Opinión

La novela popular española: los que partían la pana (1)

Hace tiempo, en un editorial de la revista LEER, encontré esta frase: “El español huye del libro como el vampiro del ajo”. Y, aunque puede parecer exagerada e ingeniosa, dejando aparte el fenómeno de los superventas o best sellers, entiendo que actualmente no está demasiado alejada de la realidad; aunque, desde luego, habría que distinguir claramente la compra de la lectura: entre estas, creo, existe un gran desfase: aquella supera en mucho a esta.

Con respecto a los superventas, dicho sea de paso, la sinvergonzonería de algunas editoriales es más que notable: utilizan descaradamente la popularidad de algunos tertulianos, “colaboradores” o presentadores de televisión para hacer caja; por lo general estos no escriben nada: las editoras se encargan de contratarle negros para que les hagan la faena: recordemos el caso de Ana Rosa Quintana, a la que el negro, que era su excuñado, le gastó una mala pasada colándole en su supuesta novela de matute textos más o menos extensos de esta tríada de autoras: Danielle Stell, Ángeles Mastretta y Colleen McCullough.

Pero esta bibliofobia no siempre se dio: hubo un tiempo no demasiado lejano -finales del siglo XIX y principios y mediados del XX, por ejemplo- en que en España se leía cantidad: lejos parecía quedar aquella opinión de George Borrow en su famoso La Biblia en España (1842): “La demanda de obras literarias de cualquier género en España es miserablemente reducida”. Recordemos los folletones de los diarios, las publicaciones por entregas, las numerosas colecciones de cuento y novela corta…

 

El descenso empezó a darse sobre los años 60-70: cuando irrumpió masivamente la televisión, y lo que quizás contribuyera en parte a dar la puntilla fue el hundimiento en 1986 de Editorial Bruguera. ¿No recordamos lo que hasta entonces se leía, sobre todo, el gran fenómeno de la llamada novela popular?: la del oeste, la sentimental o romántica, la policiaca…; y nombres como Tony Spring, Dan Lewis, Silver Kane, Taylor Nummy, Dan Luce, Rosa Alcázar, Edward Goodman, Eddy Thorny…, seudónimos bajo los que se ocultaban generalmente periodistas y profesionales represaliados por el Régimen que tenían prohibido ejercer su oficio y no encontraron mejor medio para subsistir, trabajando a destajo, que dedicarse a ese tipo de literatura. Pero, de estos, las vacas sagradas, los que en verdad partían la pana eran dos: Marcial Lafuente Estefanía y Corín Tellado, que, aunque también utilizaron más de media docena de seudónimos, eran más conocidos por su nombre.

¿No recordamos lo que hasta entonces se leía, sobre todo, el gran fenómeno de la llamada novela popular?

Ciertamente era una literatura de baja calidad -marginada, si acaso la pariente pobre de los manuales-, para personas poco cultivadas, pero algunos, como el palentino Eduardo de Guzmán (Edward Goodman) y Francisco González Ledesma (Silver Kane), confirmaron o acreditaron, pasado el tiempo -ya firmando con su nombre-, su excelencia; este hasta consiguió en 1984 el Premio Planeta con la novela Crónica sentimental en rojo. Eduardo de Guzmán, aparte de su impresionante trilogía Memorias de la guerra (La muerte de la esperanza, El año de la Victoria y Nosotros los asesinos), ya había escrito Aurora de sangre, sobre el asesinato de Hildegard Rodríguez Carballeira, basado en las entrevistas -publicadas en el diario La Tierra- que mantuvo con su madre en la prisión de Quiñones al poco tiempo del crimen; asunto que posteriormente trataron Almudena Grandes en su novela La madre de Frankestein y Fernando Fernán Gómez en su película Mi hija Hildegard. También el antipsiquiatra Guillermo Rendueles reconstruyó la historia clínica de la filicida en El manuscrito encontrado en Ciempozuelos.

En la relación de estos autores es imposible obviar al también superprolífico creador de la serie El Coyote: el catalán José Mallorquí.

Las ediciones y reediciones eran increíbles: treinta mil, cien mil, doscientos mil ejemplares: entre España e Hispanoamérica se vendieron millones; las editoriales Molino y Bruguera, que copaban casi totalmente el mercado, se tienen como unas de nuestras primeras multinacionales.

Este tipo de escritos fueron estudiados, entre otros, por María Cruz García de Entrerría en Literaturas marginadas (1983) y por Francisco Alemán Sainz en Las literaturas de kiosko (1975).

