Para alguien que tiene en la memoria el evento semanal de acudir al cine de la mano de su abuelo o tiene aún en la retina los estrenos en pantalla grande de Matrix o de Million Dollar Baby, incluso del momento y la compañía con la que acudió a verlas, para un cinéfilo de corazón, resulta difícil posicionarse realista ante el debate de si las salas comerciales están muriendo. Ya lo era antes de la puñetera noticia mundial de que el mero hecho de salir de tu casa se ha convertido en un riesgo para la salud de muchos, y no crean que no le cuesta a uno ponerse a hablar de plataformas digitales o de verse una serie sin salir al tranco de la puerta, pero es lo que hay y es vivir la realidad o morir aplastado por recuerdos.
En ya varias ocasiones hemos sacado la temática de hacia dónde va el rumbo del cine moderno, de si con los nuevos formatos y nuevos hábitos de consumo audiovisual va dando cada minuto más pereza acercarse al cine con un saco de palomitas y expectación por “la última de…”. Hasta los festivales van plegando velas y dejando la puerta abierta a producciones que no han pasado por las salas comerciales y han hecho caja por otras vías alternativas.
Y justo cuando uno ya va pensando que al cine como lugar físico le quedaba poco más que el tiro de gracia, llegó el apocalipsis que los cerró a todos y que metió el miedo en el cuerpo al espectador, por si le faltaba poco para no tener incentivo para ir un sábado por la noche con frío a ver una película, a ese mismo espectador que se cubre la barbilla con una mascarilla o que se va de fiesta a casa de unos amigos.
Así las cosas, me hago eco de la noticia de la reapertura del cine en nuestra ciudad en un acto de, sean cuales sean los motivos extra, indudable valentía. Y lo hace con medidas de seguridad leoninas para la salud de la rentabilidad, con aforos limitados, con horarios más limitados aún, con semblante de expectación y evitando colas. Lo hará con ilusión y desconfianza por parte de sus responsables, imagino. Pero el hecho es que vuelve. Y con él los recuerdos de infancia, del cine África, y del Cervantes, y de cómo quedaron obsoletos y cerraron definitivamente sus puertas ante la aparición de salas más modernas. Y aunque sea por romanticismo, a uno le sale una sonrisa como la que te sale cuando gana tu equipo aunque no se juegue nada, y sin haberlo pensado, de manera irracional, no puede evitar el alegrarse.
La cartelera por motivos obvios no puede ser lo atractiva que otros años por estas fechas, principalmente porque los estrenos se aplazan y se aplazan y se vuelven a aplazar por la situación de alarma generalizada, pero al menos no tenemos por qué quedarnos sin una navidad con cine. Ya depende de nosotros que lo pongamos o no en valor, porque igual que se nos llena la boca de decir que parece mentira que no tengamos en nuestra ciudad esto o aquello, que no somos el culo del mundo pero lo parecemos a veces, el cine siempre hemos sostenido que es un negocio del que viven personas y que se nutre de personas que compran una entrada o un refresco en el ambigú. ¿Lo queremos tanto como para contribuir a su supervivencia o no es tan indiferente como para dejarlo morir? En nuestras manos está ahora, no en la de sus gestores. Cualquiera de las dos opciones es respetable, siempre que luego no despotriquemos de perder aquello que no hemos ayudado a conservar, pero a mí, llámenme nostálgico, llámenme temerario, me está pidiendo el cuerpo ir a ver una película que me apetezca casi tanto como una cerveza fría en una terraza. Con la misma seguridad y las mismas precauciones.
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