La democracia se vacía de contenido irremediablemente. Son muchos los pensadores que vaticinan el fin de la democracia como modo preeminente de gestionar la sociedad. Un breve paréntesis de apenas trescientos años que quizá tenga los días contados. Quienes así opinan consideran que esta inteligente manera de organizar la vida en común no ha sido capaz de adaptar sus principios y fundamentos a los profundos cambios que se están produciendo en este tiempo. La ciudadanía tiene la percepción de que los auténticos centros de poder están en ignotos lugares inaccesibles. El concepto de “soberanía popular” sobre el que se construye la democracia está cada vez más desfigurado. Son ya demasiados los síntomas que avalan esta tesis. El debate de ideas que debe articular los procesos democráticos ha desaparecido. Son muy pocas las personas que emiten su voto de manera reflexiva. En su lugar se ha terminado implantado un sucedáneo inspirado por las claves de una competición meramente gestual. Vivimos bajo el imperio de las emociones y los instintos. Una especie de involución moderna que amenaza con pulverizar todos los avances de la ilustración. Eso sí, desde un confort tecnológico impensable. Cuando se dice (con razón) que la política ha dejado de interesar, y a ella ya sólo se dedican los mediocres o buscavidas, lo que en realidad se está diciendo es que la democracia está herida de muerte.
No resulta sencillo encontrar las causas de tamaño despropósito colectivo. Entre otros motivos porque el ocaso de la democracia es un fenómeno de enorme complejidad, de desarrollo muy heterogéneo e influido por infinidad de factores que interactúan en múltiples direcciones. Pero lo que sí parece indiscutible es que cada vez es más patente.
La campaña electoral que estamos viviendo en Ceuta es un claro ejemplo. Ceuta se encuentra en una encrucijada. A nuestros añejos problemas estructurales con los que ya convivimos resignadamente, se ha añadido el importante cambio cualitativo de la política de Marruecos respecto a nuestra Ciudad. Estamos ante un nuevo escenario, muy inquietante, que nos obliga a todos a reordenar las bases de nuestro proyecto de Ciudad. Ceuta no puede seguir fosilizada en lo económico, tratada como una reliquia en el ámbito político-institucional, socialmente desvertebrada y psicológicamente colapsada. Ante esta tesitura cabria esperar que una campaña electoral que va a terminar por decidir quién asume la responsabilidad de afrontar un reto de esta magnitud, fuera un intenso, profuso y apasionado debate sobre todas las cuestiones trascendentales que se están dilucidando . Ni por asomo.
La más plúmbea mediocridad se ha apoderado de nuestra vida política. Una histriónica orgía de irracionalidad. Los discursos y argumentos vertidos en esta campaña son de tal inanidad, de tan ínfima consistencia, que sólo pueden inspirar un bochorno infinito. Entre lugares comunes mal empleados, desafortunadas ocurrencias escasamente originales y ridículos improperios diseñados para la ocasión, el tiempo transcurre anodinamente, mientras el electorado, ajeno por completo a este “juego de políticos”, ya ha pensado a quién votará por motivos que, evidentemente, nada tienen que ver sobre la forma de acometer el futuro incierto que nos aguarda.
Queda una duda por resolver. ¿Se han contagiado los partidos políticos de una ciudadanía fatalmente omisa y descreída; o han sido los partidos políticos los que, renunciando a su función pedagógica, han provocado este estado de catatonia en el que se encuentra inmersa la sociedad ceutí? En cualquier caso, la realidad es penosamente decepcionante.
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