Opinión

Los olvidados en la Historia de aquellas aguas temerarias (II)

Tal como se ha expuesto en el texto anterior y al que este pasaje sigue su rastro, al reeseñar el relato a bordo de estas embarcaciones, irremisiblemente, nos sumerge en el vivo retrato de los marineros, grumetes y pajes.
Estos hombres temerarios eran tenidos como seres extraños, porque inquietaban a las élites. Cabe recordar, que en sus lances por las aguas imperturbables, estaban en constante movilidad; de por sí, su actividad laboral se equiparaba con una cierta forma de independencia.
Al mismo tiempo, el hecho de percibir una soldada en efectivo, los catalogaba con la clase de trabajadores libres.
De ahí, que sus aires tan peculiares de convivencia, poco ortodoxos y supuestamente exonerados de cualquier sujeción, produjesen desconfianza e indujeran a continuos recelos. Pero, en realidad, no eran seres especiales como por entonces los proponía el discurso contradictorio que se cernía.
Si bien, siendo comparables con algunas esferas de la clase social más baja, eran un grupo no controlable fácilmente.
Este punto de vista inoculado en connotaciones dañinas, tales como la violencia de la gente de mar o las embriagueces, el libertinaje sexual o la ausencia de devoción, han perdurado en las mentes y corazones hasta la modulación de una imagen sesgada a este gremio navegante.
Sin embargo, al aproximarnos a las circunstancias de estas singladuras ultramarinas, nos abre un horizonte en el contexto puntual de los que quedaban en el anonimato y en un segundo plano: ‘los olvidados de la Historia’.
Primero, la cotidianidad se subordinaba a una estrecha relación en medio de lo indiferente, porque el barco se configuraba en un microcosmo hermético; mismamente, al permanecer embarcado por etapas indeterminadas y estar apartado del poder civil y religioso, auspiciaba la aparición de relaciones cercanas y la subsistencia en las aguas inexorables sometidos constantemente a la inseguridad.
Luego, no era de suponer, que los ideales aplicados en tierra se reprodujesen en el océano. Por lo tanto, el temple de este hombre a la hora de iniciar un desplazamiento por mar, se veía drásticamente transformado: de una superficie firme pasaba al agua, es decir, de la seguridad a lo cambiante. En estas condiciones nada atractivas e incómodas, hubieron de establecer diversas respuestas para desenvolverse apropiadamente en la sociedad del momento.
El vislumbrar que dicho colectivo se exponía a entornos sumamente distintos a lo común, ayuda a interpretar la marginación de la mano de obra marinera. Como, del mismo modo, contemplando tantas indiferencias, supieron rearmarse en sus convencimientos.
Es interesante subrayar, que ante las muchas dificultades, el talante de supervivencia se distanciaba del credo impuesto, pero, de ninguna manera dejaban de ser expresiones humanas cargadas de indudables emociones y temor.
Al hilo del anterior pasaje, la residencia de quiénes optaban por hacerse a la mar ocupando el último lugar, era de por sí un duro inconveniente, comparándose este exiguo espacio a una prisión. Un marinero en cuestión de complexión entre botes, anclas, cañones, barriles, etc., amén de los animales vivos inquilinos, nada tenía que envidiar a un preso.
Con lo cual, este tipo de vida podía concebirse como compleja y escabrosa por el frío, el sol, el calor, las precipitaciones o los rociones del mar. Y como no, bajo la cubierta, el panorama también se dibujaba insoportable por la humedad concentrada, o las altas temperaturas soportadas o los malos olores derivados del agua de las sentinas. Irremediablemente, ello se aunaba a la aglomeración con el resto de la dotación, que ni mucho menos era insignificante.
Prosiguiendo con las variables identificativas como la percepción del tiempo; el espacio de ocio; el proceder ante el peligro o la muerte y la conducta religiosa que encuadran este escenario, el curso de los ciclos se supeditaba a la apreciación vital y espiritual de los mismos.
