O’Donnell en su epílogo

El Hospital Militar deja de operar después de casi cien años como centro sanitario, un recinto que ha acabado siendo como un pueblo: cocineros, curas, médicos, administrativos, enfermeras y artistas

El Hospital Militar ha sido durante cerca de cien años un pequeño pueblo en la barriada de O'Donnell. Un pueblo con todos sus ingredientes y en el que cada uno de sus habitantes conocía al vecino, amándose, odiándose o pasando desapercibido, como ocurre en todos los pueblos del mundo. Los requisitos mínimos para que un municipio pudiera denominarse como tal había sido secularmente la existencia de un alcalde, un cura y un médico. El pueblo de O'Donnell ha tenido muchos médicos. Esa ha sido una de las singularidades del poblacho del Hospital Militar. Otra es que ha cerrado hoy.

La historia del Hospital Militar O’Donnell contiene en sus orígenes los tintes épicos necesarios en este tipo de cosmogonías. Las guerras de África y su mitología configuraron la identidad de este pueblo que hasta hoy ha supuesto una parte fundamental de Ceuta, su particular universo. Además del cura, del alcalde y del médico, el pueblo familiar del hospital ha estado integrado por cocineros, farmacéuticos, monjas, funcionarios, cantineros, administrativos, banqueros, enfermeras, artistas, guardias, auxiliares, loteras y hasta sindicalistas. A partir de hoy, el Hospital Militar no tiene enfermos, los consumidores de la población. Y sin demanda, no hay oferta.

“Había más de un centenar de enfermos ingresados cuando llegué”. Miguel Molina ingresó en la plantilla del Hospital O’Donnell hace 31 años. Oficial de gestión, Molina ha conocido a ocho directores médicos desde aquel 1980, que han funcionado de alcaldes del pueblo. De aquel centenar a los cuatro convalecientes que hubo hasta la pasada semana. Molina es aficionado al vídeo y es patente su gusto por lo audiovisual  cuando narra sus experiencias. En una especie de montaje paralelo, Molina recorre los hitos marciales de las últimas décadas y su repercusión en el pueblo O’Donnell. El intento golpista de Tejero y la refriega de la isla de Perejil. “Ahora recuerdo que tuvimos una alerta con varios casos de cólera”. La escena se funde a negro: alguien menciona la palabra militar, un asunto de casi dos rombos en O’Donnell.

Sin salir de la cocina, Pepe Ramos, jefe del servicio, muestra los huecos que las patas de jamón lo llenaron una vez. “Nos proveíamos de 350 kilos al trimestre”, dice mientras suena una radio con interferencias. El ruido del epílogo. Del jamón, se aprovechaban hasta los cordales. Las dimensiones de los fogones, las cámaras frigoríficas y la campana son indicativo de que los ranchos fueron al por mayor. El menudeo era cosa de los pasillos, mostrados de modo detenido por Molina y Ramos. De entrada, un saludo al alcalde. El coronel médico Moreno otorga el salvoconducto y recuerda a los visitantes la tenencia de la Medalla de la Ciudad. Radiante,  y brillante. El reconocimiento a un pueblo, O’Donnell, siempre solidario con su prójimo.

Es la hora del café en el pueblo. El runrún es monotemático en el foro: el pueblo que se queda vacío. Ya se fueron sesenta –integrados en la plantilla del Ingesa– y restan otros tantos en pos de un destino. La emigración nuestra de cada periodo. Juan Expósito cumple cuatro décadas en O’Donnell. El peluquero fue antes casi cocinero. “Cortaba entre cuatro y cinco jamones al día”. Luego habla de la leche condensada y de esa otra, la de catalión. Otros tipos de fluidos son los que manejaba con maña Félix Cabezón Álvarez: oxígeno, nitrógeno y aire comprimido. El gas encerrado a alta presión y a temperatura estable. Como el final del pueblo.

