Pido disculpas por dedicarme hoy este artículo a mí mismo. No lo hago por inmodestia ni presunción, sino porque mañana cumpliré 80 años; la edad emblemática de la ancianidad. Y me gustaría celebrar tan importante evento salpicándolo de alguna que otra nota de buen humor, sonriéndole a la vejez y la vida, por su importancia y positividad. Las antiguas civilizaciones contaban en su organigrama estatal con el Consejo de Ancianos, para aprovechar su experiencia y sabiduría.
Encaro mi ancianidad viéndola como última etapa, resultado de la suma de infancia, niñez, adolescencia y madurez. Pero no con tristeza ni temor. No pienso ponerme fúnebre ni mostrarme cariacontecido como si tuviera que ensayar para recibir el pésame. Llegar a octogenario, es muy importante en la vida. no sucede todos los días, ni todos lo consiguen. Muchos se quedan en el camino. Y sólo se tiene una única oportunidad de celebrar tan feliz acontecimiento. Nunca más volveré ya a cumplirlos. Y el mejor antídoto contra la vejez es sonreír a la vida, para aliviar estrés y suavizar las arrugas.
Para mí, tener 80 años, me da mucha alegría, porque 79 de ellos tengo la sensación de haberlos vivido de regalo. Un médico vaticinó a mis padres que fallecería con un añito. Pero como luego sobreviví, prácticamente, me los he encontrado. Lógicamente, ahora me correspondería empezar a vivir mis años propios. Pero tengo más razones para seguir viviendo muchos años más.
Lo tengo casi reconocido documentalmente, porque la última vez que renové mi DNI me insertaron en el nuevo que caduca el 01-01-9.999. Y eso significa que me han ampliado el plazo de validez. Ya he dicho a mis nietos que me avisen antes de que cumpla los 7.977 años que van desde el año actual 2.022 hasta el 9.999, para que no me olvide de volver a renovarlo. Si a los de mi edad han anotado lo mismo en su Carnet, pueden comprobar que lo digo en serio. El mío acredita inequívocamente que nací el 25-01-1942.
En principio, iba a llamarme Eusebio, nombre que me correspondía por mi abuelo paterno. Y hubiera sido para mí un honor llamarme como él. Era todo un fenómeno. Recuerdo que con tres años me llevaban mis padres a verlo y siempre tenía su casa llena de alumnos sin haber estudiado Magisterio. Los más viejos decían que fue él quien mejor enseñó en el pueblo, porque los Maestros oficiales ya sólo instruían sobre el Sistema Métrico Decimal; pero lo que la gente más necesitaba era aprender las antiguas medidas del sector agropecuario (fanegas, celemines, arrobas, libras, cuarterones, etc). Eran las que todavía más se usaban. Y para eso, era único.
Luego, no me llamé Eusebio, porque antes de yo nacer, falleció un hermano de mi madre, mi tío Antonio, con sólo 25 años. Quienes lo conocieron me contaron que era muy trabajador y buenísima persona. Entonces, mi abuelo Eusebio cedió su venia para que me llamara Antonio. Y Eusebio pasó a llamarse mi siguiente hermano. Me honro mucho también en llamarme como mi tío, sabiendo lo bueno que era y su triste infortunio.
Hasta tener un añito, fui un niño sano, hermoso y bien criado. Pero después, me puse muy enfermito. Mis padres me llevaron al médico de mi pueblo, MIRANDILLA, diagnosticándome un simple “empacho”, de tanto como me alimentaban; recetándome que sólo me dieran una ligera papilla diaria hasta que mejorara de mi afección digestiva. Pero empeoré mucho y me volví muy llorón. Ni dormía ni dejaba dormir.
Mis padres avisaron de nuevo al médico. Y no se le ocurrió otra cosa que decirles a “bocajarro” que estaba deshidratado y gravísimo, vaticinándoles que en 48 horas podía producirse mi fatal desenlace, desahuciándome de la vida. Al saberlo, sufrieron el más doloroso desgarro.
Ante tan contundente pronóstico, empezaron a prepararme lo que en los pueblos llamaban la “mortaja”: ropita nueva con la que enterrarme, si fallecía. Pero ellos se resistían tenazmente a dejarme morir. Yo era su primer hijito del alma que con la mayor ilusión de su vida me habían traído al mundo; y, como progenitores responsables, de ninguna manera podían permitir dejarse arrebatar a su primer hijo. Querían salvarme a toda costa.