La primitiva Editorial Alfaguara, fundada por Camilo José Cela en 1964, tenía en su catálogo una colección -dirigida por su hermano Jorge- titulada precisamente La novela popular, contemporánea, inédita, española, pero los autores que figuraban en ella, contrastando con la escasa calidad, en general, de los aludidos en este artículo, eran todos de quilates: Francisco Ayala, Castillo-Puche, Francisco Umbral, García Pavón, Rodrigo Rubio, Manuel Andújar, Daniel Sueiro, Meliano Peraile, Alfonso Sastre, Manuel Vicent… Se llegaron a publicar en ella, hasta que en 1980 la editorial fue comprada por el Grupo Santillana, sesenta y seis títulos.

Marcial Lafuente Estefanía, toledano de 1903, era hijo de un abogado, periodista y escritor, autor de un popular en su tiempo y hoy poco conocido El romancero del Quijote (1916). Empezó a escribir en la cárcel, donde le llevó el haberse sumado, durante la Guerra Civil, al ejército republicano, en el que llegaría a ser general de Artillería. Allí comenzó, con lápiz y en rollos de papel higiénico, la que sería su primera novela: La mascota de la pradera, en la que, como en toda su producción, por exigencia de los lectores, estaban ausentes las descripciones paisajísticas y las complicaciones sicológicas.

Al salir del presidio, por su militancia, como a tantos otros ya dijimos, no le fue posible ejercer su profesión. Aunque dado lo poco exigente de su literatura se pudiera pensar que era persona de escasa formación, poco letrada, tenía el título de ingeniero de caminos, canales y puertos, que, contra lo que suele decirse -aparte de en Angola y Mozambique-, estuvo trabajando durante tres años en Estados Unidos. Allí consiguió tres cosas que le serían fundamentales para su labor posterior: un antiguo y detallado atlas del país, una completa historia de este y una guía telefónica para bautizar a sus personajes. Sabedor de que su obra era también leída en USA -donde transcurrían casi todas sus producciones, especialmente en Texas- se esforzó en ser riguroso en cuantos datos históricos, geográficos, botánicos…, sobre el país daba. Pero, aunque la mayor parte de su producción transcurre en el oeste americano, su experiencia africana también le valió para ambientar, curiosamente, seis de sus obras en el continente negro. Abría y formaba parte de la colección Congo de Bruguera junto con otros conocidos autores de la casa: Keith Luger, Clark Carrados, Silver Kane, Peter Debry… Los títulos del toledano eran así de sugerentes: Joyas sagradas, Bulane, La pitonisa, Tragedia en la selva, La hija de la magia y Contrabando de ébano.

Según los historiadores es autor de entre dos mil seiscientos y tres mil títulos y ha vendido -sobre todo en España e Hispanoamérica- la escalofriante cifra de cincuenta millones de ejemplares.

Recordemos que cada uno de sus títulos podría ser leído por decenas de personas ya que, por unos céntimos, era normal intercambiarlo por otro en los quioscos.

Su ritmo de producción era el de una novela por semana, aunque, desde 1958, sus dos hijos y un nieto, colaboraban estrechamente con él firmando con su nombre: así se explica que tras su muerte en 1984 siguieran apareciendo inéditos. Una auténtica factoría literaria, además, luego, con editorial propia: Ediciones Cíes, ubicada en El Campello (Alicante).

Editorial Almuzara, hace unos años -al igual que en la edición dominical de algún periódico- empezó a reeditar algunas de sus mejores obras.

Para elaborar sus tramas utilizaba frecuentemente como falsilla los argumentos de algunas obras teatrales de nuestro Siglo de Oro.

Aparte de novelas del oeste, de aventuras, de ciencia ficción y la media docena de temática africana que hemos citado también las escribió románticas para las que utilizó los seudónimos María Luisa Beorlegui, su esposa, y el de Cecilia de Iraluce.

Algún crítico lo bautizó como el “Rey del punto y aparte”, por la proliferación de este en sus escritos.

Como se recordará, en 1974 -diez años antes de su muerte-, Serrat hizo reverdecer su nombre al mencionarlo en la canción “Romance de Curro el Palmo”:

Buscando el olvido / se dio a la bebida, / al mus, las quinielas… / Y en horas perdidas / se leyó enterito a don Marcial Lafuente...

Al poco de salir de la cárcel fijó su residencia definitivamente en el abulense Arenas de San Pedro.

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