Como es sabido, el día se fraccionaba en dos porciones de doce horas, a su vez, cada una de éstas en tres partes denominadas cuartos. Estimación que hace referencia a los diversos turnos y relevos de vigilancia en alta mar, lo que coloquialmente se conoce como ‘imaginaria’.
Ya, en la madrugada, la primera se denominaba ‘de prima’; a la que le tomaba el relevo la segunda, ‘de modorra’ y la tercera, ‘de alta’. Las designaciones lo dicen todo: la intermedia se atinaba como la más espinosa por realizarse en el peor intervalo de la noche.
Cabiendo destacar, que con la premisa de cerciorarse que el marinero de servicio no descuidase la inspección, un paje dando la vuelta al reloj de arena o ampolleta cada media hora entonaba una cantinela. Seguidamente, éste volvía a canturrear otra expresión que literalmente decía: “¡Cuenta y pasa que buen viaje faza. Ah de proa alerta, buena guardia!”. A lo que el marinero respondía con una exclamación o refunfuñando, dando a entender que estaba en vela. Por lo tanto, el tiempo se hallaba unido a lo espiritual o al menos, el protocolo que contrastan las horas se circunscriben a un ambiente devoto.
Con respecto al espacio dedicado al ocio, frecuentemente entendido como labores que no implican trabajo y se estiman como recreativas, a menudo las crónicas del trayecto insinúan este tiempo destinado al descanso. Aunque, algunos lo consagraban al esparcimiento con los dados o naipes, las ordenanzas les privaba taxativamente cualquier juego con dinero. No por ello, se constata que a través de numerosos litigios, el aliciente de apoderarse de unos cuántos reales, resultaba más eficaz que las propias leyes.
Entre la amplia documentación consultada, se confirma la concurrencia de lo ya aludido, como barajas de cartas o dados e instrumentos de música, porque durante las calmas o, quizás, próximo a alba, se vocalizaban tonadillas ayudada de la vihuela.
Sin inmiscuirse, espectáculos espontáneos, sobre todo, cuando a bordo se encontraba un personaje destacado. Asimismo, encontrándose reiteradas reseñas bibliográficas de esta ocupación como mero pasatiempo, la pesca era otro de los entretenimientos.
Así lo corrobora por escrito en el año 1681 el jesuita austriaco Andrés Mancker: “Pescamos un pez de dimensiones sensacionales llamado tiburón, que suele devorar hombres. (…) Los marineros le punzaron los ojos, le colgaron ollas de greda a la cola y lo arrojaron de nuevo al mar, donde entretuvo un buen rato a los pasajeros con sus cabriolas”.
En las postrimerías del siglo XVII, Gemelli Careri describió puntualmente este episodio en su ‘Viaje alrededor del mundo’. Por tanto, la captura de los selaquimorfos o selacimorfos, conocidos comúnmente como tiburones o escualos, era un desafío que regularmente la raza humana se proyectaba para combatir contra un integrante emblemático de la naturaleza. Al retarse con un pez insaciable y mortal, el ser humano pretendía sacar músculo sobre una fauna inexplorada, que se asimilaba a las legendarias monstruosidades oceánicas.
Por consiguiente, este rito o regla apasionada, al igual que un prototipo de redada, se valoraba como escapatoria en consonancia con las tensiones acumuladas.
Al igual, que diversiones e imitaciones de enfrentamientos como el baile de espadas, se convertían en un atenuante ineludible que otorgaba exteriorizar los resentimientos, trasladando mediante la lucha virtual las discrepancias contraídas.
Por el contrario, igualmente concurrían intervalos de serenidad, en los que sosegados en la cubierta del barco, los marineros conversaban o relataban en voz alta o leyéndolas, innumerables historias épicas.
