Esta puede ser la eterna pregunta: ¿Qué es gobernar? Hablamos mucho del gobierno, de los gobiernos, de quien gobierna bien o mal, de las diferentes formas de gobierno, pero ¿sabemos exactamente qué es el ejercicio de gobernar? Tal vez ¿tener un despacho? ¿coche oficial? ¿un sueldo público? ¿honores y tratamientos? ¿dictar normas?...
Me decía un amigo que, para él, gobernar es algo así como lo que hace su compañía de seguros. Él paga la póliza y esa compañía le presta los seguros contratados en la misma cuando tenga derecho a ello. Supongamos que se trata de un seguro de coche y en la póliza está previsto que, en caso de avería, una grúa recogerá el vehículo y, si la reparación dura mucho, deberán poner a su disposición un vehículo de sustitución hasta que le devuelvan arreglado el suyo. Eso es el gobierno: cobra impuestos a los ciudadanos y a cambio les presta los servicios a los que tienen derecho.
Desde luego, visto así, como lo ve ese amigo mío, el gobierno pierde mucho glamour, aunque gana en eficiencia pero, visto lo visto y más ahora, tal vez sería lo deseable, aunque probablemente nuestra herencia medieval del concepto de gobierno, no nos deje ver las cosas con la sencillez que tienen.
Sí, todavía hoy, para la mayoría de las personas, un gobernante es alguien inalcanzable, que debe ser tratado de excelentísimo señor, al que hay que pedir audiencia y comprender que no nos la conceda. Lo del coche oficial, escoltas y demás adornos se dan por supuestos y ni se discuten. Pero, francamente, todo eso sigue así porque queremos que siga así y de esa quebradiza y malformada concepción se aprovechan los gobernantes, quienes a pesar del deber que pesa sobre ellos, ignoran día tras día que están obligados a cumplir lo estipulado en el contrato que han formalizado con los ciudadanos. Ellos, que deberían ser nuestros agentes del seguro, es decir, los que nos deberían transmitir calma, confianza y seguridad, se han convertido en unos auténticos tramposos, torciendo las palabras y los compromisos, provocando todo lo contrario de lo que, supuestamente, deberían: inseguridad, ansiedad y rechazo.
La verdad es que la mayoría de los responsables políticos (hay que hacer excepciones y bastantes), sólo viven para sostenerse en los cargos, trabajando lo indecible para buscar justificaciones a su ineficacia y argumentos para zaherir a los contrarios, mientras la población se desangra esperando una idea, una propuesta o una iniciativa que esté pensada para los ciudadanos y sólo para ellos. Y cuando hablo de responsables políticos, me refiero tanto a los que están en los gobiernos, como a los que ocupan los bancos de la oposición, todos ellos con la calculadora electoral en la mano, tomando o consintiendo a diario decisiones injustas, pero pensando que para ellos y sus intereses son las mejores.
Ceuta no es una excepción, porque además de los intereses personales, partidistas y electorales e, incluso institucionales, todos legítimos, si se ponen en el lugar adecuado de la escala, hay que poner el acento máximo en los intereses de los ciudadanos, sobre todo cuando están siendo atacados por un ejército invisible que les ha colocado ante el mayor abismo socioeconómico de la historia moderna de nuestra ciudad. Es legítimo querer estar en política, tener un cargo público, desear que nuestro partido político gobierne y que el otro no. Es deseable pelear por que la institución que gobernamos se preserve en todos sus términos, es más, es obligatorio. Pero si nos dejamos absorber únicamente por esas cosas y, aunque lo hayamos prometido, abandonamos a su suerte a los que más lo necesitan, como nuestros pequeños empresarios y sus trabajadores, ya sea por incompetencia, por miedo a prevaricar, por falta de decisión, porque nos excusamos en normas e informes o simplemente porque no queremos complicarnos la vida o tal vez nos da igual y, con contentar a los más fieles o al Jefe, nos damos por satisfechos, esas otras legitimidades secundarias serán algo así como la basura no reciclable. Ahora vamos a ver mejor que nunca quien es quien, sin reproche o absolución posibles después. Vamos a distinguir sin error a quien tiene palabra o a quien dice lo que cree que los demás quieren oír, pero sin ninguna intención de hacer nada.
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