levante.

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