Me llevaron a otro médico pedíatra para saber su segunda opinión como especialista. Anteriormente había ejercido en MIRANDILLA, pero lo habían destinado a Mérida. Era don Julián Santamaría, que enseguida se percató de que lo que yo más padecía era inanición severa; o sea, que me estaba muriendo de hambre con tan escasa dieta de papilla y por eso lloraba tanto. Me prescribió todo lo contrario que su “colega” anterior: que volvieran a alimentarme normal y me tuvieran muy hidratado y bien nutrido.
Como dato histórico, un hijo de este último doctor, Julián Santamaría Ossorio, nacido en 1940 y fallecido el 31-12-2020, fue un intelectual de reconocido prestigio internacional (sociólogo, politólogo, director del CIS, catedrático de Universidad en la Complutense de Madrid, en Yale, EE.EU, y embajador de España en Washington desde 1983 a 1987).
Algunas abuelas de mi pueblo informaron a mis padres que la leche de burra recién parida era muy alimenticia y sana para los niños, coincidiendo con que una burra que tenía mi padre, llamada “rabona”, había parido un burrito bebé. Y su leche me vino que ni a “pedir de boca”. Mi padre, la ordeñó, supongo que con gran rebuzno de protesta del burrito pequeño cuando notara que yo le estaba “birlando” parte de su “ración” que me daban en un “biberón”. Y debió gustarme mucho porque lo que yo más quería era estar “enchufado” a mi “bibi“, que me salvó la vida. Como serio testimonio de aquella verídica anécdota, en vida de mis padres les dediqué el siguiente poema, que leyeron emocionados:
”No olvido que mis padres me dieron la vida/ de ellos fui su primera criatura nacida/ fruto de una unión por Dios bendecida/ y de una ilusión con su amor concebida/ Sangre de su sangre en mis venas llevo/ unidos a mi nombre sus apellidos tengo/ soy rama que de su mismo tronco vengo/ que de ellos broté de árbol extremeño/
Por mí se sacrificaron muchas veces/ sé que sufrieron un dolor muy fuerte/ al ver a su primer hijo de un añito/ que me debatía entre la vida y la muerte/ Cuántos desvelos y malas noches les di/ cuántas veces mi madre rezaría por mí/ cuánto sueño pasaron para poderme dormir/ cuántos buenos cuidados de ellos recibí/ Cuánto calor y cariño me dio mi madre/ con qué pasión todavía ella me atiende/ con ese amor tan verdadero y grande/ que sólo una madre por un hijo siente/
Mi padre nos dio buenos ejemplos a imitar/ su único vicio fue honradamente trabajar/ para a sus cuatro hijitos poder criar/ guiándonos al bien y alejándonos del mal/ Sólo cuando se llega también a ser padre/ se sabe bien todo lo que a los hijos se quiere/ la enorme ilusión que en ellos se pone/ y el deseo de que bien situados se queden/
Por eso no habrá otra ingratitud mayor/ que la del hijo que tenga tan mal corazón/ que de sus padres no se sienta fiel deudor/ al menos para devolverles su cariño y amor/ Pero edadosn la vida no hay mayor satisfacción/ que la de unos padres que ven con ilusión/ cómo los cuatro hijos nacidos de su unión/ sienten hacia ellos toda su gratitud y amor/ ¡Padres, alzad vuestros ojos al cielo!/ que siendo con nosotros tan buenos/ la gloria seguro que os espera/ en el paraíso eterno/ el día lejano que Dios quiera recogeros!”.
Pues, ya ven, pese a todas aquellas azarosas peripecias que me tuvieron tan cerca de la muerte, pude sobrevivir hasta cumplir ya mañana mis 80 “añazos”. Por eso, siempre estaré muy agradecido a la vida, a mis padres, a los médicos y, cómo no, también a los dos asnos, porque igualmente me ayudaron a salvarme. Ejemplo elocuente de lo importantes que son tales équidos, aunque su especie quede a extinguir.