“Esto se va a quedar muy triste”. Araceli Jiménez apura uno de los últimos cafés con cuatro vecinos. Ella es administrativa y forma parte de la veintena de profesionales que sumarán la plantilla de la clínica pericial a partir del 1 de enero. Dos meses. Ese es el tiempo que estuvo soñando Juan Carlos Olivares, también administrativo, el día que se vio obligado a transportar en autobús las nóminas de toda la plantilla. “El Banco de España nos proporcionaba el dinero contado. Imagínate yo, 22 añitos, con los ocho millones de pesetas montado en el autobús”, indicó Olivares. “En 1980 la nómina era de 36.00 pesetas”, añade.  

En todos los pueblos hay un artista. En O’Donnell, además del autor de un mural que corona desde 1966 una de las entreplantas, está Manolo, el jardinero.Un arbusto es una ocasión para derrochar creatividad. “Estos cortes son modelo para el Parque de Ceuta”, relata justo antes de que los visitantes atraviesen un altar al Perpetuo Socorro, una obra de arte aunque más inalcanzable que los bustos de Manolo. De nada sirvieron las velas colocadas a la patrona de O’Donnell, que, como todos pueblos, tiene su virgen protectora. Pero sin pacientes, sin consumidores, sin enfermos, no hay ciudad que sobreviva. Ni con novenas a la virgen.

Las Hijas de la Caridad, entre la salud del cuerpo y del espíritu
En todos los grupos humanos hay siempre una parte que se dedica a cuidar de las almas del resto. Las Hijas de la Caridad han sido una institución en el Hospital Militar O’Donnell desde principios de los años 20 del siglo pasado hasta finales de los ochenta, donde además de auxiliar en labores enfermeras han operado como sanadoras de espíritus. En la memoria constructiva de 1920, en la que figura cómo el cuartel se convirtió en “hospital de 600 camas”, aparece una mención al número de monjas necesarias para llevar a cabo sus funciones. “(...) estando fijado el número de hermanas de la caridad en un 4 por 100 camas, según dispone la R.G. de 15 de octubre de 1900 (CL nº 203) es necesario proporcionar alojamiento para 24 hermanas de la caridad y una Superiora, dotándoles asimismo de oratorio, comedor y cocina independiente y cuantos elementos sean precisos para su decoroso alojamiento”. Llegaron a Ceuta por vez primera en 1859 para la Guerra de África, informó el cronista de la Ciudad, José Luis Gómez Barceló. Volvieron en los años 80 del siglo XIX para hacerse cargo del Asilo, luego Hogar Nuestra Señora de África. También han llevado en distintos periodos los hospitales militares –plaza de los Reyes, Docker– y el de la Cruz Roja. En los últimos años, estaban a cargo de Nazaret hasta que se marcharon en octubre de 2003.

El día de los Difuntos, víspera del cierre del centro hospitalario
El azar ha querido que el cese del funcionamiento del Hospital Militar O’Donnell coincida con el día de Todos los Santos y en la víspera a la fiesta en honor a los difuntos. Los noveleros se disfrazan de fantasmas en la calle y en el hospital vagan por los pasillos. Son las cosas propias de un edificio antiguo con tanta muerte, sangre y tragedia en su extenso calendario, cosas de las mitologías. De inicio, no hay acuerdo. El ala de enfermería no tiene pacientes, pero revolotean inquietas varias enfermeras y auxiliares que intercambian sus últimos pareceres. “Ceuta no se ha volcado con el O’Donnell”, lamentan. Luego llega la historia de la monja de espíritu errante y del soldado que murió de tuberculosis. ¿O fue por una bala? Más abajo, mucho más abajo, el refugio subterráneo donde había cabida para 50 camas. La humedad sobrepasaría el 100% si nos existieran las leyes físicas. Las estalactitas aún no se unen a las estalagmitas. Manolo el jardinero es el guía de su aljibe particular. El agua ha sumergido lo que un día se ideó como búnker. Un refugio de piratas, otro disfraz para los Difuntos.

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