Todos conocemos a personas que se caracterizan por recordar preferentemente los hechos malos del pasado, por destacar los aspectos negativos del presente y por advertir los peligros del futuro. Son aquellos individuos dolientes y afligidos para quienes “todo tiempo pasado fue peor”, si no fuera porque el presente les parece todavía más horrible que el pasado y porque están convencidos de que caminamos veloz e irremisiblemente hacia el caos fatal y hacia la catástrofe más aniquiladora.
Cuando comentamos con ellos cualquier suceso, estos conciudadanos inconsolables nos recuerdan, sobre todo, las calamidades desoladoras, los rostros cínicos, las miradas crueles y las perversas acciones: la memoria, la razón y la imaginación constituyen para ellos unas temibles luces que alumbran a un mundo que es un sórdido museo de penalidades, un infierno de padecimientos y un antro de vergonzosas perversidades.
En mi opinión, hemos de defendernos de estos “aguafiestas” para evitar que nos estropeen el día y nos amarguen la existencia. Sin caer en ingenuos optimismos y siendo conscientes de los problemas reales generados por la pandemia del coronavirus, hemos de buscar la fórmula eficaz para impedir que esta desolación pesimista nos contagie y tiña toda nuestra existencia con los colores lúgubres de sus lamentos pero, además, hemos de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje. Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el dolor y en la miseria de las personas que, quizás, habitan a nuestro lado, nos puede ayudar para que descubramos el germen vital que late en el fondo de la existencia humana. Si pretendemos evitar el desánimo, hemos de evaluar las raíces y las dimensiones de los sufrimientos de nuestros acompañantes y, además, los otros datos positivos que compensan los malos tragos. Apoyándonos en nuestra capacidad para mejorar las situaciones y para aprender, sobre todo de los errores, podemos alentar esperanzas y elaborar proyectos de progreso permanente de cada uno de nosotros y de la sociedad a la que pertenecemos. Pero, para lograrlo, deberíamos ser realistas, solidarios y generosos.
Reconociendo el declive que el individualismo contemporáneo ha introducido en las relaciones humanas, esta "ansiedad de mejora" nos permitirá compartir el sentido positivo de la vida, generar unos vínculos más estrechos entre los hombres y las mujeres, y recuperar el diálogo y el reconocimiento de la realidad del mundo en el que vivimos. Sólo así mantendremos la posibilidad del amor y los gestos supremos de la vida. Pero, si pretendemos que nuestras vidas no sean escenas sueltas, no tenemos más remedio que buscar esos vínculos, esos hilos conductores, que las rehilvanen y que proporcionen unidad, armonía y sentido a nuestros deseos y a nuestros temores, a nuestras luchas y a nuestras derrotas.
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