A partir de mañana procuraré llevar una vida moderada, en consonancia con mi nueva ancianidad, no dándome muchos “atracones” para no volver a “empacharme”, pero tampoco correr el peligro de casi morirme de “hambre” y volverme otra vez “llorón”, por aquello de que “se es niño dos veces”. No me parece pertenecer todavía a la “tercera edad”; mejor la llamaría “tercera juventud”. Me siento con espíritu joven y cada día me nace una nueva ilusión y enormes ganas de vivir. Aunque sin olvidarme de que tengo varios avisos dados para que extreme mis precauciones y no terminen haciendo demasiadas “aguas” las “goterillas” que me van saliendo. No padezco graves patologías, pero “la salud y la vida son lo primero”.
Explicaré ahora cómo me las he arreglado en mi vida hasta llegar a los 80 año. Resumiendo mucho mi trayectoria personal, de 8 a 12 años fui en MIRANDILLA a las Escuelas Públicas. De 12 hasta 16, realicé duros trabajos. Se vivía entonces con mucha precariedad. A cada persona nos asignaban, nada más nacer, una “Cartilla de racionamiento”. Los niños colaborábamos al sostenimiento de las cargas familiares. En la Enseñanza Pública sólo expedían el Certificado de Estudios Primarios en las ciudades con Institutos; no en los pueblos, encontrándome con que carecía de todo reconocimiento académico.
Con 16 años emigré a Ceuta buscando horizontes futuros más amplios. Con 18 años, llevando una vida muy austera, reuní escasos “ahorrillos”, que invertí en estudiar el Bachiller. Después seguí cursando y costeándome dos carreras universitarias ocho años más: Licenciado en Derecho y Graduado Social, terminándolas sin ningún suspenso y teniendo siempre que alternar estudios con trabajo. También preparé y aprobé cinco sucesivas Oposiciones como funcionario, todas al primer intento.
Pero nada hice extraordinario; también emigraron después mis hermanos Eusebio, Manola y Emiliano. Extremadura entonces producía materias primas, pero carecía de tejidos industrial y comercial para revalorizarlas. En Cáceres y Badajoz, pese a ser las dos provincias más extensas de España, no se cabía buscando trabajo. Las empresas y capitales más fuertes los desmontaron para llevárselos a las regiones más privilegiadas de siempre, para crearles “Polos de Desarrollo” y hacerles su “milagro económico”.
Más de 800.000 extremeños nos vimos obligados a emigrar. Cumplimos con la máxima filosófica de José Ortega y Gasset, cuando sobre él mismo dijo: “Yo soy, yo y mis circunstancias”, porque entendía que en las circunstancias de cada persona entra la ineludible obligación de trabajar, conforme al mandato divino de “ganar el pan con el sudor de la frente”.
Tuvimos todos que hacer ímprobos esfuerzos y sacrificios removiendo los numerosos obstáculos que se nos interponían en el camino. No lo hicimos por apetencias de tener ni ambición de ser, sino por noble afán de superación, buscando un porvenir digno. En mi caso, también como culminación de las nuevas expectativas que estudiando se me fueron abriendo. Desde la categoría funcionarial más baja alcancé la más alta, escalando un Cuerpo Superior del Grupo A1 en Hacienda, desempeñando puestos de dirección y responsabilidad de los niveles más altos.
Me jubilaron forzoso con casi 70 años, al sufrir un accidente en acto de servicio, declarándome un tribunal médico en incapacidad laboral absoluta.
Fui a Ceuta tres veces destinado voluntario, permaneciendo en ella 27 años. Allí empecé y allí me jubilé. Trabajé y coticé 51 años. Pero valió la pena. Jubilado me siento muy feliz y completamente realizado. Cuando se lucha con constancia y tesón, se consiguen frutíferos resultados. ¡Ánimo a quienes empiezan!.
Mi familia fue fundamental en mi vida: mi mujer, hijo e hija, ambos Licenciados Universitarios, también funcionarios por Oposición y méritos propios; cada uno con su parejita de hijos, que son mis cuatro preciosos nietos, prácticamente criados, que me hacen sentirme muy orgulloso. Todos son el bien más grande que la vida me ha dado. Mis nietos, van ya “apuntando maneras” y encarrilados buscando hacerse personas de provecho. Es la última ilusión que me queda: verlos a los cuatro bien situados. Si Dios me lo permitiera, sería triplemente feliz.
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