La presencia indiscutible de libros, desenmascara la trascendencia de los mismos para estas personas, siendo los contenidos de oración y fervor los más valorados, erigiéndose en un instrumento de importante valía para rezar, suplicar la mediación celestial o cumplir con las directrices inherentes del cristianismo. Obras didácticas que les abre a la intelectualidad de la dedicación recitada y que, afanosamente, los analfabetos preservaban como insignias sagradas o amuletos.
Haciendo un ejercicio de imaginación, lo más presumible, es que la oratoria de las lecturas se materializara en alto para los oyentes incultos, saboreando las heroicidades acaecidas o narraciones de ficción y, como no, las preces que apaciguaba las eventualidades recientes sobrevividas con turbación.
La última de las variables que define de esta comunidad, hace alusión al temperamento observado en los riesgos contraídos a lo largo y ancho de la travesía, como la visión ante la muerte y el componente religioso.
Es habitual que las coyunturas climatológicas adversas, o el naufragio provenido de un siniestro, o el acometimiento inesperado de la piratería e incluso, las afecciones que se daban normalmente franqueando el Atlántico o el Pacífico, no dejasen de estar al orden del día.
Con todo, a día de hoy, la materia de la mortalidad continúa abriendo múltiples interrogantes e incógnitas, resultando dificultoso conocer cuantitativamente en qué calibre el Océano era arriesgado hasta su total letalidad.
El historiador escocés de América Latina Murdo J. MacLeod (1935-85 años), ahondando ampliamente sobre la Historia de América Central, el Caribe y la inmensidad atlántica del período colonial, en su estudio “Historia socio-económica de la América Central española, 1520-1720”, emplaza a los barcos de las Indias como verdaderos cementerios flotantes, pero insiste, que de algún modo, una investigación podría invertir este “desagradable bosquejo”.
Los documentos examinados no optimizan el alcance de la morbi-mortalidad: los padecimientos y ahogamientos se constituyeron en los más frecuentes con un 49,5%, seguidos de las hostilidades enemigas en un 12%. Finalmente, las vicisitudes profesionales valoradas con un 2% y los siniestros con un 1%, resumen las historias de estos tripulantes en los que faltarían por determinar el 35,5% de los mismos.
Indudablemente, los números acentúan el escalofriante impacto de los padecimientos y ahogamientos.
Si pareciese descabellado o sorprendente a juzgar por la situación vivida por estas gentes, la mayoría de los marineros no sabían nadar. Habitualmente, quién desafortunadamente caía al mar, a pesar de hacerse lo posible por rescatarlo, lo más lógico e irrefutable es que la embarcación prosiguiese su dirección, ante la imposibilidad de dar la vuelta.
Precisamente, así ocurriría el 23 de agosto de 1621, instante en que el grumete don José de la Vega sucumbió entre las olas. Un testimonio declaró “que a las ocho de la noche, poco más o menos, (…) se escuchó el ruido como un hombre había caído a la mar, habiendo hecho diligencia de echar tina y tablas a la mar (…), la nao continuó su travesía”. Evidentemente, el joven no se pudo recuperar, pero sí se le confió a Dios.
Además, la muerte llegaba inusualmente o menos infranqueable en sus formas, entremetiéndose paulatinamente en la biografía diaria. Los afectados por enfermedades crónicas disponían del momento oportuno para extender sus voluntades, implorando la figura del capellán y el escribano.
El primero, prescindiendo de las amistades y declarantes, confesaba y concedía los santos sacramentos; el segundo, proveído de papel y tinta, se arrimaba al lecho del agonizante y anotaba las disposiciones materiales y espirituales.
Es significativo hacer constar, la de aquellos que se hallaban en sus últimas horas deseosos de asentar en pocas palabras, que se confiaban a Dios, aparte de pedir misas por su alma y las de los difuntos parientes, como la liquidación de las deudas que pudiese tener.
