En un comentario de los que suelen aparecer al pie de noticias o artículos que se publican en prensa, referido esta vez a mi colaboración de hace un par de semanas, titulada “Una mirada a la Historia de Ceuta”, un amable “Lector” –así se hace llamar- solicita mi opinión respecto de ciertas desafortunadas declaraciones sobre la época portuguesa de nuestra ciudad, cuyo autor se dejó sin duda llevar por determinada tendencia que cierto sector trata interesadamente de imponer, según la cual los portugueses, al reconquistar Ceuta, fueron los malos de la película.
No importa que esta tierra hubiera sido la Hepta Delfos griega, la Sepqi fenicia, la Septem Frates romana, y más tarde bizantina y visigoda. Parece como si todo hubiera comenzado con el oscuro episodio de la traición del Conde D. Julián, la ocupación de Ceuta por los árabes y, si hacemos caso a Márquez de Prado en su “Historia de la Plaza de Ceuta”, el subsiguiente pase a cuchillo de sus habitantes. De este modo, y en el marco de un supuesto “crisol de culturas” que no responde ni por asomo a la pasada realidad histórica, lo que ahora se ha dado en denominar eufemísticamente “la llegada de los portugueses” (como si hubieran arribado en el transbordador para abrazarse con quienes entonces ocupaban la ciudad) no fue más que un episodio brutal e indeseable, que vino a cambiar, a peor, el destino de Ceuta.
No importa que ese episodio, uno más de los que tuvieron lugar a lo largo de la ardua tarea de la Reconquista llevada a cabo por los reinos cristianos de la Península, significara nada menos que el inicio de la Edad Moderna. No importan las innumerables señas de identidad que dejaron aquí los más de dos siglos de pertenencia a Portugal. A estas alturas va a resultar que lo “políticamente correcto” será borrar esas brillantes y heroicas páginas de la Historia de Ceuta, como si no hubieran existido o, más grave aún, como si fuesen algo maldito.
Habría que preguntarse qué tendríamos que hacer entonces con la denominación del Parque de San Amaro, que debe su nombre al primer Obispo de Ceuta, Amaro de Aurillac; o con la calle Juan I de Portugal, el por lo visto perverso rey que tuvo la maligna idea de conquistar Ceuta; o con la estatua de D. Enrique el Navegante y con la calle que lleva su nombre, pues no solo participó en esa batalla, sino que donó la imagen de la Virgen de África, Patrona de la ciudad; o con esa misma imagen, vestigio, al parecer, de un pasado que para algunos solo merece desprecio; o con la Virgen del Valle y el San Antonio del Hacho, que tantos devotos tiene; o con el escudo de Ceuta, legado del de Portugal, o con su bandera, que es la de Lisboa; o con el Pendón de la Ciudad; o con la estatua y con la calle de Pedro de Meneses, aborrecible individuo que osó decir que se bastaba con el palo que tenía en la mano (el áleo) para defender Ceuta de sus enemigos (los buenos, si hacemos caso a los predicadores de la nueva corriente); o con el honroso lema que orla el escudo de nuestra Comandancia General y portan todos los componentes de la guarnición, basado en esa rotunda frase; o con el Foso y las Murallas Reales, mudos pero monumentales testigos de la valentía de aquellos portugueses, y más tarde de los españoles, es decir, de todos los que dieron su sangre y si vida en esa defensa, única –por invicta- en la historia del mundo; o con la calle dedicada a Isabel Cabral, heroína en primera línea, y, en definitiva, con tantas y tantas preciadas herencias de aquella irrepetible época. Estaban equivocados nuestros ancestros y estamos en un lamentable error cuantos así opinamos, nos vienen a decir ahora.
Pues no. Rotundamente no. Como ya escribí hace algunos meses en este mismo diario, el ceutí que no se sienta orgulloso del pasado portugués de su ciudad no será jamás un buen caballa.
A menos que rectifique, claro.
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