Pero, por encima de todo, la muerte en alta mar se consignaba en un marco completamente nuevo, porque impedía que los restos mortales recibieran una sepultura digna, sentenciándolo a ser consciente que tarde o temprano, iría al fondo de las aguas, lo que hacía más sobrecogedora la trascendencia del lapso final.
Inspeccionado algunos testamentos de los marineros, entre sus observaciones se especifica el sitio del enterramiento. Con asiduidad, se señala la Iglesia del puerto o fondeadero donde en esa ocasión arribaran; contrariamente, apenas concisas, existen alusiones de un sepelio en el mar.
Entre las fórmulas redundantes que se emplearon para esta causa, al pie de la letra y sin más detalles indica: “que mi cuerpo sea echado en las aguas de la mar, en la forma y según se acostumbra”. Esporádicamente, se encuentran ‘últimas voluntades’ que las catalogaría de especiales, porque en ellas se puede leer con clarividencia: “y te mando que cuando mi alma se arranque de las carnes, mi cuerpo muriendo en la mar sea echado en ella”.
La ceremonia en sí, era simple, sin el más mínimo signo de magnificencia o pieza de artillería para los marineros, como mucho, se amarraban recipientes de agua a los pies del fallecido y a continuación se echaba al mar. Entretanto, los allí presentes, invocaban que el alma se encomendara a la misericordia de Dios.
Al fin y al cabo, el estar privado de una tumba era una enorme desgracia, porque se interpretaba que al no descansar el cuerpo en la madre patria, difícilmente alcanzaría la resurrección; como, análogamente, el alma quedaría forzada a errar para siempre. Visto y no visto, el desenlace de la muerte conllevaba una conmoción más fuerte que en tierra, sobre todo, porque se trastornaban las prácticas usadas.

Inmerso en el ingrediente religioso, es preciso incidir que el hombre de esta época en instantes de máxima angustia se consagraba a la piedad; si acaso, movido por el mundo sacralizado de entonces. No obstante, ordinariamente se manejaba por acciones censurables y heréticas. Algo así, como una doble moral distinguida de manera tradicional.
Sea como fuere, al ser un grupo navegante como al que me refiero, reproducía sus convencimientos religiosos, probablemente, diferencialmente a lo acostumbrado, pero, con indicadores sinceros. Aun así, no eran los únicos en apartarse del dogma de fe definido en la etapa de confesionalización del Viejo Continente y del orden social.
En resumidas cuentas, de cara a los peligros ingentes se accionaban los mecanismos técnicos y humanos para salvaguardar el barco. Como ejemplo manifiesto, mientras que los pasajeros y frailes rezaban, la dotación a las órdenes del maestre se empeñaba en contrarrestar los contratiempos. Toda vez, que tras inútiles tentativas en los esfuerzos acumulados, cuando la naturaleza inclementemente se revelaba, nadie se libraba de confiarse a los santos protectores: o con invocaciones y plegarias a la Virgen, o arrojando reliquias al mar con el propósito de apaciguarlo.
Estas muestras de humildad y recogimiento no afloraban solamente en realidades extremas. Como cualquier humano preocupado y ansioso de atraer el auxilio divino, los hombres de mar se ceñían a imágenes devotas, atesorando rosarios en sus arcas o símbolos santos colgados del cuello. Vislumbrándose, que la religión era algo así como una tabla de salvación.
Consecuentemente, en una creación que transitaba a merced de fuerzas poderosas, el idealismo apelaba a la muerte, los demonios y pecados concebidos desde la disyuntiva de los eclipses, o las fases lunares, terremotos, erupciones volcánicas, granizo o plagas. Toda una amalgama de susceptibilidades en razonamientos inconcebibles e inexplicables.
Esta es a groso modo la semblanza de los marineros, grumetes y pajes, ‘los olvidados en la Historia’ de aquellas aguas temerarias, que pasaban prácticamente inadvertidos entre tantas servidumbres y deberes, ofreciendo lo mejor de sí para hacerse un hueco entre el resto de la tripulación.

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